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sábado, 28 de junio de 2014

La insoportable «complejidad» de una smartGate (II)

La insoportable complejidad de una smartGate (I)
Nota aclaratoria inicial: La re-lectura del título —obligada en cuanto estoy empezando a escribir esta segunda parte y me encuentro ante un blanco total— me lleva a dudar de la adecuada utilización del término «complejidad», el cual reconozco puede ser fuente de falsas interpretaciones, en especial por su inconsistencia con la elemental «simplicidad» tecnológica que representa cualquier smartGate. Aclaremos pues que la utilización del término, además de encerrar una ligera componente irónica, se refiere a su comportamiento, en especial a su errática y aleatoria imprevisibilidad. Para paliar en parte esta inconsistencia, entrecomillo el término. Definitiva, conceptual y estéticamente, queda mejor. 
Nos quedamos ayer en la reducción del 33,33...% del factor humano como paso previo a la solución final, que no es otra que la automatización absoluta del sistema. Sigamos con el relato:

Siguió a esta medida un período bastante largo en el que los usuarios tuvimos que convivir con obras de infraestuctura relativamente molestas entre las que destaco la práctica de numerosas regatas en el suelo con objeto de alojar cables eléctricos y bucles de inducción, bases de obra para sustentar las torres de interfaz con el usuario, el repintado de las plazas —por descontado, maximizando su número y minimizando su área, es decir, optimizando— y el pintado de flechas estableciendo la dirección única de circulación. Todo esto, convenientemente agravado con el lógico y humano desapego —cuando no resistencia activa o pasiva— de los dos vigilantes supervivientes (1).
Finalizado el período de obras la situación quedó así:
  • Desaparición del teatro de operaciones de los dos vigilantes;
  • Motorización de la antigua puerta metálica (2) de acceso a/desde la calle;
  • Barrera estándar de parking en el interior;
  • Una smartCard contactless para cada usuario abonado;
  • Dos torres de control e interfaz con el usuario, cuyo aspecto parecía inspirado en Star Wars o 2001 Space Oddysey, dispensadoras de tickets para el público general y sensores de proximidad para las smartCards;
  • Un software pretendidamente smart para controlar todo el cotarro.
Y con esto empezó realmente la pesadilla. Empezaré con una descripción de la funcionalidad que en mi ingenua y básica mentalidad tecnica debía quedar garantizada:
  • Al acercar la smartCard al intimidante círculo de leds ultrablancos en cualquiera de las 2 torres: a) si estaba cerrada, abrir la smartGate (rotación de 90º en el plano horizontal); b) si la smartGate estaba abierta (3), no hacer nada; c) levantar la barrera (rotación de 90º en el plano vertical).
  • Una vez superados ambos obstáculos, cerrar la smartGate y bajar la barrera;
  • Llevar el recuento de plazas disponibles para el parking público, lo que implica sumar las entradas y restar las salidas, a partir de la situación inicial o de inventarios físicos periódicos y la correspondiente actualización de la ocupación real (4) y el no overbooking de plazas reservadas para el Hotel.
El ojo de HAL ¿Miopía o perversidad?
Pues bien, a los pocos días de la inauguración del smartParking, en una salida, tras observar extrañado que la smartGate metálica estaba abierta, acerqué la smartCard al intermitente y expectante círculo luminoso  (5) y observé perplejo la apertura de la barrera y el cierre simultáneo de la smartGate. No me lo podía creer. Tras verificar mi humana soledad frente al infortunio, pulsé el botón de pánico de la torre sin obtener respuesta. Entonces, retiré el vehículo del paso, maniobra que bajó la barrera pero dejó cerrada la smartGate, me acerqué a los barrotes con un incipiente complejo de encarcelado y comprobé que, afortunadamente, el pestillo de cierre podía abrirse manualmente y que la puerta no estaba embragada con el servomecanismo, por lo que, con algo de esfuerzo, la pude abrir, dirigiéndome a la recepción del Hotel para explicar la absurda disfunción detectada. Supongo que el resumen de mi intervención, que tuvo que esperar pacientemente la atención a varios turistas foráneos, concretado en un escueto y conciso «una puerta abierta no se debería cerrar cuando quieres salir», me hizo merecer una mirada de escéptica conmiseración y un serio y circunspecto requerimiento de mayores explicaciones, el cual atendí con una dosis considerable de autocontrol. Tras tomar buena nota y acompañarme al lugar de los hechos, donde la puerta metálica permanecía como la había dejado, repetí la operación y entonces todo funcionó perfectamente (la smartGate permaneció impávidamente abierta mientras se levantaba la barrera), lo que me hizo quedar como un verdadero idiota, abandonando humillado el lugar, pudiendo verificar que a mi espalda ambos obstáculos se cerraron correctamente, acompañados de unos leves chirridos que, en ese momento, me sonaron a pedorreta contenida.

