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domingo, 29 de septiembre de 2013

Esterilización y talla intelectual

La mejor forma de apreciar tu talla intelectual es leyendo. Dependiendo de lo que leas te sentirás más o menos «alto». Obviamente, lo más recomendable y provechoso es sentirse un «enano».

Pensamiento esterilizado.
La lectura de una obra excepcional provoca inmediatamente sobre mi capacidad de escritura un efecto esterilizador de duración variable dependiendo del grado de excelencia percibido. Diríase que se activa en mí una especie de autocontrol que me impide entrar en liza con el excepcional escritor y con lo que ha escrito, fundamentalmente, por cómo lo ha escrito. Es inevitable. Me convierto en un «enano» intelectual. Frente al soporte en blanco –papel o pantalla–, el recuerdo de lo leído prevalece sobre cualquier intento creativo, llegándome a persuadir de que todo está escrito y que no tiene ningún sentido competir con la perfección, situación que me impide ligar pensamiento alguno y, consecuentemente, mancillar el virgen e inmaculado soporte con elementales letras y símbolos mal organizados en imperfectas y redundantes frases que, con toda seguridad, no interesarán a nadie, incluyendo, en estos tristes momentos, a mí mismo.

Después, una vez finalizada la lectura y transcurrido un cierto tiempo, los detalles –el cómo, las formas– se difuminan, persisten las platónicas ideas –el qué, el fondo–, va desapareciendo el efecto de la anestesia y empiezo de nuevo a pensar que existen variadas formas de escribir lo mismo y que, visto así, las esterilizantes lecturas excepcionales pueden llegar a ser una fuente de fertilidad. Porque lo que cuenta es la combinación de ambos conceptos, fondo y forma. Esto dignifica la frecuentemente denostada «apariencia» –la forma– frente a la exagerada importancia atribuida a la «esencia» –el fondo–. Y debo reconocer que, por lo menos en la escritura, esta conclusión socava fuertemente mis asentadas convicciones.

Y en estas estamos –leyendo un libro excepcional– cuando vence el plazo autoimpuesto de escribir, al menos, una entrada semanal en este blog. O sea, completamente esterilizado. Pero, paradójicamente, la pantalla no está en blanco. ¿Quiere esto decir que sólo he escrito tonterías que a nadie interesan? Probablemente. Pero no pienso vulnerar mi compromiso. De hecho, no he hecho más que transcribir reflexiones inmediatas, sin apelar en ningún caso a la mayor o menor fertilidad creativa de la que pueda disponer, tarea perfectamente compatible –creo– con mi estéril estado actual. Por lo tanto, lo escrito, escrito está. Sólo falta intentar cerrar dignamente el tema.

Me pregunto: Si una buena lectura afecta, aunque sea temporalmente, a tu capacidad de escribir... oír hablar bien, asistir a una excepcional conferencia, escuchar un excelente discurso ¿afecta a tu capacidad de expresión oral? Evidentemente, no me refiero al corto plazo. Doy por supuesto que, del mismo modo que es altamente dificultoso leer y escribir al mismo tiempo, resulta cuando menos inapropiado –aunque posible– arrancar a hablar en pleno discurso ajeno. Me refiero al medio y largo plazo. Al período en el que, literalmente, te han dejado sin habla. Y creo que las reflexiones sobre la temporal esterilización provocada sobre la escritura son perfectamente extrapolables a la expresión oral. Es más, probablemente, a cualquier expresión artística. En mi caso, aficionado a la música en general y mediocre practicante de guitarra, me encuentro en estado de esterilidad permanente, agravada tras la asistencia a algún concierto particularmente excepcional ejecutado por el(los) virtuoso(s) de turno –léase, por ejemplo, Eagles, Eric Clapton, Joe Bonamassa o Pat Metheny– en especial estado de gracia (que también tienen sus momentos bajos).

Porque nada nos viene de serie. A los efectos del tema tratado, todo nuestro conocimiento proviene de lo leído, lo visto o lo oído –si, lo sé, faltan tres sentidos–. Y, a menos que seas un loro, lo que te queda son las ideas, el fondo. Como mucho, por excepcional que sea, recordarás que te gustaron las formas, que te impactaron notablemente, pero poco más. Por lo tanto, cuando pretendas transmitir conocimiento, siempre deberás poner de tu parte. Es decir, explicarte, ya sea de forma oral o escrita, con tus propias palabras, exprimiendo tus circuitos mentales, desarrollando la esencia de lo aprendido. Y, con toda seguridad, a mayor excepcionalidad, a mayor perfección percibida en el momento de la adquisición del conocimiento, mayor esterilidad inmediata, pero también mayor fertilidad futura. Bienvenida sea pues la esterilización temporal. Sólo se precisa un poco de paciencia para digerir y destilar lo adquirido. En definitiva, para crear tu propia versión. Sin plagios.

