Si visita este blog por PRIMERA VEZ, le recomendamos leer EN PRIMER LUGAR Empezando por el principio.


sábado, 30 de noviembre de 2013

Libertad (i)limitada

«Los límites configuran y dan sentido a la cosa limitada. Toda cosa existente tiene límites. Incluso la libertad».

El goteo constante de liberaciones de encarcelados ha actuado como catalizador del tema de hoy, liberando antiguas reflexiones resumidas en la frase anterior, frase que ya fue publicada en la desaparecida página de Facebook "Conciencia y Sinciencia".
No pasa día sin que el tema de las excarcelaciones y su derivada conceptual, la libertad, no sean objeto de atención de todos los medios expresando opiniones, explotando el morbo colectivo con entrevistas a excarcelados de fuerte impacto mediático y provocando y aireando reacciones de rechazo absolutamente comprensibles desde el punto de vista emotivo, pero que no lo son tanto desde el racional.
Pero debe quedar claro de entrada que no se trata de poner el foco en el caso particular de las excarcelaciones ni en la actuación de los medios, temas ambos que merecerían páginas y páginas de atención crítica desde los ámbitos político y jurídico. Nada más lejos de mi intención y de mis capacidades. Por contra, vamos a centrar la atención en los aspectos conceptuales del término, en un intento de ponderar su indiscriminada, superficial y, en mi opinión, frecuentemente inadecuada utilización. Por lo tanto, nos vamos a centrar en la Libertad con mayúscula (sin adjetivos). Y la tesis que defiendo es que así, como concepto absoluto, como Valor Universal, NO EXISTE.

Y empezaré citando una ilustrativa metáfora de Karl Popper sobre la limitación de la libertad que, curiosamente, incluye a la judicatura:
Una formulación muy hermosa que, creo, procede de América es la siguiente: alguien que ha golpeado a otro afirma que sólo ha movido sus puños libremente; el juez, sin embargo, replica: «La libertad de movimiento de tus puños está limitada por la nariz de tu vecino».
Versión «ocular» y deportiva de la metáfora de Popper (atento juez incluido).
Ya lo tenemos todo sobre la mesa. Y en este caso, el todo es simple. Sólo dos componentes: la existencia de límites y la concreción, expresada magistralmente por la referencia a tus puños y a la nariz del vecino. Porque la libertad siempre se manifiesta en un dominio, ámbito o circunstancia concreta y, además, es subjetiva. Nadie negará que los puntos de vista del golpeador y del golpeado son diametralmente opuestos y, en cada caso, absolutamente lícitos. Y, probablemente, la opinión del juez no coincide con la de ninguno de ellos.

Por lo tanto, la libertad no tiene sentido sin definir su ámbito –sus límites– ni establecer su relación con el sujeto que sufre su carencia o que la disfruta. Y es que, como sujetos, podemos definirnos como receptores de libertad, como clientes de nuestros proveedores, que son los que nos la administran o, en otras palabras, los que nos la conceden. Y este planteamiento revela tres tipos de libertad:

Libertad deseada: Es absolutamente personal e intransferible y es la que nos gustaría disfrutar. Puede asimilarse a las expectativas y representa nuestros límites. Evidentemente, incluye las necesidades básicas y de supervivencia.

Libertad percibida: A menos que nuestra satisfacción sea total –caso más bien improbable–, siempre es un subconjunto de la anterior. Es la libertad más subjetiva. Sin lugar a dudas, distintos individuos que coincidan en la deseada y experimenten la misma dosis de libertad tendrán percepciones distintas.

Libertad concedida: Es la que se le concede realmente al sujeto. Dependiendo del ámbito, el proveedor puede ser individual (por ejemplo, nuestra pareja) o colectivo (sociedad, legisladores, club de tenis, etc.) y, consecuentemente, de aceptación voluntaria u obligatoria. Nos guste o no, representa los límites formales.

