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viernes, 24 de mayo de 2013

Existencia y Entorno

Con esta entrada retomamos de nuevo el tratamiento de los conceptos básicos que tienen peso específico relevante en el objeto del blog, el cual me abstendré de repetir; basta con dirigir la vista al título en la cabecera de la pantalla. Y el entorno es uno de ellos. Y no el menos importante.

De hecho, el tema ya se trató de forma compartida en la entrada Compromisos y Entorno, donde, sometido a un enfoque estrictamente analítico, fue dividido entre entorno próximo y lejano y definido como «el objeto de nuestros compromisos externos». Ahora, transcurrido más de un año, volvemos a dirigir nuestra atención al término, pero, en esta ocasión, de una forma más conceptual, más abstracta, considerándolo como el complemento inseparable de nuestra existencia. En cierto modo, como el que le da sentido y contenido.

Agobiante!!!
Resulta muy difícil imaginar algo existente sin situarlo en un determinado entorno. Se podría decir que la existencia está confinada a su entorno, pudiendo gozar ambos de un elevado grado de libertad –cualitativo y cuantitativo– en su alcance, pero siempre íntimamente relacionados: «no hay existencia sin un entorno que la limite, ni entorno sin existencia que limitar». Desde este punto de vista, la primera impresión que nos transmite es que el entorno es una especie de cárcel, unas cadenas que limitan –como todas– la libertad de la cosa encadenada, en nuestro caso, el bien más preciado: nuestra existencia. Con independencia del dominio limitado, sea pequeño, grande o grandísimo, sean sus valores éticos deleznables, vulgares o ejemplares, el entorno se nos aparece como un corsé, cárcel o límite inexpugnable.

Nada más alejado de la realidad. La clave para que esto no suceda reside en el convencimiento de que somos nosotros quienes establecemos nuestro entorno. Y lo hacemos merced al establecimiento voluntario y racional de nuestros compromisos, que siempre lo son con algo o con alguien, es decir, con nuestro entorno. Por lo tanto, dado que en cualquier momento podemos modificar a voluntad nuestros compromisos, podemos, consecuentemente, modificar nuestros límites, con lo que nuestra existencia, aún manteniéndose dentro de los mismos, no se puede sentir constreñida.

Este análisis nos lleva a las siguientes conclusiones:

  • La libertad de nuestra existencia debe mantenerse dentro de unos límites que, preferiblemente, debemos establecer nosotros mismos.
  • Si no lo hacemos, si no establecemos el entorno de nuestros actos, alguien lo hará por nosotros y esto, generalmente, no es bueno.
  • Se podrá argumentar que la globalidad se encarga de difuminar los entornos individuales y que nos mete a todos en el tótum revolútum universal. Nada más falso. Nada impide que un individuo adopte voluntaria y racionalmente compromisos con el planeta Tierra, el Universo o el género humano en su totalidad.
  • Dado que la ética personal viene representada por nuestros compromisos, y que la calidad y excelencia de nuestra existencia están en función directa de su grado de cumplimiento, patentizado por nuestros actos, el entorno es un componente fundamental. Es la pantalla donde se proyecta nuestra existencia.
  • Nuestro comportamiento determina el comportamiento de los «sufridores» de nuestros actos.
  • Por ello, debemos ser siempre dueños de nuestros actos. Y esto es más fácil si nuestros actos son consecuentes con nuestros compromisos.
  • El comportamiento de los demás es el espejo donde se refleja nuestra existencia. No somos nada sin un entorno que nos muestre cómo somos realmente.
  • Proveernos de un entorno favorable y sostenible es garantía de una existencia, como mínimo, soportable. En el límite máximo, una existencia excelente y de calidad.