Por no aburrir, este hecho persiste con una aleatoriedad insultante, entres o salgas. La smartGate parece tener vida propia. En ocasiones, sin causa aparente, permanece abierta tras la entrada o salida de un vehículo, pero no siempre se te cierra en las narices. De hecho, hacía bastante tiempo que lo verdaderamente grave, el atentado a la inteligencia que representa una funcionalidad absolutamente opuesta a la lógica, no se manifestaba, hasta el punto que ingenuamente llegué a pensar había sido resuelto. Pero ayer, al intentar entrar, volvió a suceder. Y esto es lo que me ha llevado a esta, ya demasiado extensa, introducción a la reflexión o moraleja de la fábula, reflexión que entra de lleno en el alcance del blog.

Hemos perdido tres puestos de trabajo y a cambio hemos ganado una puerta que hace lo que le da la gana. Una puerta que cuando quieres entrar o salir te lo impide, pero no por inacción, sino por acción inversa, perversa y malévola. Un sistema presuntamente inteligente que, por no saber, no sabe ni sumar, porque en ocasiones, te permite la entrada y resulta que no hay plaza. Un atentado a la Ética sin ninguna Calidad ni Excelencia. Y no achaco la responsabilidad a la "smartificación" de los artefactos tecnológicos. Se la achaco al humano, cada vez más smartMan pero menos inteligente y responsable. Se la achaco, en primer término, a los teóricamente responsabilizados del escaso soporte humano al sistema, a su pasotismo y a su incapacidad  manifiesta para asumir la existencia de un problema y, en origen, a la absoluta incompetencia del diseñador de este fiasco muy "tecno" pero nada "lógico".

Me pregunto, si esto sucede con una simple puerta, qué puede suceder con sistemas verdaderamente complejos. Por incapacidad o incompetencia o por la perversidad consciente en sus objetivos, por ejemplo, en la recogida y tratamiento de datos personales y en la utilización interesada de la información derivada. Cualquier cosa, menos buena.

Notas:
  1. Era práctica habitual ayudar al cliente —normalmente no tocado de mono de trabajo— tanto a aparcar como a extraer el vehículo de las ya entonces exiguas plazas, llegando incluso, conociendo sus hábitos, a situar el mismo en las proximidades de la salida.
  2. Para más detalles: puerta metálica de barrotes pivotante de simple hoja.
  3. Misteriosamente, en ocasiones, la puerta metálica se mantenía abierta durante largos períodos de tiempo.
  4. En honor de la verdad, se debe hacer constar que la "smartificación" del sistema no llegaba a disponer de sensores de ocupación de plaza.
  5. La detección del vehículo frente a la torre siempre ha funcionado y se manifiesta con la activación de un festival luminoso en el que destaca de forma exagerada la intermitencia del círculo, cual ojo de HAL apremiante.

viernes, 27 de junio de 2014

La insoportable complejidad de una smartGate (I)

Pizarra no-smart, probablemente usada en el diseño de la smartGate
«Se debe hacer todo tan sencillo como sea posible, pero no más sencillo» (1) 

Hoy me ha vuelto a suceder. Hoy he vuelto a experimentar la impotencia frente a una realidad que te supera, la absoluta imposibilidad de comprender la enorme complejidad que se puede esconder en lo simple —puntualicemos, en lo que a mi me parece simple—, la confirmación de que existen realidades paralelas a las que nunca tendremos acceso, la necesidad práctica de aceptar las cosas tal como vienen porque no está en tu mano cambiarlas, qué digo cambiarlas, influir mínimamente en su peculiar e imprevisible comportamiento, algo que, por otra parte, me está bien merecido, dada mi condición de impenitente defensor de la incertidumbre como única verdad absoluta, excepción hecha de la última, de la definitiva bajada de telón de la función en la que actuamos como protagonistas.