Veamos ahora la aplicación de todo lo escrito al restringido dominio de este blog. Si no te comprenden, prueba a explicarte de otra forma, a ser imaginativo. La fertilidad propicia decir –o escribir– lo mismo con otras palabras, con otros giros gramaticales, con un vocabulario menos elitista, menos erudito. Si hace falta, baja tu nivel, la mejor forma de elevarlo*. Incorpora estos principios de actuación a tu ética personal. Explotando tu fertilidad, si logras que te comprendan, la calidad estará garantizada. Si además logras la excelencia, conseguirás esterilizar a tu interlocutor. Le harás sentirse un «enano». Y así seguirá la cadena.

* El tópico «ponerte a su altura» presupone que estás más alto y que bajas tu nivel. En realidad, el resultado es el contrario: siempre que lo haces elevas tu altura moral e intelectual.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Oferta, Dispersión y Libertad (devaluada)

¿Hasta cuándo?
El título expresa las tres fases de un proceso secuencial que, en mi humilde opinión, representa una amenaza a la que no se le presta la debida atención. Y entre las diversas causas, se me antoja como la más importante, la defensa y aplicación indiscriminada, simplificadora y superficial de un principio indiscutible a nivel conceptual: «a más oferta, más libertad», olvidando los acompañamientos y condicionantes necesarios para garantizar la bondad de tan fundamental principio. Y aquí es donde nos topamos, por discrepancia, con el dogmatismo, el buenismo, el progresismo y con toda una larga serie de ismos –excepción hecha del racionalismo y el escepticismo– que se pueden resumir en el formalismo de lo «políticamente correcto». Y este topetazo, normalmente se identifica con la adjudicación de la etiqueta de conservador, autoritario o, simplemente, «facha».

Justifiquemos un poco el porqué del tema de hoy. Su origen debo atribuirlo a una frase leída en La Vanguardia del miércoles 18-09-2013 incluida en el artículo de Ignacio Orivio «Sabios para qué», en el que se reflexionaba sobre el reciente fallecimiento de Martín de Riquer. La frase –de hecho, el subtítulo– es: «De cómo la desaparición de eruditos como Riquer va dejando la cultura en manos de la wiki». Y destaco unas preguntas –éstas ya del propio artículo–: «¿Teniéndolo todo (todo) en el smartphone, son necesarios, o útiles, o tienen sentido sabios como Riquer? ¿Sirve para algo saber cosas, hacer el esfuerzo de leerlas, memorizarlas, asimilarlas, digerirlas? ¿O bien, "para qué" si están al alcance de todo pulgar?». Más perlas del artículo: «Google es el infinito. Pero el infinito es cero. La información pura no dice nada... La figura clave es el maestro. El que te dice por qué ventana debes mirar. Sin ventana no hay paisaje» (Jaume Vallcorba, editor de Riquer) y «Es habitual que los estudiantes aporten como propias frases de Google... Estamos rodeados de gigas de memoria digital pero nadie recuerda nada. Cualquier persona culta del siglo XV tenía miles de datos en su cerebro» (Meritxell Simó, discípula de Riquer).

Obviamente, el artículo citado se refiere de forma exclusiva y magistral a la relación entre oferta de información y conocimiento, sin relacionarla en ningún caso con la libertad. Pero creo que, a través de la cultura, la tiene. Y, apoyándome en él, voy a explicarme.

Un aumento desaforado de la oferta cultural e informativa caracterizado por su acceso indiscriminado («al alcance de todo pulgar») e inmediato tiene un efecto devastador sobre la utilidad y, consecuentemente, la necesidad de almacenar conocimiento en nuestras neuronas. La disposición inmediata de información de cualquier índole –sin garantía alguna de autenticidad, por supuesto– debilita nuestras defensas ante la superchería y proporciona una falsa ilusión de libertad, agravada por la falta de criterio de selección característica de la pseudocultura universal a la que nos dirigimos (o nos dirigen). Esta inflación cuantitativa de oferta, caracterizada también por una devaluación cualitativa, es la causa de la dispersión a la que se somete la atención del personal, dispersión que, por su volumen, afecta directamente a la libertad de elección. Demasiado para elegir. Enormes probabilidades de no elegir lo correcto. Aunque nos lo parezca. En suma, libertad ficticia.