En resumen, la «presión del entorno» sobre nuestra existencia es directamente proporcional al alcance cualitativo y cuantitativo de nuestros compromisos y a nuestra capacidad para cumplirlos. De ellos depende, en gran medida, nuestro confort existencial. Se trata de no complicarnos la vida nosotros mismos. Y aunque sea terminar de mala manera, otro día hablaremos de los compromisos impuestos. Que haberlos haylos.

sábado, 18 de mayo de 2013

Esponjas o Adoquines


Esponja, siempre esponja.
De eso se trata: de si preferimos ser esponjas o adoquines. Y el juego propuesto consiste en elegir entre ser una u otra cosa, a pesar de que puede que ninguna de las dos nos satisfaga plenamente. Podríamos dejar la puerta abierta a un término medio, a la virtud aristotélica, pero en el tema que tratamos –el conocimiento– pienso que no cabe. En este caso, la equidistancia, el equilibrio o la indiferencia son equivalentes al más duro de los adoquines. Por lo tanto, lo dejamos en el título dual. Veamos pues el significado de cada una de las dos opciones, empezando por el Diccionario de la Real Academia.


Esponja:
1. f. Zool. Animal espongiario.
2. f. Esqueleto de ciertos Espongiarios, formado por fibras córneas entrecruzadas en todas direcciones, y cuyo conjunto constituye una masa elástica llena de huecos y agujeros que, por capilaridad, absorbe fácilmente los líquidos. U. t. en sent. fig.
3. f. Cuerpo que, por su elasticidad, porosidad y suavidad, sirve como utensilio de limpieza.
4. f. Persona que con maña atrae y chupa la sustancia o bienes de alguien.

Adoquín:
1. m. Piedra labrada en forma de prisma rectangular para empedrados y otros usos.
2. m. Caramelo de gran tamaño y de forma parecida al adoquín de piedra.
3. m. coloq. Persona torpe o ignorante.
4. m. Perú. Cubo de hielo azucarado, para el uso doméstico.

Si elegimos las acepciones que asocian los términos a una característica personal, debo reconocer –en el ámbito del tema tratado– que prefiero ser quien «chupa la sustancia a alguien» a ser «torpe o ignorante». Y si nos centramos en el significado metafórico, definiremos como persona «esponja» a quien está en condiciones y disposición de absorber conocimiento –la sustancia– y como persona «adoquín» a lo opuesto, a alguien macizo, impenetrable, totalmente impermeable al enriquecimiento cultural, a alguien que, quizá por creer que ya lo sabe todo, no desea o no necesita aprender, lo cual, ciertamente, es una torpeza y lo caracteriza como un ignorante integral.

Viene todo esto a cuento de que tengo la creciente impresión de que la mayoría de la gente está de vuelta de todo, piensa que se encuentra en posesión de la verdad y se molesta cuando se encuentra frente a alguien que manifiesta o deja traslucir un cierto conocimiento en el tema en el que supuestamente son –o se creen– expertos. Esto es extensible a casi todos los órdenes: vendedores de lo que sea, instaladores, pintores, electricistas, dependientes de supermercados, gasolineras, policías, abogados, tertulianos de radio o TV, miembros de las redes sociales, etc., etc. Normalmente, su enfado o molestia se complementa con un manifiesto aplastante e incontestable y con la negación de todo crédito al presunto «listillo», debidamente sazonado, en comunicación presencial, con una mueca de suficiencia o, en el caso de comunicación telefónica, con un tono sarcástico de voz (especialmente, vendedores de gas, luz, teléfono o humo, qué más da). En suma, «adoquines».

Contrasta esto fuertemente con mi permanente disposición a reconocer el talento, la preparación y el mayor conocimiento de mis interlocutores, con el egoísta objetivo de aprender. En definitiva, de ser una «esponja». Hay que tener en cuenta que «chupar la sustancia» de tu interlocutor es gratis, lo tienes ahí mismo, a tu lado. No tienes que matricularte, ni pagar derechos, ni hacer nada más que reconocer su autoridad en la materia y estar en disposición de escuchar, preguntar y aprender. Pero, claro está, para ello son condiciones necesarias: saber qué es lo que no se sabe, reconocer las propias limitaciones, proceder con humildad y aceptar que siempre hay quien sabe más que tú. Y esto es lo que me parece cada vez más difícil de encontrar.  