Pero este convencimiento no impide mi frustración frente a determinadas situaciones —y ésta, por su compleja simplicidad, es paradigmática— que escapan a mi comprensión, probablemente en una reacción inconsciente de mi instinto de supervivencia intelectual, necesitado de un nivel básico de baldosas estables sobre las que sostenerse, a pesar de que, con el paso del tiempo y el consiguiente aumento de experiencia, mi catálogo de "verdades" es cada vez más corto y elemental (2).

Desvelaré que me estoy refiriendo a la smartGate de un parking —vulgo, puerta “inteligente” de garaje (3)—, algo que, por su propia esencia y función, debería ser el arquetipo de la simplicidad, de lo binario, un abrirse y cerrarse on demand, para dejar entrar o salir, principalmente, a los smartCars, con la ayuda de una práctica smartCard, dotada, por descontado, de tecnología contactless. Y quizá en esta omnipresencia de lo smart, en esta materialización de la espiritual e inaprensible inteligencia, en la ausencia de factor humano, incluso de contacto físico a modo de "misteriosa acción fantasmal a distancia" (4), se encuentre la clave de todo. Veamos cuál es la historia.

Erase una vez un prosaico y vulgar garaje con puerta manual y vigilantes de carne y hueso que funcionaba razonablemente bien. La puerta permanecía abierta durante el día y se mantenía cerrada durante la noche, aunque el vigilante nocturno la abría puntualmente en respuesta a las luces, ruido del motor o, en último término, al timbre dispuesto a tal efecto —supongo que el estímulo desencadenante dependía del estado de vigilia del humano, al cual, además de un camastro, se le permitía, como única concesión tecnológica, un pequeño televisor portátil con el que animar un tanto sus aburridas y solitarias noches—. Como se puede suponer, un arreglo de este tipo requería (5) de una simple y económica puerta —no smart— y de tres seres humanos a ocho horas por turno, configuración elemental con la que quedaba garantizada una eficacia (o calidad) del 100%, aunque saltaba a la vista que la eficiencia (o excelencia) económica era más que mejorable. Y, claro está, se pusieron a ello.

La primera medida fue prescindir del humano nocturno a dedicación plena, lo cual, además de un ahorro sustancial, aportó, como efecto positivo colateral, la desaparición del camastro y de la pequeña tele. Es de justicia resaltar que, a diferencia del impacto letal sobre el amortizado vigilante, la nueva configuración nocturna resultó neutra para la clientela, ya que la funcionalidad  permaneció intacta, si exceptuamos la ligeramente incómoda variante de tener que tocar siempre el timbre para alertar al nuevo portero, recepcionista de guardia en el Hotel al que pertenece el garaje, el cual, hasta este momento, alojaba en amigable y práctica convivencia (5), tanto vehículos particulares en régimen de alquiler —mi caso—  como vehículos de clientes. Pero ahí no quedó todo. Indudablemente, los planes de optimización seguían su inapelable curso, como indicaba claramente el rostro preocupado y las veladas quejas de los dos humanos supervivientes del primer corte.

Continuará...

Notas:
  1. Frase de Albert Einstein (probablemente, lo entendieron al revés).
  2. Prácticamente, ya sólo me queda la tabla de sumar.
  3. A partir de aquí utilizo para los términos tecnológicos la terminología cool tan en boga en todos los ámbitos.
  4. Einstein dixit, refiriéndose al esquivo entrelazamiento cuántico.
  5. Nótese el tiempo pasado.

miércoles, 18 de junio de 2014

Análisis y/o Síntesis

«Paradójicamente, alejarse es acercarse», vulgo (acepción 4) «Los árboles te impiden ver el bosque».


análisis.
(Del gr. ἀνάλυσις).
1. m. Distinción y separación de las partes de un todo hasta llegar a conocer sus principios o elementos.
síntesis.
(Del lat. Synthĕsis, y este del gr. σύνθεσις).
1. f. Composición de un todo por la reunión de sus partes.
2. f. Suma y compendio de una materia u otra cosa.
vulgo.
(Del lat. vulgus).
1. m. El común de la gente popular.
2. m. Conjunto de las personas que en cada materia no conocen más que la parte superficial.
3. m. germ. Mancebía (‖ casa de prostitución).
4. adv. m. vulgarmente (‖ comúnmente).

