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viernes, 12 de abril de 2013

MindBook - 18: Mesa para dos

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El pequeño recibidor daba paso inmediatamente al salón comedor, donde resplandecía impoluta y expectante una mesa vestida con las mejores galas. Algodón, cerámica, cristal y metal armónicamente distribuidos en una configuración perfectamente especular, la cual delataba claramente que se trataba de una mesa para dos preparada para una ocasión muy especial. Al fondo, el espacio dedicado a descanso y entretenimiento en configuración eminentemente clásica –sofá, dos sillones, mesita baja y estantería–, donde destacaba la pantalla mural de Mindbook que presidía la estancia desde la pared del fondo.

–Caramba, ¡qué espectáculo! –exclamó Alma, con la mirada puesta en la mesa.
–Pues estás viendo sólo el continente. Espera a ver el contenido –Inquieto gustaba de emplear expresiones pretendidamente ingeniosas o cultas.
–Parece claro que va a contener algo más que pastillas –bromeó su invitada.
–No estés tan segura hasta verificar el resultado del experimento. Estás ante un diletante culinario –replicó con expresión compungida.

Finalizado el escarceo dialéctico, Inquieto le previno de que se tendría que ganar el derecho de degustación trabajando un poco. Faltaba montar el producto procesado en los platos. Alma se mostró muy interesada y le precedió, entrando ambos en la cocina, donde la smartKitchen estaba en modo camuflaje, es decir, en reposo y mostrando una limpieza absoluta. Viéndola así, nadie sospecharía de su responsabilidad en la generación del exquisito aroma que flotaba en la estancia, cuyo misterioso origen permanecía hurtado a la vista –con excepción de la encimera de trabajo y la pantalla de MindBook, el resto de la cocina aparecía como una sucesión continua de paneles lisos–. Inquieto no hizo nada para revertir esta percepción, que no parecía preocupar en absoluto a su invitada, la cual, buscando a derecha e izquierda, declaró su apetito y su deseo de ponerse inmediatamente manos a la obra.

Resolvió el enigma sacando del horno los bols del puré de lombarda, las verduras hervidas y las berenjenas salteadas. Recuperó del smartFreezer los dos sobres de salmón ahumado y la vinagreta y puso dos platos limpios sobre la encimera. Recordaba perfectamente la disposición propuesta y situándose frente a uno de los platos, solicitó a Alma que hiciera lo propio con el otro. Sobre un fondo de puré, depositó las verduras hervidas y salteadas y, por último, el salmón ahumado. Finalmente, salseó copiosamente con la vinagreta de limón y tomate. Su invitada le emuló con precisión. Observaron con satisfacción el resultado y se miraron complacidos. Tras limpiarse las manos, armados con su plato recién montado, se dirigieron al comedor, donde empezó a sonar automáticamente la Primavera de Vivaldi.

–No me lo puedo creer. Es una de las composiciones que más me gusta –exclamó sonriente Alma, depositando su plato en la mesa.

Inquieto no se extrañó, aunque no pudo reprimir una cierta sensación de incomodidad. Sin duda, MindBook, conocedor de la identidad de su invitada, había tenido en consideración sus preferencias musicales. Con teatralidad aceptada de buen grado, retiró la silla de Alma y asistió con galante solicitud la elemental operación de sentarse a la mesa. A continuación hizo lo propio y observó a su invitada. A pesar de la evidente afinidad que habían experimentado desde que se conocieron, su posición frente al sistema era toda una incógnita, lo cual era lógico pues no habían tratado nunca el tema, situación, por otra parte, típica en las relaciones sociales de la época. El sistema establecía que toda comunicación inter-personal emotiva debía realizarse en el ámbito privado y resultaría de lo más idiota dedicarse a airear críticas y dudas en el entorno de MindBook, omnipresente, de forma activa o pasiva, en estos ámbitos. Esto hacía que las relaciones extra-sistema se limitaran a la fría relación laboral-profesional y que cualquier vulneración de estas normas provocase una sensación de culpabilidad que, incrementada por la incertidumbre sobre el alcance real del sistema, determinaba un alto nivel de autocontrol o autocensura. A pesar de ello, su impresión sobre Alma era que se trataba de una persona realmente integrada que no sentía incomodidad alguna –lo que, por otra parte, cualquiera podría pensar de él mismo–. Y además, en este momento, su mirada revelaba con rotundidad que estaba disfrutando sinceramente de su compañía y de la velada que presumía les esperaba. No tenía sentido involucrarla en las importantes tareas pendientes que se había fijado para más pronto que tarde: escudriñar la Caja de Pandora de su padre. Alejó estos pensamientos y decidió dedicar a Alma la máxima atención y buscar durante la comida la forma políticamente correcta de acortar la velada sin herir sus sentimientos. Regresó a la realidad y a la ensalada de verduras templadas. Sirvió vino.

