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jueves, 18 de abril de 2013

MindBook - 27: The end

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Alejó la mirada de la pantalla, convencido de que por mucho que mirase no progresaría en su búsqueda de respuestas. Debía de haber transcurrido bastante tiempo, porque se encontraba sumido en la oscuridad y necesitó encender la luz. El domingo tocaba a su fin. Inquieto nunca había sido ave nocturna. Le resultaba muy difícil mantenerse despierto más allá de las diez de la noche, consecuencia lógica de su costumbre de madrugar –su hora normal de ponerse en movimiento eran las siete de la mañana–. Pensó que en un domingo cualquiera ya estaría prácticamente grogui y le extrañó su estado de vigilia, que achacó a los acontecimientos del día. Decidió tomarse un helado y encerrarse de nuevo en el cuarto de baño para profundizar un poco en el contenido de la caja, al que ya le había perdido el miedo. Además, tras el resultado de su última sesión, no tenía el menor deseo de seguir confraternizando con MindBook. De hecho, hoy había cumplido con la cuota, por lo que, formalmente, seguía siendo un miembro ejemplar de la tribu. Quizás un nuevo encierro con el pasado le ayudaría a diseñar una estrategia de supervivencia para el futuro. Su padre lo había conseguido. A pesar de ser un «resistente» convencido, se había pasado media vida rascándole las entrañas al sistema, ocultando material prohibido y, por si esto fuera poco, levantó acta por escrito. Y pese a ello –o quizá, gracias a ello–, había llegado a los 90 años, falleciendo de muerte natural. Inquieto pensó que no debía ser tan difícil, pero para él, con menos de doce horas de aprendiz de anti-sistema la empresa se le antojaba titánica.

En honor del abuelo se sirvió una copa de Macallan y saboreándolo como se merecía, pensó que, como había demostrado su padre, las cosas realmente buenas superaban todas las barreras. Entonces recordó que los Rolling Stones no habían tenido tanta suerte, por lo que debería aceptar que existían factores incontrolables y MindBook quizá era uno de ellos –tuvo el presentimiento de que en las próximas horas tendría la respuesta–. Cogió la copa, se sirvió un vaso de agua fresca y, tras apagar todas las luces, se encaminó a su dormitorio. Como cada noche, pensaba hacer una larga parada en el cuarto de baño. Excepto por el destilado, comportamiento absolutamente normal.

Abrió el armario y contempló el laptop, el mp3, los cargadores, los auriculares, la libreta, el bolígrafo, el lápiz, la goma y las dos hojas en blanco. Decidió empezar dándole un vistazo al blog del abuelo. Primera entrada: 2010, última 2020, cinco años antes de su muerte. Cuatrocientas ochenta entradas. Como un reloj, cuatro al mes. Sólo con ver la regularidad de las cifras ya se podía saber mucho del carácter del abuelo. Realizó un muestreo lo suficientemente amplio para integrar la esencia de su pensamiento: racionalismo y escepticismo agudo; desacuerdo frontal con la equidistancia y el relativismo moral al uso; radical defensa de la búsqueda de la calidad y la excelencia en todos los órdenes; crítica inmisercorde de las redes (a)sociales –así las llamaba–; conformismo activo; filosofía del ejemplo; obsesión por el entendimiento y la comprensión del lenguaje; práctica de la tolerancia simétrica; hacer las cosas bien a la primera; tomar decisiones basadas en hechos y defensa de la cultura del esfuerzo. Con esto tuvo suficiente para tener una visión de conjunto de su filosofía vital, sobre la que planeaba continuamente una pátina de pesimismo y de desconfianza en la sociedad y, principalmente, en su clase dirigente, la cual –según él–, al ser un extracto de sí misma, determinaba, generación tras generación, en un diabólico bucle, a modo del poso residual de una destilación eterna que extrae del sistema todo lo bueno –cada vez menos bueno y más poso–, el aumento de la entropía social, del desorden y el deterioro imparable del individuo y, por extensión, del sistema familiar, local, regional, nacional e internacional. Según el abuelo, además de considerarse un perro verde estadístico, no había salida. A este paso –dejó escrito por algún sitio–, también contaminaríamos la galaxia. Y le quedó grabada otra frase suya: «No hay sistemas; los sistemas son las personas».

–Menuda forma de empezar la noche –pensó Inquieto.