Y con esto —y con la ayuda inestimable del DRAE—, que creo resuelve con claridad el dilema planteado en el título, ya podríamos terminar. Pero voy a analizar un poco más el tema, con un enfoque especial en el vulgo, aunque en esta ocasión en su acepción 2.

El antecedente inmediato de esta entrada es, precisamente, un análisis publicado sobre un documento —cuyo contenido no es relevante aquí y ahora—, publicación que generó, como réplica o refutación, un análisis del análisis y como crítica constructiva, la contraposición del pensamiento analítico (es decir, el mío) con el sintético (es decir, el del crítico). En honor de la verdad, debo decir que se trata de dos personas distintas.

Puestos ya en materia, empezaré con el análisis del análisis. En mi opinión, cuando alguien desea refutar un análisis, lo que tiene que hacer es contraponer el suyo propio. Por lo menos, esto es lo que yo haría. Empezar de cero y proponer el mío, sin hacer mención ni referencia alguna al análisis que creo errado. Esta es la posición correcta, en especial, si el autor del análisis objeto de refutación (en este caso, yo) ha dejado muy claro de entrada que no desea polémica sino estimular análisis alternativos. Cuando se actúa de esta forma, que me parece una acción cómoda y seguidista absolutamente exenta de creatividad, uno se expone a ser objeto de un análisis al cubo (análisis de tu análisis del análisis), juego iterativo que, por estéril, me abstuve de practicar. En cualquier caso, esta primera consecuencia de mi análisis la considero absolutamente anecdótica y carente de valor, si la comparamos con la segunda, representada por  la contraposición conceptual de análisis y síntesis.

Empezaré por el final, declarando que me inclino por la conjunción copulativa (y) y descarto la disyuntiva (o). Y además, en el orden citado: primero análisis y después síntesis, lo cual no quiere decir en absoluto que siempre deban darse ambos en secuencia temporal continua. Lo que quiero decir es que no puede existir síntesis (composición de un todo por la reunión de sus partes) sin análisis (distinción y separación de las partes de un todo hasta llegar a conocer sus principios o elementos). Y que quien actúa de forma distinta, entra en categoría de vulgo, es decir, del conjunto de las personas que en cada materia no conocen más que la parte superficial.

En síntesis, «es imposible reunir las partes de algo sin conocerlas». Así de simple. Por lo tanto creo que todos somos a la vez, aunque en distinto grado, analíticos y sintéticos. Y los que lo niegan, los que se adscriben sin matices a una u otra categoría, pertenecen también a la negada, aunque de forma inconsciente. Y esta última proposición conduce inevitablemente a las conclusiones:

Un buen análisis es garantía de éxito, tanto en la toma de decisiones como en adquirir conocimiento en cualquier tema. Y este análisis —que siempre existe— debe ser consciente y racional, lo que tampoco quiere decir eterno, sino práctico, es decir orientado a un fin concreto. Creo que es un principio de calidad digno de incorporar a nuestra ética. En mi caso, me considero principalmente analítico, y dejo lo sintético para cuando hace falta.

 «Es bueno tener la mente abierta, pero no tanto como para que se te caiga el cerebro» (Richard Feynman).

«El exceso de análisis conduce a la parálisis» (aforismo que tengo gastado, del cual ignoro la fuente concreta, aunque lo atribuyo a uno de mis excelentes profesores).

jueves, 12 de junio de 2014

Compromiso no es Intención

«A los efectos de poseer conocimientos, es mucho mejor estar en el error que en la confusión. El error te permite rectificar si te convencen nuevos argumentos. En cambio, la confusión implica siempre un desorden mental que te recluye en un laberinto sin salida.» (Francesc de Carreras)(1).

Esta es la imagen del verdadero compromiso
Las causas que llevan a una publicación pueden ser varias, pero creo que se pueden resumir en dos: a) introspección pura, y en este caso resulta casi imposible establecer el origen real de la misma, y b) un hecho desencadenante, circunstancia en la que hoy me encuentro y que agradezco, porque me evita el estrés de convocar a las musas y esperar a que llegue la inspiración.

El hecho desencadenante ha sido una afirmación vertida por mi interlocutor en el curso de un debate virtual sobre un tema que no viene al caso, porque lo verdaderamente determinante es el propio hecho de mi participación, vulnerando lo que creía un compromiso (2) cuando en realidad se trataba de una intención. Y con esta introducción creo que queda claro que, para mí, ambos términos no son lo mismo.