Seamos «esponjas». Cuando nos saturemos, exprimamos la memoria temporal en la memoria definitiva y volvamos a ponernos en disposición permanente de absorber conocimiento del entorno. Siempre se aprende algo. No tiene nada que ver con el nivel cultural de tu interlocutor, sino con tu receptividad, tu disposición favorable, tu apertura a lo desconocido. Y si resulta que tu interlocutor sabe más que tú de un tema en el que te consideras fuerte, te ha tocado la lotería. Bienvenido sea: «chupa su sustancia»; no seas «adoquín»; no te sepa mal reconocer «lo que no sabes».

«Estar de vuelta de todo debe ser muy aburrido; yo prefiero divertirme»

sábado, 11 de mayo de 2013

Pasotismo: el Qué y el Cómo

«Todos saben qué hacer, pero pocos cómo hacerlo». Esta tópica reflexión ha sido el detonante de la entrada de hoy. Me ha venido a la memoria tras llenárseme –con rebose–, el apéndice mental, depósito psíquico virtual equivalente al apéndice vermicular conectado al intestino ciego, de función no demasiado conocida, pero cuya inflamación resulta especialmente molesta precisando, generalmente, de una intervención expeditiva: su extirpación. Pero... ¿de qué se me ha llenado el apéndice?

De un tiempo a esta parte proliferan mensajes de todo tipo, cuyo denominador común es –o pretende ser– una llamada a nuestra conciencia, que nos hacen sentirnos profundamente incómodos, incluso, malas personas. Frecuentemente, se nos acusa implícita o explícitamente de insensibilidad ante la desgracia de personas, animales o cosas o de adoptar una postura acomodaticia frente a la corrupción y a las distintas crisis que nos asolan, entre las que destacan –en relación no exhaustiva ni jerárquica– la económica, política, educativa, sanitaria, familiar, deportiva, moral o de valores.

Puntualizaremos que todo mensaje es un proceso de comunicación con dos protagonistas: el emisor y el receptor, lo cuales se encuentran en los extremos del medio que vehicula el mensaje, sea prensa, radio, TV, internet o las redes sociales. Como emisores podemos citar –también como relación no exhaustiva– los políticos en el poder y en la oposición, los medios de comunicación desde su sesgo ideológico y apesebrado –todos lo tienen–, las organizaciones sindicales –también apesebradas–, las organizaciones y manifestaciones reivindicativas ciudadanas de generación espontánea –es un decir– y determinados miembros de las redes sociales –afortunadamente, no todos–. Como receptor, me sitúo yo, en primera persona, ya que no puedo ni quiero ponerme en el lugar de nadie ni especular sobre el efecto de estos mensajes en su propio apéndice.

Hablemos ahora un poco de los mensajes absorbidos por mi depósito mental de residuos no reciclables –de ahí la inflamación–. Y en cuanto a los mensajes, diferenciaré entre el contenido –su esencia– y la intención del emisor, entendiendo que es la combinación de ambos la que le da al proceso su verdadera dimensión venial o letal.