De lo antedicho se deduce que no todos los individuos tienen las mismas necesidades o expectativas de libertad, que ésta tiene límites, que estos límites los define –incluso, los puede exagerar– el sujeto cliente, que pueden ser constreñidos –frecuentemente, lo son– por el sujeto proveedor y que la libertad no es un valor absoluto que pueda ser expresado en mayúsculas y sin adjetivos. Porque si existiese esta Libertad Absoluta, si tuviese este Valor Universal, debería existir un Proveedor único –llamémosle Dios, Gran Juez(1) o Gran Arquitecto, tanto da–, el cual sería también el Gran Establecedor de Límites. Y, por lo tanto, incluso en este hipotético caso, la libertad, aún siendo absoluta, tendría límites, ergo SIEMPRE los tiene.

Porque, en mi opinión, no existe mayor cárcel que una libertad sin límites.

Y no podría terminar sin la moraleja ética que justifique el artículo: como proveedores, concedamos la máxima y como clientes, reclamemos la razonable y suficiente.

«La libertad no significa poder hacer todo lo que quieras, sino poder NO HACER lo que otros quieren que hagas».

1 - Con permiso de algún super-juez terrenal que está en la mente de todos.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Derecho(?) al pataleo

Hoy es uno de estos días en los que tienes la casi total seguridad de que, escribiendo, te vas a complicar la vida, lo que sucede indefectiblemente cuando no eres capaz de transmitir con una fidelidad razonable lo que piensas sobre un tema que, sin lugar a dudas, puede calificarse como «políticamente incorrecto». Pero, a pesar de todo, vamos a intentarlo.

Ya se cansó de «patalear» 
Conviene puntualizar de entrada que resulta imposible no reaccionar ante el reciente amontonamiento de sucesos(1) relacionados con los poderes en los que directa o indirectamente hemos delegado el buen gobierno de la sociedad. Estos sucesos, representados tanto por acciones como por omisiones, convenientemente amplificados por los medios, provocan un escándalo considerable, el cual, una vez convertido en «alarma social», deviene el preámbulo lógico de una justificada «indignación» ciudadana. Es entonces cuando aparece el tema de hoy: el derecho al pataleo(2). Porque no se puede negar que es un derecho indiscutible, máxime cuando la sociedad «indignada» ha llegado a la acertada conclusión de que resulta el único cauce que le permite visibilizar esta «indignación».

Una vez reconocido este principio básico –la existencia y justificación de este derecho social– ha llegado el momento de entrar en faena, y lo vamos a hacer identificando las cuatro patas sobre las que nos vamos a apoyar: opinión, criterio, opciones e información, términos extraídos de la siguiente cadena de proposiciones que, a mi modo de ver, representan las condiciones iniciales necesarias –aunque no suficientes– para ejercer este derecho con la máxima calidad.
Formular una opinión exige tener independencia de criterio, para lo que se precisa, necesariamente, tener criterio, el cual no existe sin disponer de una mínima diversidad de opciones, algo imposible de conseguir sin tener acceso a una información razonablemente veraz y, lo que es más importante, sin someterla a un análisis racional. De todo ello se deduce que una buena opinión debe basarse en una buena información.
Porque ejercer este derecho es, en principio, opinar. Y, a pesar de que habitualmente se ejerce de forma colectiva, no se debe olvidar que representa la expresión de una opinión individual, ejercida de forma distinta por el sujeto según las posibilidades a su alcance(3) y que, por lo tanto, ambas –tanto la opinión (el fondo) como su manifestación (la forma)– entran de lleno en el ámbito de la ética personal. Ahora bien, no se puede hablar de individualidad sin independencia, representada por la libertad de elección entre diversas opciones. Ambas –diversidad y libertad– son las que permiten a la persona la aplicación de un criterio racional, cuyo resultado, si es negativo, es el que dispara la necesidad del «pataleo». Pero de nada serviría todo lo antedicho si las opciones manejadas no respondieran a la realidad, algo directamente dependiente de una información razonablemente veraz. Y subrayamos «razonablemente» porque ésta es la pata débil del sistema, sobre la que tenemos menos control. Resolver este problema es difícil, pero puede ser paliado en parte con una receptividad no sesgada hacia medios de información de ambos lados del espectro político, una extrema sensibilidad para la detección de intentos de manipulación, dogmatismos o adoctrinamientos subliminales o encubiertos y un esfuerzo sincero de síntesis(4) que nos deje «razonablemente» satisfechos.