Por otra parte, este exceso de oferta es también el responsable de tenernos siempre entretenidos con estímulos externos de fácil y gratuita adquisición –generalmente dinámicos y visuales–, minimizando la necesaria y enriquecedora introspección, ejercicio en completo desuso. Recuerdo cuando sólo teníamos una cadena de TV. La cosa era fácil: si no te gustaba, apagabas la tele y te ponías a leer un libro, libro que, por supuesto, habías comprado (práctica también en desuso) en una librería porque, ejerciendo tu libertad de elección, lo deseabas leer. Nada que ver con el zapping. Siempre hay algo que merece tu atención –bien que lo saben las cadenas de TV– y aquí nos quedamos embobados, eligiendo realmente lo que ellas quieren. ¿Ésto es libertad? Digamos que sí, pero de baja calidad. Libertad devaluada. ¿Quiere esto decir que defiendo regresar a la prehistoria televisiva? En absoluto. Defiendo exacerbar el criterio de selección, puesto a prueba por la cancerígena oferta que limita nuestra libertad por exceso. La verdad, no sé como hacerlo, pero sería bueno que quienes tienen responsabilidades –no sé si capacidad– sobre la educación, le concedieran a este tema prioridad absoluta. En caso contrario, la libertad de elección desaparecerá. Toda elección será instintiva y reactiva ante un estímulo, no meditada ni racional. Cuestión de «apretar el pulgar». Y esto es característico de los animales no racionales. Tampoco les va demasiado mal, pero como especie humana, me rebelo. Reivindico más y mejor educación, más y mejor cultura. Sin dogmatismos. Sin partidismos. Oferta no es sinónimo de libertad. La ecuación correcta es: «a más cultura, más libertad». Pero... ¿interesa?

Dispersión. Este es el mal causado por la exagerada oferta. No hay más que mirar a nuestro alrededor. Todos –muchos– tecleando el smartphone, nuestros niños –y no tan niños– clavados ante sus juegos, nosotros abonados a Google o Wikipedia, por no citar las omnipresentes redes sociales, ahora favorecidas por la atención de los medios (prensa, radio y tv), cientos de canales y acceso a internet en las smartTV, fútbol a diario, estrenos de cine que sólo se mantienen una semana, innovación continua de artefactos tecnológicos y de camisetas de fútbol, obsolescencia programada, despilfarro cultural y material, etc. Tanta oferta que provoca frustración porque hay demasiadas cosas que te gustan, demasiadas cosas –todo– que querrías hacer –o tener– a la vez y no puedes. Y si, haciendo gala de un extraño criterio racional de selección y de asignación de prioridades, grabas espacios audiovisuales, caes en la cuenta de que el día sólo tiene 24 horas. Menudo descubrimiento. A pesar de que algunos mutantes han desarrollado la insólita capacidad de leer mientras miran la TV, escuchan música y atienden a la lavadora. Ignoro si además piensan. Suerte que tienen.

¿Soluciones? Me temo que no existen. No se limitará la oferta. No habrá marcha atrás. Y si la hay será debido a una catástrofe no deseada que nos relegue a la condición de cavernícolas. No sé que es peor. Pero mientras, los que lo tengan, que apliquen adecuadamente el criterio, lo que, inmersos en el entorno, no resulta fácil. Pensar antes. Planificar. Escoger adecuada y razonablemente. Apliquemos el sabio dicho popular «lo mejor es enemigo de lo bueno». Con esto –creo– seremos más libres. Mejor dicho, nuestra libertad será de mayor calidad (hoy, mejor no hablar de excelencia); utopías fuera). Y los que no lo tengan... serán también libres. Pero menos.

«Poder hacerlo todo equivale, en la práctica, a (no) poder hacer nada».

miércoles, 18 de septiembre de 2013

YA somos iguales...