Sin entrar en los frecuentes eufemismos y metáforas a que nos tiene acostumbrados la clase política –hilos de plastilina, brotes verdes, retraimiento de la paga, crecimiento negativo, desaceleración positiva, adhesión al mecanismo de rescate, medidas de contención presupuestaria, optimización de la estructura impositiva, flexibilización de plantilla, ajustes con sensibilidad, fondo de liquidez autonómica, el que no hace nada por tiempo indefinido, etc.–, los cuales pueden ser considerados maldades menores, citaremos mensajes de mayor calado cualitativo y cuantitativo que voy, necesariamente, a generalizar. Se trata de mensajes explícitos –ruedas de prensa, mitines, publicaciones en Facebook, etc.– o implícitos –resultados o evaluaciones de manifestaciones con asistentes reales o espectrales, expropiaciones de alimentos y de viviendas para necesitados, «escraches» anti-deshaucio, etc.– que apelan a nuestra conciencia bajo los elementales e indiscutibles principios de dar de comer al hambriento, derecho a una vivienda digna, a la sanidad y a la educación pública, derechos todos ellos absolutamente deseables y suscribibles por la mayoría de la población que se considere civilizada y bien nacida. Incluyo también aquí la Declaración Universal de los Derechos Humanos –completa–, fotos de masacres, de violencia de género, de animales maltratados, manifiestos de pseudo-filósofos, coñas y chistes de mal gusto con moralina incluida  etc. etc., que se publican en Facebook con objeto, para mí, ignoto.

Pero, más allá de su enorme diversidad, en todos ellos subyace un denominador común que nos indica, exclusivamente, el «qué hacer». Como una pequeña muestra: proclamar la república, abolir la monarquía, conseguir la independencia, cambiar el gobierno, fomentar el crecimiento, la dación en pago, expropiar la banca, expropiar las viviendas vacías, no devolver la deuda, no despedir, no retrasar la jubilación, no reducir las pensiones, no cerrar consultas ni hospitales, no (co)pagar medicamentos, no reducir el gasto educativo, no frustrar a los estudiantes desaventajados –eufemismo que encierra múltiples significados–, no repetir cursos, no aumentar los impuestos (o subirlos), no practicar la violencia de género, no vulnerar los derechos humanos, no maltratar a los animales, no destruir el medio ambiente, no limitar la libertad, no robar, no matar, no masacrar, no, no, no...

Y, además,... de cabeza!!!
Pero todo esto, ¿cómo se hace? ¡Ah!, amigo mío, esto es otra cosa. Parece que de lo que se trata, lo que se nos pide, es tirarnos a la piscina sin agua, suscribir el qué sin importar el cómo, al modo de los niños, esos locos bajitos, con pataleta incluida. Y quien no suscribe ciegamente el qué, es acusado de pasotismo y también demonizado por esta cohorte ejemplarizante que parece ostentar el monopolio de los derechos humanos y del bien-pensar universal. Me pregunto si los emisores de mensajes de este tipo suponen que están en posesión de la verdad, actúan como garantes de los, lamentablemente desgastados por el uso, derechos humanos, y que los receptores son (somos) personas de baja estofa moral o intelectual, ignorantes alejados de la realidad sin un mal periódico o libro que llevarse a los ojos o personas erradas de tan débiles convicciones que serán convertidas al bien por el mero hecho de leer la verdad revelada en forma de mensaje ejemplar.

Quiero conceder, en la mayoría de casos, el beneficio de la duda, y atribuirle al emisor –los políticos comen aparte– la mejor buena voluntad e intención. Pero esto no es óbice para que el resultado final sea molesto, incómodo e irritante para mi apéndice mental. Ni para que me declare pasota a mucha honra, más preocupado por el cómo que por el qué. Un pasota que seguirá pensando que se consigue más con el ejemplo a su entorno, con los actos del rutinario y agobiante día-a-día que con pseudo-ejemplarizantes manifiestos, declaraciones, publicaciones y mensajes vacíos de tan llenos que se pretenden vender.

En cuanto a los suscribidores de mensajes o participantes en iniciativas colectivas, tras colocarme la coraza anti-epítetos desagradables, me tomo la libertad de proponer un consejo: asegúrense de no ser conducidos como un rebaño por un pastor. De no ser cómplices ingenuos de perversos o bastardos intereses. Intenten formar parte de un colectivo racional que comparta una unidad de propósito consistente y coherente. Y detecten y expulsen a las ovejas negras. Resulta muy difícil, pero hay que intentarlo. No será la primera vez –a mí me ha sucedido– que luego hay que lamentarse y repetir: no era eso, no era eso. Y esto, a mí, no me pasará más.