Con esto hemos caracterizado el derecho al pataleo, que quedaría definido así:
La imposibilidad de vehicular una opinión negativa(5) formada a partir de criterios racionales e informados.
Por lo tanto, a contrario sensu, si se puede vehicular o no se apoya en criterios racionales o informados, NO EXISTE tal derecho. Estas son las causas de deslegitimación. Porque el ejercicio de un derecho no tiene por que ser siempre legítimo, lo que nos lleva a terminar con la parte «políticamente incorrecta» de esta entrada.

Por descontado no me voy a meter en terreno pantanoso, deslegitimando explícitamente las muchas expresiones de derecho al pataleo –principalmente colectivas– que me apetecería, pero si que voy a decir que, no compartiéndolas, las comprendo(6). En cambio, dedicaré algo de atención a algunas expresiones individuales de este derecho que considero especialmente ilegítimas. Y me refiero a personajes públicos –principalmente políticos en ejercicio– a los que se les supone(...) estar adecuadamente informados, los cuales –a diferencia de la sociedad de a pie– disponen de múltiples canales y foros para visibilizar su descontento en el pleno ejercicio de la función para la que han sido delegados. Incluyo aquí, su participación en manifestaciones públicas –frecuentemente parapetados tras un bastardo y acomodaticio «a título personal»–, su continua descalificación a las gestiones de «los otros», su olvido sistemático de la desidia o incompetencia en su gestión que es la que propicia el legítimo «derecho al pataleo» de sus mal representados, derecho que, echándose al monte como cabras, deslegitiman –incluso manipulan– con su poco ético apoyo o presencia física. Ejemplos no faltan.

Resumiendo: Derecho al pataleo SÍ, pero legítimo, de calidad(7).

Notas:
1 - Instrucciones, filtraciones y sentencias judiciales (autóctonas y foráneas), excarcelaciones, recortes, titubeos, incontinencia verbal o simple incompetencia ministerial, desahucios, corrupción –presunta y no tanto– a todos los niveles (desde la familia real hasta los sindicatos), etc., etc.
2 - Chusco término bajo el que vamos a acoger las mil y una formas de visibilizar esta «indignación», entre las que destacan las manifestaciones en la vía pública –me abstengo de emplear el peyorativo «callejeras»– y las declaraciones –más o menos grandilocuentes– en los medios.
3 - Indudablemente, los políticos o personajes de relevancia pública, además de la manifestación colectiva, tienen otros canales para ejercer su derecho de forma individual. Otra cosa es que estén o no legitimados para hacerlo. Pero este tema –la legitimación– lo trataremos más adelante.
4 - En términos matemáticos hablaríamos de una «media estadística».
5 - Vulgo: reclamación o queja.
6 - No es falso paternalismo, pero obvio las causas que me inducen a ello.
7 - Desgraciadamente, en este tema, la excelencia tampoco es aplicable.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Vocación, Motivación y Beneficiarios

«No se puede presumir de vocación de servicio sin declarar para qué o para quién. En cambio, quien la tiene realmente, por ser evidente, ni lo hace ni lo precisa».

Esta frase me ha venido a la cabeza tras cansarme de escuchar las recurrentes referencias a la «voluntad de servicio» con las que, en respuesta a nuestras críticas, nos obsequian los servidores en los que hemos delegado mediante sufragio universal y democrático nuestra representación en la gestión de la cosa pública, gestión que, de un tiempo a esta parte, por motivos que ahora no vienen al caso, se está tornando más y más beneficiosa para ellos, lesiva para nosotros y, por ende, contra natura, desagradable y molesta. Y aunque este es un caso paradigmático, no quisiera focalizar en él la atención –aunque ganas no me faltan– sino en el significado general del término vocación y en su relación con la ética y la satisfacción de nuestras necesidades personales, tema éste que se encuentra plenamente dentro del alcance del blog y que, sin duda, es perfectamente extrapolable a «los políticos», que –aunque alguien lo dude– son personas como nosotros.