Y esto es lo que mantenía mi interlocutor, el cual, refutando mi opinión señalando la debilidad de manifestar la intención frente a declarar el compromiso, argumentaba que eran sinónimos. Y para ello, recurría al diccionario, de la siguiente guisa:

«Recurramos a la RAE como Germán hace con la palabra “manifiesto”
intención.
(Del lat. intentĭo, -ōnis).
1. f. Determinación de la voluntad en orden a un fin.»

Y concluye:

«Intención, determinación, compromiso… son sinónimos.»

Como se puede apreciar, reforzaba su argumento con un pretendidamente equitativo «como hace Germán», argumento que no veo que soporte realmente su conclusión, porque lo de que son sinónimos no lo dice la RAE, lo dice él. En cualquier caso, esto, por la debilidad de la argumentación (3), no es lo realmente importante. Lo realmente importante es la omisión en su análisis de lo que dice la RAE del término «compromiso», que es precisamente ésto:

compromiso.
(Del lat. compromissum).
1. m. Obligación contraída.
2. m. Palabra dada.

De lo que se deduce que, según mi interlocutor, la «determinación de la voluntad con respecto a un fin» es sinónimo de una «obligación contraída» o de una «palabra dada». Pues para mí, no lo son (4).

Pero quiero dejar muy claro que esta publicación no trata, cual un Mourinho cualquiera, de meter el dedo en el ojo a mi oponente, sino de profundizar en la enorme diferencia existente entre ambos términos y en la facilidad con la que, aun quien tiene las cosas claras, puede caer en la trampa, como ha sido mi caso.

Siempre he definido la ética como la colección de compromisos adoptados con el entorno próximo y lejano, lo que deja meridianamente clara la importancia que le concedo al término. Porque la ética se nutre de compromisos, no de intenciones, porque «de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno»(5). Pienso honestamente que declarar tener intención de hacer algo es una proposición débil, que deja siempre vías de escape o justificación para no hacer ese algo. Convenientemente justificado, claro. No siempre de forma premeditada —aunque creo que la mayoría de políticos comen aparte—, pero, qué duda cabe que una declaración de intenciones es más cómoda que una declaración de compromisos.

Porque es muy distinto declarar un compromiso y no cumplirlo que el hecho de no cumplir una intención, porque, volviendo a la RAE —atento interlocutor, si lees este artículo—, siempre tenemos la coartada de argumentar que el fin ha cambiado (6). En cambio, el compromiso es incondicional. Y de esto se deduce también que existe una condición, sólo una, para que se puede defender su similitud: que el fin al que se aplica la intención sea berroqueño e inamovible. En cualquier caso, para qué complicarlo: Compromiso no es Intención.

Por lo tanto, llenemos nuestra ética de compromisos, no de intenciones. Y si el compromiso no se cumple, aceptemos las consecuencias. Porque tanto si el compromiso ha sido externo como interno, las tendrá. Y no olvidemos que la Calidad es el grado de cumplimiento de nuestros compromisos, no de nuestras intenciones. Y que la Excelencia representa hacerlo de la forma más sencilla, sin exteriorización, sin exigencia de medallas ni reconocimientos.

Y no me gustaría terminar sin hacer referencia a una definición paradigmática de lo que significa comprometerse. Hace ya muchos años, en uno de los primeros seminarios a los que asistí como ingeniero, se nos hizo a los bisoños asistentes esta pregunta:

En un plato de huevos fritos con jamón, ¿quién está más comprometido, la gallina o el cerdo? 

Tras risas y murmullos, surgieron respuestas discrepantes. Entonces llegó la solución por parte del ponente:

La gallina está simplemente «involucrada», pero quien está verdaderamente «comprometido» es el cerdo(7).

Notas:
  1. No es la primera vez que utilizo esta frase, pero creo que en pocas ocasiones habrá estado más justificada.
  2. Decidí tiempo ha —tomé el compromiso— no participar más en debates virtuales, tras llegar a la conclusión de la enorme dificultad (implícita y forzada) de establecer una verdadera comunicación.
  3. Que digo debilidad, ausencia.
  4. En este punto, comprendí que era una pérdida de tiempo continuar con el debate y, con el mayor de los respetos, lo abandoné, con lo que reafirmo mi compromiso.
  5. Anónimo.
  6. Excusa de mal pagador.
  7. Yo, normalmente, prefiero ser cerdo a gallina.

domingo, 8 de junio de 2014

Abstención «ejecutiva», Libertad y Responsabilidad

«Lo peor que podemos hacer los que nos inventamos las mentiras es creérnoslas». 