–Te veo muy pensativo –oyó a Alma pronunciar estas palabras mientras sentía el suave roce de su mano.
–Pensaba en ti y en el último mes. Y en mi padre –no mintió en ello.
–Será un tópico, pero la vida sigue. Vivamos el presente –con estas palabras, Alma reafirmó su perfil de persona práctica y realista.
–Tienes razón. Brindemos por el reencuentro –alzó la copa con una sonrisa.

Dieron buena cuenta del primer plato –por cierto, exquisito en su simplicidad– en compañía de Vivaldi y de una relajada conversación durante la cual no encontró oportunidad para limitar la duración de una velada que, a medida que progresaba, se prometía más y más agradable. Finalizada la ensalada, Inquieto le pidió esperar en la mesa, ya que el segundo no precisaba mayor preparación que servirlo. Tras rechazar su protesta, retiró los platos y entró en la cocina. En no menos de treinta segundos apareció de nuevo con una bandeja y una salsera, depositando ambas en el centro de la mesa. El aroma era toda una promesa. Le sirvió un lomo de merluza y la invitó a regarlo con el aceite de tomillo. A continuación, hizo lo propio. Empezaba la segunda parte. Tenía que romper el encanto. Y le preocupaba. Se consoló pensando que no existía ningún impedimento para repetir la velada tantas veces como quisieran. Pero hoy era hoy. Y se lo soltó de sopetón.

–No sé como justificarlo sin parecer descortés, pero deberíamos terminar la velada sobre las seis –espetó nada más sentarse.
–Debo reconocer que es la manera más original con la que me han invitado a pasar la noche –replicó con coquetería, para horror y desesperación de Inquieto.
Alma, me refiero a las seis de la tarde. No te puedes imaginar el trabajo que tengo que terminar antes de mañana –tuvo toda la impresión de que sonaba fatal y que la casa se le derrumbaba encima. Pero no fue así. Ella le seguía mirando con expresión tranquila.
–Se me complicó el trabajo el viernes y se me hizo muy cuesta arriba anular la cita. La verdad es que tenía muchas ganas de verte –prosiguió, dudando de la credibilidad que despertaba, a pesar de la veracidad de la última afirmación.
–No hace falta que te justifiques más. Quizá sea mejor dosificar la reanudación de nuestras relaciones, no sea que nos vayamos a empachar –su voz sonaba alegre y sincera.
–Desde luego, esta chica es una joya –pensó Inquieto y, acto seguido, cogió su mano e intentó cerrar el tema con éxito:
Alma, desde que has llegado no me he podido quitar de la cabeza como suavizar esta descortesía, pero tienes el don de la simplificación y de hacerme sentir bien. Te lo agradezco –concluyó el parlamento con una amplia sonrisa.

Alma se levantó, rodeó la mesa, le dio un beso cariñoso y, con expresión de complicidad, pronunció las palabras que, sin dejar margen a la duda, zanjaban la cuestión:

–Venga, que se está enfriando la merluza. Y el tiempo corre –sonrió, al tiempo que se apuntaba insistentemente al reloj.

El resto de la comida transcurrió por derroteros de paz y tranquilidad. Sin más referencia al recorte de la velada, hablaron de sus respectivos trabajos –Inquieto recargó un poco la mano en el viernes–, del tiempo y de un nuevo mindyconcurso muy popular y entretenido. Una vez consumidas las dos botellas de vino, los lomos de merluza, el helado de postre, el café y las cuatro estaciones de Vivaldi, no había ninguna duda de que los dos estaban pensando en lo mismo: habiendo satisfecho –y bien satisfecho– el instinto primario de supervivencia, había llegado el momento de satisfacer otros instintos no menos trascendentes. Se miraron largamente a los ojos y todo quedó dicho. Se levantaron al unísono, se cogieron de la mano y contoneándose ante la silenciosa pantalla, abandonaron el salón. El cursor se quedó solo. Bueno, con la mesa por recoger. Eran las cuatro de la tarde.

Continuará...

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