NOTA: Antes de que se me acuse de incoherencia, aceptaré que el último párrafo dice lo que hay que hacer, pero no cómo hacerlo. Pero, a diferencia de los mensajes de los ejemplarizantes, si no me hacen caso, no serán demonizados. Están en su derecho. Ustedes sabrán lo que hacen.

sábado, 4 de mayo de 2013

La importancia del Soporte

Un buen envoltorio para un buen contenido.
«Forma, cuerpo, continente y apariencia» son, entre otros muchos equivalentes, términos que se consideran «menores», de inferior categoría conceptual que sus contrapuestos «fondo, espíritu, contenido y realidad», olvidando que sin los primeros, los segundos serían conceptos sumamente volátiles, inaprensibles e incluso, en muchos casos, artificiales. A todos nos sonará la frase «lo importante es el fondo, no la forma», frase que he canibalizado con la mía propia: «lo importante son las sardinas, no la lata». Pues bien, no tengo clara la causa –probablemente, la edad es la mejor candidata–, pero la realidad es que mi percepción respecto al tema está cambiando, en el sentido de darle más importancia relativa al denostado «envoltorio». Y no creo que se deba solamente al, en mi caso, evidente e imparable agostamiento de uno de ellos: el cuerpo –incluso, siendo honestos, «la forma»–.    

Pienso que la desconsideración con que se tratan estos términos es debida a centrarse en su significado gramatical, aislado o intrínseco, cuando deberían ser siempre analizados como miembros indisolubles de la pareja que forman con su contrapuesto, es decir, como un conjunto específico. Y es así como creo que revelan su verdadera importancia. Permítaseme reflexionar un poco sobre este tema.

Me gustaría condensar el conjunto de términos minusvalorados en un único concepto: soporte. Con esto quizá ya se empieza a vislumbrar el camino que van a seguir mis reflexiones. Busquemos sinónimos:
En lo material: percha, agarradero, apoyo, sostén, base, cimiento, trípode, fundamento, pata, columna, arbotante, viga, pilar, poste; en lo inmaterial: amparo, auxilio, ayuda, socorro, aval.
En todos los casos, algo necesario, que no puede ser analizado en abstracto, aislado, sin relacionarlo con el objeto –material o inmaterial– que lo «necesita». Porque... ¿qué sería de cualquier objeto sin un soporte –por miserable que sea– que lo sustente? Desde este punto de vista, ¿es el soporte un mero accesorio? Creo que no. Si falla el soporte, lo que sea que soporta, por acción de la gravedad, se cae. Incluso si no pesa –obviamente, me estoy refiriendo a las ideas, a las construcciones mentales–.

Se argumentará que con la desaparición del soporte físico –la muerte del cuerpo– de un gran pensador no desaparecen sus ideas, su legado intelectual, pero esto es debido a que permanecen «soportadas» por su obra escrita. Si no fuera así, sus ideas, como las de la mayoría de los mortales, finalizado el volátil y perecedero recuerdo de su entorno –un soporte caduco–, faltadas de soporte perenne, desaparecerían con él.  

Por lo tanto, el soporte tiene gran importancia. Una misma sinfonía contenida en soportes distintos –por ejemplo, vinilo, CD o mp3– puede pasar de sonar como una fritura insufrible a ser una reproducción razonablemente fiel –incluidos los silencios, lo más difícil de reproducir– del sonido grabado originalmente.

Siguiendo con el soporte físico, podríamos hablar de los casos en que, a diferencia de la música, sin menoscabar su importancia capital, el tipo de soporte no es determinante. Un ejemplo claro es la literatura. El fondo, el contenido, es independiente del soporte. Haciendo abstracción del factor subjetivo y emocional –sin desmerecerlo–, el mensaje es el mismo en soporte papel o electrónico, en desvaídas fotocopias o en una presentación –un envoltorio– con lujosa piel y arabescos dorados en las tapas. Pero aún en estos casos, lo que siempre es cierto es que sin soporte, sin libro o sin los minúsculos dominios magnéticos de un disco duro orientados adecuadamente, no hay fondo, idea, espíritu, ni realidad alguna. No hay nada.  