La lectura de esta frase en un excelente artículo de Gregorio Morán en relación con la Madre de Todas las Noticias me ha hecho reflexionar sobre los tres conceptos que titulan este artículo, quizá activados en mi memoria por la recurrrencia con la que determinadas fuerzas políticas reclaman una consulta popular sobre la forma del estado.

Con frecuencia caemos en la tentación de practicar un discurso ejemplarizante mediante el cual intentamos justificar el popular aforismo, atribuido a Winston Churchill, de que «todo pueblo tiene los gobernantes que se merece». Y cuando lo hacemos, por el mero hecho de hacerlo, abjuramos implícitamente de responsabilidad alguna en ello, en una suerte de coartada o blindaje para nuestra ética —quizá en este caso sería mejor hablar de ego—, atribuyéndonos el papel de bichos raros, de excepciones estadísticas que confirman la regla, es decir, el aforismo, olvidando que si preguntásemos, nadie aceptaría de buen grado su condición de borrego (facción ecológico-naturalista) o de robot tele-dirigido (facción tecnológica), lo que nos lleva a concluir que, en realidad, somos miembros normales de un universo muy poco estadístico, compuesto en su totalidad por ciudadanos que, pretendidamente, se tienen a sí mismos como libres y responsables.

Ya me está bien... ¡Pero quiero que TODO siga igual!
Y es que, a pesar de contravenir nuestras convicciones más intimas, nuestra pretendida condición de poseedores de certezas absolutas —por lo menos, en el tema que nos ocupa—, nuestra elitista y distante actitud producto de nuestra envidiable clarividencia, no hace más que abonar la veracidad del aforismo. Y esto es porque la postura que defienden estos privilegiados del conocimiento frente a las consultas a la ciudadanía es la abstención, eso sí, convenientemente vestida como abstención «consciente» o, mejor aún, «racional», en un perverso intento de distanciarse del pobre rebaño que se mantiene en su miserable reducto de ignorancia o indiferencia. Yo mismo era un defensor impenitente y radical de esta posición (ver «La inacción activa»), si bien —en mi defensa— con el objetivo ejemplarizante de extender este no-voto a todo el electorado, en un utópico nadie-vota-a-nadie, el cual, se supone, actuaría de revulsivo definitivo. Ya no pienso así. He cambiado de utopía y ahora participo, es decir, voto. Pero éste es otro tema, que no viene ahora al caso. Lo que interesa es no perder el hilo del título. Y aviso que lo que sigue tiene mucho de política-ficción, porque se va a centrar en lo que llamaré abstención «ejecutiva», lo que, en cierto modo, no es más que una forma especialmente radical de «inacción activa».

Todos estaremos de acuerdo en el dicho popular «el que calla otorga» y en que, según se dice, la principal consecuencia de la abstención es que las cosas «sigan como estaban» porque a los que no votan, la cosa «ya les está bien». Pero nada más alejado de la realidad. En la mayoría de ocasiones —un ejemplo caliente lo tenemos en las recientes elecciones europeas—, la abstención es responsable de cambios notables en la aritmética parlamentaria y, consecuentemente, en el equilibrio del poder real, lo que puede provocar consecuencias políticamente sísmicas, tales como, también se dice, la abdicación de un rey.

Pero claro está, la falta de reglamentación de las consecuencias de la abstención, hace de éstas mismas algo aleatorio e imprevisible, lo que, en mi modesta opinión, confiere al sistema un grado de inestabilidad absolutamente inaceptable. Por todo ello, abogo por una institucionalización electoral de la abstención, que se puede resumir en garantizar la correcta y estricta aplicación de que el que se abstiene lo hace porque «lo que está le parece bien» o, dicho de otra forma, porque «no quiere cambios». Así de claro y así de democrático. Porque si no piensa así, si quiere cambiar o reforzar sus preferencias, tiene a su alcance una amplia panoplia de acciones, tales como votar a un partido, votar nulo, o votar en blanco.