Este escrito –publicado anteriormente en Revista de Microfilosofía y puesto de nuevo de actualidad por la recurrente cotidianeidad política– pretende plantear una réplica común a dos posiciones intelectuales diferenciadas y contrapuestas relacionadas con la conciencia colectiva llevada a sus últimas consecuencias, la conciencia única: Defensa o Combate; Acelerador o Freno; Fomento o Sabotaje.

La individualidad, sinónimo de diversidad.
En la acelerada dinámica –mejor, torbellino– en que nos sume el devenir actual de nuestra existencia, se aprecian determinadas entradas que apuntan a una normalización de la conciencia o identidad, a una esterilización del pensamiento individual en favor de su disolución, como un azucarillo, en una sopa mental común, brebaje único sobre el que los pensadores –ya sean de salón o de pedigree contrastado– no se ponen de acuerdo: para los detractores se ve como el mayor de los males y para sus defensores como la solución a todos nuestros problemas.

Estas entradas son de dos tipos: externas o internas. Entre las externas destacan la globalización imparable –diríase que cuenta con vida propia– y su consecuencia lógica, la multiculturalidad, difícilmente controlable desde una posición individual, más allá del papel de espectador pasivo y sufridor activo. De esta entrada es fiel reflejo la siguiente cuestión, planteada por una buena amiga «virtual», María Diz, cuestión que, aunque limitada al ámbito de la política local, es perfectamente escalable y que, debo reconocer, ha sido el catalizador de este escrito:

«¿En un mundo globalizado hay que perder la identidad individual para diluirse en lo amorfo de los términos como conservador, progresista, derecha, izquierda ...?».

Esta entrada externa –a diferencia de la interna, como veremos más adelante– la podríamos definir como inevitable, como «impuesta por las circunstancias», causada por una nube de hechos que podrían resumirse en dos conceptos: el «progreso» tecnológico y el «regreso» cultural, no necesariamente relacionados. Y sus consecuencias son malas, aceleradamente malas, con un final acusadamente «distópico».

En cambio, la entrada interna es una expectativa, una pretensión, una teoría de imposible verificación, patrocinada por los defensores de la introspección, de la búsqueda del yo –de nuestra identidad– dentro de nosotros mismos, del «conócete a ti mismo» llevado a sus últimas consecuencias, con el pretendido objeto de llegar al conocimiento del Ser absoluto, de la comunión universal con la Verdad, solución, cual bálsamo de Fierabrás, de todos nuestros males. Se podría calificar de una globalización no material, «espiritual» cuyas consecuencias, en contraposición con la entrada externa, son buenas, aceleradamente buenas, pero también, a mi modesto entender, utópicas. Paradójicamente, en esta corriente de pensamiento coinciden creyentes religiosos, agnósticos y ateos, éstos últimos máximos exponentes de inconsistencia intelectual.

En resumen, a esta conciencia colectiva única universal, a esta identidad normalizada, o nos llevamos nosotros mismos –lo que es bueno, bueno– o nos llevan las circunstancias –lo que es malo, malo–. Como vemos, de nuevo enfrentadas Mente y Materia.

Materia

«Polvo eres y en polvo te convertirás» (Génesis, III. 19). Resulta difícil encontrar un texto más antiguo, más físico, menos espiritual y más ajustado al tema de hoy que este proverbio bíblico. Representa una verdad indiscutible subordinada a la única verdad absoluta aplicable a nuestra efímera existencia: la muerte (material, para los creyentes).

Un montón de siglos más tarde, Lawrence Krauss dijo:

"Cada átomo en tu cuerpo vino de una estrella que estalló. Y los átomos de tu mano izquierda probablemente vinieron de una estrella diferente que los de tu mano derecha. Es realmente la cosa más poética que sé de la física: todos somos polvo de estrellas. Tú no podrías estar aquí si estrellas no hubieran estallado, porque los elementos –el carbón, el nitrógeno, el oxígeno, el hierro, todas las cosas que importan para la evolución– no fueron creados al principio del tiempo. Fueron creados en los hornos nucleares de estrellas y la única manera para que terminaran en tu cuerpo es el hecho de que esas estrellas fueron lo suficientemente amables para estallar. Así que olvídense de Jesús. Las estrellas murieron para que pudiéramos estar hoy aquí."(1)