Empezaremos, como es habitual, por acotar el significado que le vamos a dar al término. Si nos remitimos al diccionario RAE, descartaremos la acepción mística («Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión») y nos quedaremos con la coloquial, más aséptica y general: «Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera». Bien es cierto que, habitualmente, asociamos vocación con «voluntad de servicio», pero, en mi humilde opinión, no creo que sean sinónimos, sino la definición de un caso particular –y especialmente ejemplar– de motivación.

Vocación
Caramba, ¿dónde está la política?
Me inclino a pensar que todos hemos tenido, al menos, una. Y uso el tiempo pasado porque muchas vocaciones se pueden haber perdido en el camino, incluso se pueden haber satisfecho, lo que implica que ya no las tenemos, sino que las tuvimos. Y en la anterior reflexión dejo la puerta abierta a tener varias, probablemente con distintas motivaciones y distintos beneficiarios. Creo también que las primeras vocaciones se adquieren en nuestra más tierna infancia como reflejo primario, mimético y auténtico de nuestros juegos y entorno, adoptando la forma de reyes, príncipes, médicos, enfermeros, bomberos, policías, maestros o la profesión de los progenitores. Pero estas proto-vocaciones no siempre son perdurables, viéndose influenciadas continuamente durante nuestro desarrollo, hasta llegar el momento en el que empiezan los problemas en forma de toma de decisiones relacionadas con el estudio o el trabajo (o con su falta). Y es entonces cuando descubrimos cual es realmente nuestra vocación que, recordemos, significa «Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera». Ni más ni menos. Quitémosle trascendencia, porque hablamos de «inclinación», término equivalente a «afinidad» o «simpatía», nada más alejado de la enfermiza «obsesión» por su obtención o «frustración» por su carencia. Pero, claro está, esta reacción es personal e intransferible. Si la persona asocia su vocación con la cúspide de la pirámide de necesidades de Maslow, la «autorealización», tendrá todos los números para una insatisfacción de por vida.

Sucede también que hay vocaciones y vocaciones. Y que hay vocaciones legítimas –por auténticas– y bastardas –por falsas–. Y que muchas vocaciones, sean del tipo que sean, llevan implícita su motivación y su(s) beneficiario(s). Pensemos, por ejemplo, en las de abogado, médico, trompetista, ingeniero aeronáutico, físico teórico, sacerdote o misionero(1).

Motivación
Toda vocación tiene una, que no debe entenderse como causa sino como efecto. Es decir, como el resultado que esperamos obtener en caso de satisfacerla. Pero esta relación no es unívoca, sino personal. Por ejemplo, la vocación de cirujano plástico puede responder, entre otras muchas, a dos motivaciones: servir a los pacientes o llenarse los bolsillos. Ejemplo que –cambiando los pacientes por la sociedad; lo de los bolsillos no cambia– es extrapolable a la vocación de político(2). Estas motivaciones bastardas son las que determinan vocaciones bastardas y, consecuentemente, la necesidad de alardear de ellas, con objeto de desviar la atención de los teóricos beneficiarios sobre la perversión de objetivos del sujeto.

Ni que decir tiene que mi acusado escepticismo me hace dudar de la existencia de políticos vocacionales auténticos. Es decir, cuya motivación exclusiva sea verdaderamente la voluntad de servicio a la sociedad, más allá de cualquier otra prebenda social o pecuniaria –que las tienen–. Más bien creo que los que no persiguen perpetuación en el puesto, enriquecimiento personal o saqueo de fondos públicos, llegan a la «profesión» de forma sobrevenida o como salida útil a situaciones personales de déficit educacional o profesional en el entorno privado que, si se da la oportunidad, les brinda el agradecido entorno público. Por lo tanto, no son políticos «vocacionales», aunque su gestión pueda ser de lo más honorable. Nada que ver con «los otros», que son los que alardean permanentemente de su bastarda condición(3).

En cambio, determinadas vocaciones llevan implícita su motivación, generalmente consistente en una verdadera voluntad de servicio, lo que las reviste de una autenticidad tal que hace innecesaria la propaganda, sustituida inmejorablemente por los hechos. Piénsese en un bombero o en un médico rural –ambos vocacionales–, a los que difícilmente se podrá encontrar motivación más ejemplar.