Debemos considerar que, en la reglamentación electoral actual, una consulta siempre representa escoger una opción (en unas elecciones, entre varias; en un referéndum, entre dos; y en lo que sea la prometida e hipotética consulta catalana, 1 + 1), pero no existe forma alguna de expresar que se quiere seguir exactamente igual a como se está en el momento de la consulta (ya hemos visto que la abstención no lo garantiza), lo cual, a mi entender, es un déficit democrático fundamental, porque condiciona la libertad (no están claras las reglas del juego de todas las opciones) y ningunea la responsabilidad (no se conocen las consecuencias reales de la decisión de abstenerse). En cambio, la abstención «ejecutiva» lo resolvería. Veamos cómo:
  • Elecciones: el número de abstenciones se repartiría proporcionalmente a la representación actual entre todos los partidos del arco parlamentario.
  • Referéndums: dado que un referéndum se convoca para refrendar (obvia tautología) una opción de cambio, el número de abstenciones se computaría en su totalidad como "NO", es decir, seguir como hasta ahora.
  • Consulta catalana: a pesar de su peculiar y retorcido planteamiento, toda la abstención se asignaría al NO a la primera pregunta, lo que haría innecesaria la respuesta a la segunda (creo).
Con esta regulación, la abstención «ejecutiva» se convertiría en un paradigma de libertad y responsabilidad, enfrentaría a la clase política con la realidad «real» (otra tautología), ejercería un efecto pedagógico y ejemplarizante sobre la sociedad y, en el plano individual, la ética personal de los que se abstienen –lo que ya no es mi caso– se vería libre de los complejos de culpabilidad y de elitismo intelectual que ahora les agobian, lo que redundaría en un notable aumento de su calidad y excelencia. Todo son ventajas. Ahí queda la propuesta.

martes, 3 de junio de 2014

La Madre de Todas las Noticias

«Es imposible hablar de tal manera que no se pueda ser malinterpretado».

A esta lúcida reflexión de Karl Popper le voy a añadir —eludo conscientemente el condicional «le añadiría» tan en boga— que ello es absolutamente independiente de tus esfuerzos, porque de quien depende realmente es de la voluntad de los otros, voluntad, en la mayoría de los casos, mala y en el resto de casos, condicionada por la ignorancia o la pereza mental.

Viene todo esto a cuento de la imparable hemorragia que sigue, sigue, sigue... de declaraciones en forma de chistes, chirigotas, frases supuestamente cultas, fotomontajes, llamadas a la lucha, reivindicaciones utópicas —por absolutamente irrealizables— y demás formas de pretendida comunicación (la mayoría, monólogos, deposiciones o manifiestos), servidas en todos los medios (redes sociales y mass media) por personal de toda clase y condición, incluyendo profesionales del periodismo y líderes políticos —clásicos y recién llegados— a los que, en mi humilde opinión, cabría exigir algo más de rigor y algo menos de oportunismo y demagogia, hemorragia motivada por la inopinada —a pesar de que ahora, casi todo el mundo lo sabía— noticia de ayer: la abdicación del Rey.

Ante esta situación y dado que no quiero ser malinterpretado, lo mejor es callarse. Por lo tanto, me voy a abstener de opinar. Porque también creo que, a diferencia de lo que se desprende de muchos de los mensajes enviados a quien quiera escuchar, la verdad absoluta no existe y, como la verdad no es opinable, todo es opinión. Y las opiniones, si no te las piden, lo mejor es guardártelas. Te ahorrarás muchos sinsabores

No quisiera terminar sin declarar que, con toda probabilidad, yo también he malinterpretado todas y cada una de las píldoras que me han llegado, algunas —pocas— realmente ingeniosas y gratificantes, pero el denominador común, la media de todas ellas, me ha resultado de muy baja Calidad y nula Excelencia (de la Ética, hoy, mejor no hablar). Pero claro, esto sí que es una opinión personal. Porque seguramente, no es verdad. Y con toda seguridad, también será malinterpretado.

NOTA: Esta efeméride marca el regreso a la actividad blogera, tras un largo período en el que ha coexistido una lacerante falta de inspiración con un aumento circunstancial de tareas que no favorecían en absoluto la introspección necesaria para «pensar antes de escribir» (cosa que no parece hayan practicado demasiado algunos de los autores mencionados).