Obvia y notablemente, ambas frases, salvadas las distancias de toda índole, se refieren a lo mismo: polvo, elementos básicos, átomos, ladrillos, en suma. Ciento dieciocho (118) elementos –átomos– distintos, de los cuales, muchos son artificiales y efímeros. Aproximadamente sesenta átomos (60) se encuentran en el cuerpo humano, de los que cuatro (sí, sólo 4: oxígeno, carbono, hidrógeno y nitrógeno) representan el 96%, mayormente en forma de agua. Por lo tanto, a pesar de las apariencias, cuando te miras al espejo cada mañana, al lavarte la cara, deberías recordar que, en el fondo, eres agua, que estás construido por los mismos cuatro (4) ladrillos que cualquiera y que, consecuentemente, eres prácticamente igual que Charlize Theron(2). Pero podemos coger un martillo y romper un átomo. Electrones, protones y neutrones, tres componentes (sólo 3), fundamentalmente iguales entre sí. Y si queremos ir más allá, con un martillo un tanto especial, un martillo cuántico, nos encontramos con doce (sí, sólo 12) partículas elementales –el electrón es una de ellas–, lo que se conoce como el Modelo Estándar. Doce partículas elementales. Esto es todo. Iguales para todo y para todos.

No creo que exista mayor introspección, mayor profunda mirada a nuestro interior que conocer esta realidad, mayor «conocerte a ti mismo» que este conocimiento. Y esto me lleva a la siguiente conclusión utlitarista: para qué reflexionar, especular, temer o promover la globalidad universal si ya nos fundiremos todos cuando muera el cuerpo. Si nuestras –¿nuestras?– doce partículas elementales seguirán existiendo recombinadas aquí o allí, en un nuevo cuerpo o en una piedra, cumpliendo este desiderátum de forma automática sin mayor esfuerzo. En definitiva, si «YA somos iguales».

En cambio, mucho más importante es –pienso– reconocer y reflexionar sobre el misterio de la exuberante diversidad generada por la rigurosa igualdad de las exiguas doce partículas, del que destaca, indudablemente, la vida, y dentro de ella, la vida racional, la Mente.

Mente

Empecemos también con una frase, ésta de Erwing Schrödinger, físico cuántico, premio Nobel en 1933:

«La conciencia no se experimenta en plural, sólo en singular. No sólo nadie ha experimentado más de una conciencia, sino que no existe huella de la evidencia circunstancial de que ello haya ocurrido alguna vez en el mundo».

Esta frase, extraída de su recomendable obra "Mente y Materia", nos sirve de percha para argumentar la improbabilidad de la existencia de una conciencia colectiva, la cual, de existir, debería «ser consciente» –valga la redundancia– de su pluralidad. De no ser así, a pesar de ser, hipotéticamente, clónica de Todas, no podría ser calificada de otra forma que de «individual».

Pero no debemos olvidar que la Mente es el conjunto de procesos cerebrales conscientes, inconscientes y procedimentales. Y que el cerebro es una parte más del cuerpo y que, como tal, en su constitución más íntima, es cualitativamente igual para todo el género humano –excepción hecha de su «musculatura» intelectual, básicamente adquirida(3) y de la degeneración vegetativa–, con sus aproximadamente cien mil millones de neuronas. Y olvidamos también que la Mente, y dentro de ella, los procesos conscientes, el pensamiento, es el último reducto de libertad individual, presente en todas las situaciones humanas, por agresivas y humillantes que éstas sean, y que nada puede ser más alienante que pretender su «normalización», sea con el fin que sea, utópico o distópico, bueno o malo.

Y ya que estamos con la Mente, finalizaremos haciendo uso de ella:

¿Conciencia colectiva? ¿Ser absoluto? ¿Esencia universal? No, gracias. Ya somos iguales. Pero yo soy yo, y a mucha honra.

Por encima de la globalización impuesta (externa) o voluntaria (interna) se sitúa la libertad, la responsabilidad y el mantenimiento de la identidad, en los tres casos, individual. Y la herramienta para estar en este plano superior, para ver la globalidad «mala», la imparable, a la que nos lleva el «progreso», desde arriba y extraer de ella todo lo bueno –que lo tiene–, es la Cultura.