Beneficiarios
Gracias a la motivación –sea la que sea en cada caso–, toda vocación tiene su(s) beneficiario(s). Y en este caso, la relación es unívoca. Entenderemos como tales, los receptores de las actividades ejecutadas en el ejercicio de nuestra vocación (estado, profesión o carrera), con la condición de que estas actividades representen un beneficio(4) reconocido. Y esto es lo verdaderamente difícil –por lo menos, cuando el beneficiario no es uno mismo–: que te lo reconozcan. Porque nuestras actividades –o desmanes– pueden ser también causa de desgracias sin fin. Y, claro está, en este caso no les hará ninguna gracia que les llamemos beneficiarios, aunque al «vocacional» de turno no le guste(5).

En contra de lo que pudiera parecer, resulta perfectamente lícito que tu vocación te tenga a ti mismo como beneficiario. Es más, siempre debería ser así. Pero no de forma exclusiva. Una vocación debe, en primer lugar, satisfacerte a ti y lo deseable es que esta satisfacción personal dependa –incluso, de forma directamente proporcional– de la satisfacción de otros beneficiarios. Lamentablemente, no siempre es así. La práctica totalidad de vocaciones bastardas se apoyan en una motivación basada exclusivamente en el beneficio propio, importándole un pimiento el resto de beneficiarios teóricos, cuyo papel se limita al de ingenuos espectadores, cuando no cómplices –por su pasividad–, de tan execrables prácticas.

Por el otro lado, el límite de beneficiarios se sitúa en lo que se da en llamar «la sociedad». Estas son las vocaciones candidatas a las mayores miserias y grandezas. Y entre ellas nos encontramos de nuevo con los políticos, cuyos beneficiarios son, en primer término, sus electores y, por elevación, la sociedad en general. Así como los médicos tienen –o deberían tener– como motivación y beneficiario principal la salud del paciente individual, los políticos deben –o deberían– preocuparse de la salud de la sociedad en su conjunto, tanto en su sentido literal como metafórico, incluyendo la salud democrática del sistema. Y aquí lo dejo. No me complico más.

Conclusiones
Podemos asociar el conjunto de términos analizado hoy (vocación, motivación, beneficiarios) con el concepto de función, concepto ya tratado en detalle en otra entrada del blog, entendiendo que nuestra vocación, por ser algo ambicionado, es una de las distintas funciones que deseamos ejercer en nuestra vida. Y el conjunto de funciones o compromisos que hemos adoptado voluntariamente, es lo que hemos definido como nuestra ética personal. Y que lo que verdaderamente cuenta, más que la propia consecución, la verdadera excelencia del compromiso, es la voluntad de cumplirlos. Y que, dada esta voluntad, su grado de cumplimiento afectará a la calidad, pero es accesorio. Porque, en muchas ocasiones, no depende de nosotros. Y esto es particularmente aplicable a las vocaciones. No siempre se cumplen. Especialmente, en el deplorable momento que nos ha tocado vivir, las de carácter laboral. Pero hay que tenerlas, poniendo especial atención en que los beneficiarios reales sean más de uno, porque si sólo pensamos en nosotros, además de ser moralmente impresentable, será imposible compartir las dificultades. Y perseverar. Y no olvidar que podemos tener vocaciones alternativas que, sin representar tu actividad principal, sean más accesibles y cumplan perfectamente nuestras expectativas éticas. Y si ya no podemos más, nos pasamos a la política (es broma).

«Un político es –o debería ser– un trabajador por cuenta ajena, es decir, al servicio de los electores que son los que le pagan. El problema –para nosotros, no para él– aparece cuando se convierte en un trabajador por cuenta propia (con perdón de los sufridos autónomos, también electores)».

Notas:
1 - La vocación de político no se ha incluido premeditadamente.
2 - Resalto el subrayado e hipotético «puede». 
3 - Por cierto, nunca he comprendido porqué no son erradicados y expulsados a las tinieblas exteriores por parte de sus compañeros –facción «vocacional auténtica»–, lo que exacerba mi escepticismo. 
4 - Entendido como «valor añadido»
5 - Una hiriente costumbre –especialmente utilizada por los políticos– es lamentarse de que no les «comprendemos».