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sábado, 13 de abril de 2013

MindBook - 19: Cama para dos

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Ambos compartían un carácter extremadamente práctico y racionalista, que quedó evidenciado por la ausencia de prolegómenos y el paso directo a la relativa intimidad del dormitorio. Aunque, en esta ocasión, a la querencia real de inmediatez provocada por el tiempo de carencia, se venía a sumar la desagradable sensación de exhibicionismo que le agobiaba al intimar con su pareja en el sofá frente a la pantalla mural de Mindbook, aún en reposo –de hecho, el cursor nunca descansaba–. Inquieto nunca se había podido sustraer a esta incomodidad, habiéndola siempre evitado, pero a Alma, esta sensación de «apremio» no pareció importarle demasiado, pues se dejó conducir obedientemente.

Inquieto –dado que no hay más «inquietos» a la vista, continuamos con la abreviatura del mindyname utilizada habitualmente en la conversación face-to-face– se enfrentaba a un problema. Extraer de su pensamiento el recuerdo de la Caja de Pandora y conseguir concentrarse en la deseada y gratificante tarea que se avecinaba. Ambos se lo merecían, pero, en esta ocasión, los preparativos que había ritualizado tantas veces, no sólo no ayudaron sino que exacerbaron el problema. Era de dominio público que la probabilidad de ser observado o grabado sin sesión activa era ínfima y que, en cualquier caso, la cámara no disponía de visión nocturna, por lo que las condiciones de máxima intimidad quedaban razonablemente garantizadas en ausencia de luz y de sesión activa –por descontado, había a quienes no les importaba y grababan bajo los focos sus jueguecitos para posterior disfrute, pero éste no había sido nunca el caso de Inquieto–. Por lo tanto, el ritual era, en horario diurno, correr las opacas cortinas –su opacidad era condición necesaria, dadas las circunstancias– y sumirse en la oscuridad más absoluta, lo que a Alma no le disgustaba –alguna de sus anteriores parejas había mostrado su disconformidad–, como bien había quedado patente en sus contactos anteriores en habitaciones de hotel.

En cambio, esta vez, el ritual se le atragantó. Estando como estaba, desde ayer sábado, transgrediendo una ley fundamental –la tenencia y ocultación de equipo y material de creación y soporte de información autónomo–, le pareció ridículo no disfrutar plenamente de la relación prescindiendo del sentido de la vista, frente al único riesgo –pensaba– de alimentar el morbo de algún inspector, riesgo que le pareció perfectamente asumible, si a Alma no le parecía mal. Por lo tanto, estando ambos bañados por la agradable luz de la tarde, suavemente tamizada por las delgadas cortinas traslúcidas, se sentaron en la cama y se fundieron en un abrazo nada fraternal, sin hacerse evidente por parte de su pareja el menor signo de prevención o resistencia. Inmediatamente, como si hubiese ingerido el bálsamo de Fierabrás, se olvidó de la Caja de Pandora, de MindBook, de la pantalla, del cursor y de la madre que lo parió.

Lo menos que se puede decir de lo que siguió es que fue indescriptible, por lo tanto, faltan las palabras. Más allá del detalle pormenorizado de los acontecimientos propiamente dichos, el cual no aportaría grandes novedades, conviene destacar el torrente de reflexiones que, como consecuencia de los mismos, se desencadenaron en su mente a medida que su cuerpo se serenaba y se producía el lento regreso a la realidad. Alma le gustaba. Esto no representaba, en sí mismo, ningún descubrimiento. Pero ahora, tumbado junto a ella sin más recato, sin importarle lo más mínimo el sistema, sentía que algo había cambiado. Sentía la necesidad de profundizar en la relación, de avanzar hacia una eventual formalización. Su única duda era si se trataba de algo circunstancial, causado por el efecto sinérgico derivado de la coincidencia en el tiempo de la muerte de su padre, la soledad del último mes, el descubrimiento de su caja secreta, su cumpleaños, el reencuentro, la acción combinada de los exóticos vinos y la indescriptible experiencia sexual que todavía le mantenía acelerado el pulso. Debería sondear si el sentimiento era mutuo. La voz de Alma le sacó de su ensimismamiento:

–Esto hay que repetirlo. No ha sido igual que las otras veces. Ha sido mejor. Y no sólo en el aspecto meramente físico –le susurró, apretándose contra él.
–Estaba pensando lo mismo –contestó él con sinceridad.

Resultaba obvio que se había abierto una nueva vía de relación sentimental, la cual, al igual que las incógnitas que le esperaban en el armario de la habitación contigua, venía, por excepcional, a interferir de forma abrupta en su monótona existencia. Y así como la primera le parecía positiva, mantenía todas las reservas sobre la segunda. Poco a poco, su estado físico volvió a la normalidad y, con ello, se vio como lo vería un hipotético inspector: se vio allí, iluminado por un romántico halo de luz matizada, en la cama, desnudo y abrazado junto a Alma, en una actitud más propia de adolescentes que de personas maduras hechas y derechas –ahora, más bien, tumbadas–, lo que le llevó a recuperar su habitual pudor y formalidad. Con la delicadeza y atención que la situación –y su pareja– merecía, se desligó del abrazo, se levantó y comenzó a vestirse, en una señal indudable de que la función estaba tocando a su fin. Alma, todavía desnuda, le observaba plácidamente desde la cama.

La abreviada velada finalizó con total normalidad bien pasadas las seis de la tarde. Ambos refrendaron el deseo de perseverar en el intento, lo cual quedó perfectamente demostrado con la invitación de Alma a cenar mañana en su casa –otra excepción a añadir al excepcional fin de semana–. Tras ver rechazada amablemente su propuesta de ayuda para recoger la mesa y arreglar la cocina, Alma le deseó terminar felizmente el trabajo y, con un beso, sonriendo con complicidad, se despidió hasta mañana. Inquieto quedó de nuevo solo. Miró hacia el comedor. A por la mesa –pensó.

Continuará...

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