Resulta bochornoso el desconocimiento de la mayoría de las personas de su propio cuerpo y del universo –incluso de su tribu– donde están alojados(4) y las eternas y políticamente sangrientas disquisiciones de la clase dirigente sobre la importancia de una nota de corte o la enseñanza de la religión o del idioma tribal. Si la totalidad(5) del género humano conociera y reconociera su interior, su «yo» más íntimo, el hecho de que todos somos iguales, de que estamos formados por las mismas doce partículas elementales, que somos, fundamentalmente, agua, quizás veríamos al prójimo con otra cara y todo nos iría mejor. Sin necesidad de especulaciones o comuniones identitarias, místicas o esotéricas(6). Porque «YA somos iguales», pero no lo sabemos. Porque no nos lo enseñan. Y esta igualdad es la responsable de la abrumadora diversidad. De nuestra individualidad. Por lo tanto, libertad, responsabilidad, identidad y ejemplo individual. Y asumir la siguiente cita, porque Todo depende de cada uno de nosotros, aunque algunos seamos más iguales que otros. Por favor:

«Las sociedades siempre topan con los mismos bobos, incluso los elegidos democráticamente, ignorando la máxima de que cuando la clase dirigente se vuelve más tonta que la dirigida nos encaminamos inexorablemente al abismo» (Alfredo Abián, vicedirector de La Vanguardia, ¿Es plana la tierra? 27-06-2013).

Notas:
1 - Se reproduce la frase íntegra perteneciente a una conferencia, fácilmente localizable en YouTube, sobre la Nada como origen y final de Todo, dualidad que no comprendo ni comparto y sin efectuar juicios de valor sobre el rotundo argumento ad hominem. Desprovista de este sesgo, define hechos físicos incontrovertibles.
2 - Mala forma de empezar el día.
3 - Obviamos aquí posibles predisposiciones genéticas, propuestas por Howard Gardner en su teoría de las «siete inteligencias».
4 - Ver concursos televisivos.
5 - Dejémoslo en «mayoría». Por lo de las utopías.
6 - Mi experiencia me permite asegurar que cada vez que le he explicado a un niño, o a un adulto ignorante de este conocimiento, la constitución básica de la materia y del cuerpo humano –los ladrillos fundamentales, comunes para todos–, se le ha abierto mucho la boca y ha tardado, también mucho, en cerrarla. Me consta también que la percepción de su propia existencia y del mundo ha cambiado. En cambio –perdón a quien se sienta aludido, maestro o alumno–, mis intentos de llevar a contertulios y amistades a profundas reflexiones sobre preguntas existenciales tales como ¿quién soy yo?, ¿de dónde vengo? o ¿adónde voy? han despertado, generalmente, un gran desinterés e, incluso, grandes bostezos. Se echa en falta utilitarismo –no materialismo– cultural.

martes, 10 de septiembre de 2013

Querencias manipuladas

«La mayor manipulación se da cuando consiguen que quieras lo que ellos quieren (y tú no querías)».

Porque lo consiguen. Por diversos métodos, pero lo consiguen. Y de paso, consiguen la legitimación de lo querido, transfiriendo a tu persona toda responsabilidad sobre las consecuencias –normalmente, buenas para ellos y malas para ti– de esta querencia.

Manipulado (quería seguir sentado)
andando...
Dada la íntima relación del tema con la ética de los sujetos implicados –en especial, la del manipulador–, el amplísimo espectro de actividades donde puede causar estragos –en especial, al manipulado– y la proximidad de acontecimientos que vienen al caso, vamos a dedicar la entrada de hoy a reflexionar un poco sobre esta constante vital, presente en todos nosotros, en mayor o menor grado, en uno u otro papel. Bueno será reconocerlo de partida.

Empezaremos estableciendo las premisas necesarias para poder hablar, en justa aplicación del término, de verdadera manipulación. En primer lugar, el potencial manipulador debe ser consciente de su condición. Es decir, debe tener la intención de doblegar la voluntad del manipulado, llevándola a desear lo que no desea. Porque no se trata de forzarle a aceptar algo no deseado, sino a desear lo no deseado, lo que caracteriza la sofisticada perversión que anida en toda manipulación que se precie.

Un plus de calidad se da cuando el manipulador no cree en lo que predica, caso más frecuente de lo que parece (en especial, en la clase política). Es en este caso cuando el manipulador adquiere su condición de maestro, rebajando a los creyentes a la categoría de simples aficionados, inducidos a fomentar el proselitismo por fuerzas no bastardas de índole natural, pudiéndose argumentar en su descargo que obran –mejor dicho, creen que obran– en beneficio del desnortado manipulado, al que, normalmente, una vez conseguido el objetivo, se refieren como un afortunado «converso».