Sin apenas darse cuenta había pasado más de una hora. Dejó el laptop y abrió la pequeña libreta. Hacía lustros que no veía letra manuscrita. Era evidente que empezaba con letra del abuelo –no es que la conociese, pero el estilo y contenido era inconfundible– y terminaba con letra de su padre, prácticamente ilegible –tampoco la conocía, pero no se le ocurría de quien puñetas podía ser–. Fundamentalmente, en su primera parte, la libreta contenía pensamientos, evidentemente escritos sobre la marcha o a vuela-ocurrencia. No cabía duda de que el abuelo la llevaba siempre encima –en este momento, Inquieto fue consciente del abismo que separaba ambas épocas–. En cambio, la segunda parte –la de su padre– era una sucesión de sílabas y palabras inconexas que le recordaban sus años de escuela primaria. Parecía como si su padre estuviera aprendiendo de nuevo a escribir manualmente. A diferencia del trazo impecable del abuelo, la caligrafía recordaba el trazo inseguro e irregular propio de un niño. Inquieto no pudo evitarlo. Cogió una de las hojas –no quería mancillar la libreta– y descartó el bolígrafo, evidentemente un recuerdo sentimental más seco que su copa. Agarró el lápiz y experimentó inmediatamente la desconcertante sensación que sintió la primera vez que intentó utilizar unos palillos chinos. No sabía como cogerlos. Ni como utilizarlos. Intentó escribir su nombre con la mano y los dedos agarrotados. No fue capaz de reconocer los garabatos que profanaban la blanca virginidad del papel. Se sorprendió al ver disolverse su supuesto nombre en una gota que resultó ser una lágrima. El improbable Inquieto desaparecía. En un instante quedó reducido a un borrón gris. Pensó que ya era demasiado por hoy y que no olvidaría nunca este cumpleaños. Que no repetiría otro día como el que estaba acabando. Tiró la hoja con su alegóricamente borrada existencia al retrete. El smartToilet vació la cisterna, en un intento exitoso de borrar todas las pruebas. A continuación, procedió a la higiene nocturna. Un día tan especial debía serlo hasta el final. Se vistió para la ocasión y se tendió en la cama. Sintió la omnipresencia del mismo cursor que le había despertado por la mañana. Se cerraba el ciclo.

Sintiendo que le llegaba el sueño reparador, dedicó un recuerdo a Alma y a la cena de mañana, día que dedicaría también a leer los periódicos que todavía permanecían an la caja. Y al recordar la caja volvió a su mente la definición de Caja de Pandora, en especial la parte que decía: al abrirla se creaba un mal que «no podía ser desecho». Apartó tan desagradable pensamiento y se durmió plácidamente.

El smartchip se puso en modo escucha e inmediatamente empezó a recibir un tren de pulsos de alta frecuencia anormalmente intenso que se propagó por las terminaciones nerviosas que lo envolvían. Al momento, Inquieto hizo honor a su nombre y se despertó advirtiendo que algo no marchaba bien en su pecho. Nada bien. Además dolía. La arritmia se manifestaba por una sensación de galope incontenible que iba alejándose a medida que su nivel de conciencia se apagaba. En sus últimos instantes, tuvo la sensación de ser observado. Dirigió la mirada al cursor y allí estaba. Sintió una sensación de triunfo. Por fin lo había cazado. Pero su última imagen le dejó mal sabor de boca. En lugar del guión titilante que había observado tantas veces mediante el truco del espejo, mostraba una cara sonriente, que reconoció como un antiguo emoticón de FaceBook. Le pareció cómico y le devolvió la sonrisa. Ya sin imagen, su residual sentido del oído detectó ruido en la puerta de entrada. Alguien entraba en la casa. Después, los sentidos se desconectaron. Ya no pudo escuchar ni los pasos por el salón, ni el inconfundible deslizar de las ruedas de una camilla, ni la apertura de la puerta de su dormitorio.

Desde la sala de SuperControl, el supervisor de Control24762 permanecía atento a las constantes vitales del monitor. Una vez verificada la cancelación de la cuenta, en aplicación de la política de protección ambiental y ahorro energético, desconectó el smartchip y todas las pantallas. Por último, registró formalmente en MindBook la cancelación. Pero todavía no había terminado. Repitió todo el proceso con su supervisado. Por esto ningún inspector recordaba un nivel 10. Porque era el critical level. No olvidó incrementar el contador de plazas vacantes de inspectores básicos. MindBook correría con el tedioso proceso de selección. Antes de retirarse a descansar, estudió las propuestas pendientes y eligió la que le pareció más adecuada. Problema resuelto. Aquí no había pasado nada.

23 de marzo de 2065, 22:25

«No hay sistemas; los sistemas son las personas» (el abuelo, en 2015).  

Continuará (epílogo)... 

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