Y qué decir del soporte inmaterial. Indudablemente, las personas podemos actuar como envoltorios de ideas, incluso como simientes o catalizadores. Este soporte es especialmente aconsejable proyectarlo u ofrecerlo a nuestro entorno próximo, con la absoluta seguridad de que si falta, la consecuencia puede ser la esterilización o enmascaramiento de muchas potencialidades. Todos necesitamos a alguien que nos escuche. Es la mejor fórmula para no sentirnos solos.

Por todo ello, tras estas reflexiones, llego a la conclusión de que el dicho popular que reza «las apariencias engañan» es bien cierto, pero que estas «apariencias» –forma, cuerpo, envoltorio, continente; en suma, soporte– distan mucho de ser irrelevantes. Importan y mucho. Y que esta consideración les restituye la justa cuota de importancia que les habíamos quitado al empezar.

Por último, en línea con el «espíritu» del blog, llevando la deformación profesional al límite, asociaré el «fondo» con la Calidad y, recordando que no puede existir Excelencia sin Calidad, asociaré el conjunto «forma + fondo» a la Excelencia. Esto quiere decir que, conseguida la Calidad –el cumplimiento de nuestros compromisos–, es recomendable guardar las formas, vestir la Calidad con un adecuado envoltorio. Es en estos casos cuando «además de serlo, debemos parecerlo». No sólo es lícito, sino excelente.

«La apariencia sin fondo, se cae. Lo que pudiera ser, queda vacío».

miércoles, 1 de mayo de 2013

(a)Normalidad

Tenemos tan interiorizado el uso del vocablo «normal» que lo utilizamos profusamente sin parar atención en su verdadero significado –con todas las reservas que requiere la también alegre y generalizada utilización de «verdad» y «verdadero»–, circunstancia que, en estos momentos de profunda crisis y mudanza de valores, creemos merece cierta atención. En cualquier caso, vamos a reflexionar sobre su significado desde una perspectiva estrictamente personal y, consecuentemente, subjetiva.

La existencia y la correspondiente utilización del término implica la obligada presencia, con mayor o menor peso cuantitativo, del resto de elementos que conforman el universo bajo atención, a los que se les califica, por exclusión, como «anormales». Por lo tanto, si la totalidad se divide entre normal y anormal, resulta obvio que debe existir una frontera o umbral de anormalidad sin cuyo conocimiento no se puede decir otra cosa que se habla «por boca de ganso». Y me parece «verdadero» que somos muchos gansos. O, expresado en los términos del tema que tratamos hoy, lo normal es ser un ganso.

Para avanzar en el tema quizá lo mejor sea plantearlo en forma de una serie de preguntas relevantes, para intentar –a pesar de su indudable interrelación– resolverlas una a una, sin garantía alguna, por esto, de dejar de ser un ganso. Intentémoslo:

¿Qué significa ser «normal»?
La primera respuesta, casi intuitiva, está relacionada con la «mayoría». Y es una respuesta perversa, porque encierra la misma incertidumbre que subyace en el término que pretende explicar: «mayoría» (normalidad) + «minoría» (anormalidad) = Totalidad. Además, visto así, toma cuerpo inmediatamente una pregunta complementaria no menos importante: ¿acaso es anormal la «minoría»?, cuya respuesta, en más ocasiones que las deseadas, es positiva.

Pero tenemos otra forma de verlo: lo normal es lo «habitual». Desde este punto de vista, por ser «habitual», la existencia de «minorías» sería de lo más normal. Como podemos apreciar, significados contrapuestos. Y, con toda seguridad, nos dejamos muchos en el tintero.

