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miércoles, 1 de mayo de 2013

(a)Normalidad

Tenemos tan interiorizado el uso del vocablo «normal» que lo utilizamos profusamente sin parar atención en su verdadero significado –con todas las reservas que requiere la también alegre y generalizada utilización de «verdad» y «verdadero»–, circunstancia que, en estos momentos de profunda crisis y mudanza de valores, creemos merece cierta atención. En cualquier caso, vamos a reflexionar sobre su significado desde una perspectiva estrictamente personal y, consecuentemente, subjetiva.

La existencia y la correspondiente utilización del término implica la obligada presencia, con mayor o menor peso cuantitativo, del resto de elementos que conforman el universo bajo atención, a los que se les califica, por exclusión, como «anormales». Por lo tanto, si la totalidad se divide entre normal y anormal, resulta obvio que debe existir una frontera o umbral de anormalidad sin cuyo conocimiento no se puede decir otra cosa que se habla «por boca de ganso». Y me parece «verdadero» que somos muchos gansos. O, expresado en los términos del tema que tratamos hoy, lo normal es ser un ganso.

Para avanzar en el tema quizá lo mejor sea plantearlo en forma de una serie de preguntas relevantes, para intentar –a pesar de su indudable interrelación– resolverlas una a una, sin garantía alguna, por esto, de dejar de ser un ganso. Intentémoslo:

¿Qué significa ser «normal»?
La primera respuesta, casi intuitiva, está relacionada con la «mayoría». Y es una respuesta perversa, porque encierra la misma incertidumbre que subyace en el término que pretende explicar: «mayoría» (normalidad) + «minoría» (anormalidad) = Totalidad. Además, visto así, toma cuerpo inmediatamente una pregunta complementaria no menos importante: ¿acaso es anormal la «minoría»?, cuya respuesta, en más ocasiones que las deseadas, es positiva.

Pero tenemos otra forma de verlo: lo normal es lo «habitual». Desde este punto de vista, por ser «habitual», la existencia de «minorías» sería de lo más normal. Como podemos apreciar, significados contrapuestos. Y, con toda seguridad, nos dejamos muchos en el tintero.

Entonces..., ¿existe una forma de objetivar la normalidad? Creemos que sí, pero para ello se deben cumplir dos premisas que no siempre se tienen en cuenta ni resultan fáciles de definir u obtener. En primer lugar, hay que acotar el alcance de la normalidad. Cuando decimos que algo o alguien es «normal», debemos puntualizar de forma inequívoca a qué característica nos estamos refiriendo. Evidentemente, resulta muy fácil referirse a variables tales como peso o altura, pero es mucho más difícil ponderar la «normalidad» del carácter o comportamiento de una persona. En segundo lugar, hay que establecer la frontera o umbral a que nos hemos referido anteriormente, que es, ni más ni menos, el porcentaje de la Totalidad que incluiremos en lo normal o que, complementariamente, excluiremos en lo anormal. Este porcentaje, cuando no se explicita, se cifra habitualmente en el 95%. Esto es lo que, técnicamente, significa ser «normal»: establecidas las dos premisas, estar dentro de este porcentaje.

¿Es la «normalidad» un valor inmutable?
Pues, rotundamente, no. En general, la normalidad es un concepto dinámico y volátil. Dependiendo de la característica tratada, su estabilidad puede ser mayor o menor, pero nunca permanente. Dado que la normalidad es una consecuencia –un efecto–, depende de los valores individuales de los elementos que la conforman –las causas–, sobre los que pesan todo tipo de factores que, al margen de previsibles tendencias evolutivas o similares, hacen el resultado totalmente imprevisible. Lo que hoy es «normal», mañana puede dejar de serlo. No nos debe extrañar, pues es normal que así sea –y ésta es una excepción a la regla–.

¿Cuál es la relación entre «normalidad», ética y moral?
Desde mi humilde punto de vista, la relación es íntima. Entendiendo la moral como el conjunto de normas mayoritariamente aceptadas como práctica habitual por el colectivo al que pertenecemos, moral y normalidad son equivalentes. En cuanto a la ética, considerándola como un caso particular de moral individual, resulta inconcebible adoptar compromisos con el entorno y con nosotros mismos –en definitiva, ésto es la ética– que sean auto-percibidos como anormales. Es decir, nuestra ética siempre nos parecerá «normal». Otra cosa bien distinta será la opinión de la sociedad, que dependerá de su ajuste con la moral colectiva en vigor o, en otras palabras, de la normalidad de nuestro comportamiento. Y si no, que se lo pregunten a Bárcenas.

¿Tenemos control sobre nuestra «normalidad»?
Sobre nuestra ética, todo. Sobre la percepción ajena, nada. A pesar de nuestro intento de objetivar la normalidad, cada individuo tiene su propia vara de medir. Esto, lamentablemente, incluye también a los garantes de las normas –entiéndase, leyes, códigos, etc.–, es decir, a los jueces, agentes y funcionarios. Podemos intentar aparentar –incluso exagerar– nuestra normalidad, pero, más allá de vulneraciones flagrantes, sin ninguna garantía de éxito. No depende de nosotros. Por lo tanto, la combinación de esta discrecionalidad individual con la mutante frontera del colectivo determina un no pequeño riesgo letal de ser expulsado al infierno de la anormalidad.

Conclusiones.
De las reflexiones anteriores se desprende que no conviene emplear el término normalidad con ligereza. Nada hay más relativo. Todos somos vistos de algún modo, o en algún momento, como normales o anormales. Antes de hablar «por boca de ganso», conviene asegurarse de que la supuesta normalidad es obvia, que se encuentra razonablemente próxima a «la media» y que, consecuentemente, está muy alejada de la eventual anormalidad. En caso contrario, mejor abstenerse. Y no conviene olvidar que

«Lo que hace normal a la normalidad es, precisamente, la diversidad»

y que,

«la ausencia de excepciones es, en sí misma, una anormalidad».

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