Establecida la condición –necesaria, pero no suficiente– del impulso consciente, ha llegado el momento de comentar los métodos que caracterizan a la manipulación como tal. En primer lugar se debe tener en cuenta que no existen métodos universales, sino adecuados a las características del objetivo, el cual, no lo olvidemos –de nuevo, especialmente, en el ámbito político–, puede ser colectivo, lo que establece una relación cualitativa directa con su condición ética, cultural o intelectual. Dicho esto, en la primera posición del ranking se encuentran los métodos indetectables para el manipulado. La principal justificación de esta premisa de indetectabilidad reside en la propia condición humana, la cual, mayormente y de forma casi automática, rechaza que nos digan lo que tenemos que hacer. Esto implica utilizar una depurada técnica basada en mensajes subliminales que calan sin huella inmediata, pero que, por dosis acumulativa –ya tenemos el segundo método (éste general): la reiteración–, van minando inadvertidamente la voluntad del potencial manipulado.

Cuando, por dificultad real –extremada resistencia, cultura o sensibilidad del objetivo– o por incompetencia del manipulador, no es posible el mensaje subliminal, es necesario jugar la carta de la promesa de beneficios y ventajas sin fin, haciendo llamada a los elementales instintos primarios –no necesariamente perversos, como el de supervivencia– inherentes a la especie humana. La receptividad varía, pero, en principio, la ventana está abierta, y, en este caso, su cierre depende de la habilidad del manipulador. Por descontado, la veracidad –total o parcial– del argumento resulta del todo punto irrelevante, siendo lo único importante que «suene bien» y que se base en «conceptos» cuanto más generales y ambiguos, mejor. La clave reside en no propiciar análisis racional alguno. Ejemplos paradigmáticos (extraídos del mundo real) son: «nos roban», «ganaremos más» o «pagaremos menos». En el extremo detallista puede llegarse hasta el «viviremos más y mejor» por contar con «mejor sanidad» (no consta la promesa de «parecernos a George Clooney o a Charlize Theron», pero todo llegará).

Por insólito que parezca, estos métodos, aplicados con una reiteración obsesiva, consiguen un notable éxito, que va llevando, quizá por agotamiento, a la rendición del manipulado, quien finaliza el proceso convencido de la bondad de los argumentos exhibidos por el manipulador, al que, desde este momento y en los casos colectivos, reconoce como líder o «pastor del rebaño». Como se ha comentado anteriormente, se da también la circunstancia de que la conversión se ha producido de forma voluntaria e interesada, pasando al primer plano de interés la propia querencia, la cual cobra vida propia al margen del instigador. Llegado a este punto, el manipulado no es consciente del hecho y negará hasta la extenuación la existencia de manipulación alguna, lo que libera al manipulador de toda responsabilidad.

Ni que decir tiene que estas reflexiones, más allá del indudable tufillo político que destilan(1), son de aplicación a cualquier ámbito, sea personal, familiar, social o religioso y que deben ser leídas con mentalidad abierta, con la seguridad de que todos hemos protagonizado, en algún momento de la vida, ambos papeles. Tal y como se ha defendido en múltiples entradas de este blog, la ética colectiva, como tal, no existe, pues es siempre el reflejo estadístico de la ética personal de cada individuo, por lo que no consideramos adecuada la generalización de conductas. Esto viene a cuento, particularmente, por la extendida opinión que se tiene de la clase política, a la que los no se consideran «manipulados» califican, entre otras muchas lindezas, de «manipuladora». Nada más lejos de la realidad. Olvidan que, como hemos dicho, no sentirse «manipulado» es precisamente una prueba de manipulación. Y respecto a los «manipuladores» (sean del tipo que sean), el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Mañana, en la tribu, podremos (todos) hacer prácticas. Manipulación de calidad y excelente. Y paradójicamente, según se ha dicho, quien se sienta manipulado –yo mismo–, probablemente, no lo estará tanto.

1 - Me he abstenido conscientemente tanto de calificar la manipulación de «propaganda» como de recurrir al tópico de citar al personajillo de Goebbels como arquetipo histórico, a pesar de que alguna de mis reflexiones pueda –erróneamente– parecer inspirada en sus métodos y técnicas (interesados, consultar Wikipedia). Sinceramente, no estamos tan mal.