Entonces..., ¿existe una forma de objetivar la normalidad? Creemos que sí, pero para ello se deben cumplir dos premisas que no siempre se tienen en cuenta ni resultan fáciles de definir u obtener. En primer lugar, hay que acotar el alcance de la normalidad. Cuando decimos que algo o alguien es «normal», debemos puntualizar de forma inequívoca a qué característica nos estamos refiriendo. Evidentemente, resulta muy fácil referirse a variables tales como peso o altura, pero es mucho más difícil ponderar la «normalidad» del carácter o comportamiento de una persona. En segundo lugar, hay que establecer la frontera o umbral a que nos hemos referido anteriormente, que es, ni más ni menos, el porcentaje de la Totalidad que incluiremos en lo normal o que, complementariamente, excluiremos en lo anormal. Este porcentaje, cuando no se explicita, se cifra habitualmente en el 95%. Esto es lo que, técnicamente, significa ser «normal»: establecidas las dos premisas, estar dentro de este porcentaje.

¿Es la «normalidad» un valor inmutable?
Pues, rotundamente, no. En general, la normalidad es un concepto dinámico y volátil. Dependiendo de la característica tratada, su estabilidad puede ser mayor o menor, pero nunca permanente. Dado que la normalidad es una consecuencia –un efecto–, depende de los valores individuales de los elementos que la conforman –las causas–, sobre los que pesan todo tipo de factores que, al margen de previsibles tendencias evolutivas o similares, hacen el resultado totalmente imprevisible. Lo que hoy es «normal», mañana puede dejar de serlo. No nos debe extrañar, pues es normal que así sea –y ésta es una excepción a la regla–.

¿Cuál es la relación entre «normalidad», ética y moral?
Desde mi humilde punto de vista, la relación es íntima. Entendiendo la moral como el conjunto de normas mayoritariamente aceptadas como práctica habitual por el colectivo al que pertenecemos, moral y normalidad son equivalentes. En cuanto a la ética, considerándola como un caso particular de moral individual, resulta inconcebible adoptar compromisos con el entorno y con nosotros mismos –en definitiva, ésto es la ética– que sean auto-percibidos como anormales. Es decir, nuestra ética siempre nos parecerá «normal». Otra cosa bien distinta será la opinión de la sociedad, que dependerá de su ajuste con la moral colectiva en vigor o, en otras palabras, de la normalidad de nuestro comportamiento. Y si no, que se lo pregunten a Bárcenas.

¿Tenemos control sobre nuestra «normalidad»?
Sobre nuestra ética, todo. Sobre la percepción ajena, nada. A pesar de nuestro intento de objetivar la normalidad, cada individuo tiene su propia vara de medir. Esto, lamentablemente, incluye también a los garantes de las normas –entiéndase, leyes, códigos, etc.–, es decir, a los jueces, agentes y funcionarios. Podemos intentar aparentar –incluso exagerar– nuestra normalidad, pero, más allá de vulneraciones flagrantes, sin ninguna garantía de éxito. No depende de nosotros. Por lo tanto, la combinación de esta discrecionalidad individual con la mutante frontera del colectivo determina un no pequeño riesgo letal de ser expulsado al infierno de la anormalidad.

Conclusiones.
De las reflexiones anteriores se desprende que no conviene emplear el término normalidad con ligereza. Nada hay más relativo. Todos somos vistos de algún modo, o en algún momento, como normales o anormales. Antes de hablar «por boca de ganso», conviene asegurarse de que la supuesta normalidad es obvia, que se encuentra razonablemente próxima a «la media» y que, consecuentemente, está muy alejada de la eventual anormalidad. En caso contrario, mejor abstenerse. Y no conviene olvidar que

«Lo que hace normal a la normalidad es, precisamente, la diversidad»

y que,

«la ausencia de excepciones es, en sí misma, una anormalidad».