Si visita este blog por PRIMERA VEZ, le recomendamos leer EN PRIMER LUGAR Empezando por el principio.


sábado, 26 de octubre de 2013

El Gran Fallo

Lenta, aunque no siempre...
En el inmenso abrevadero de hechos consumados de donde extraemos temas de interés para el alcance del blog, destaca, por su escasa Calidad y menor Excelencia, así como por su fuerte impacto en la Ética de un amplio sector de la población –en el que me incluyo–, lo que se ha dado en llamar «el fallo de Estrasburgo». Y es que este fallo –como a muchos de mis congéneres– me parece un fallo enorme o, sin jueguecitos de palabras: esta sentencia me parece un enorme error. Habida cuenta de que el fallo –en sus dos acepciones– ha sido analizado del derecho y del revés por parte de destacados políticos y juristas, nada más lejos de mi intención que abundar en este hecho específico, fallo puntual que, a pesar de su gravedad intrínseca, me tomaré la licencia de considerar menor –con el máximo respeto a las víctimas del terrorismo–, si lo comparamos con el Gran Fallo estructural gestado, alimentado y perpetuado precisamente por sus dos protagonistas principales, los que más lo han criticado: los políticos, como los creadores de leyes, y los jueces, en su papel de interpretadores y ejecutores.

Soy consciente del riesgo de entrar en planteamientos que puedan ser tachados de demagógicos, pero, en este caso, es un riesgo que considero hay que correr. Y lo voy a hacer con una enumeración no exhaustiva y un tanto desordenada de los principales fallos –acepción «errores»– y hechos relevantes que, en mi humilde y simplificadora opinión conforman y confirman el Gran Fallo citado.
  • Los jueces son nombrados por los políticos aplicando criterios de afinidad y de torticera aritmética decisoria;
  • Dada la incapacidad, el cortoplacismo y el sectarismo demostrados ampliamente por la clase política, el punto anterior resulta especialmente preocupante;
  • La pereza, la desavenencia partidaria y el punto anterior, impiden el mantenimiento eficaz de nuestras leyes –entendiendo como tal, su ágil ajuste a las exigencias de la sociedad–, lo que propicia la aplicación de principios jurídicos periclitados o inapropiados a la realidad social;
  • Esta obsolescencia o inadaptación es la que propicia por parte de los jueces la búsqueda y aplicación de interpretaciones que, normalmente, por presión social, intentan paliar situaciones aberrantes (de hecho y de derecho). Es en una de estas «interpretaciones» –para más inri, retroactiva–, convenientemente respaldada por el Constitucional y el Supremo, donde se encuentra la semilla del deplorable «fallo de Estrasburgo»;
  • Resulta tragicómico e incoherente que se impongan condenas de miles de años y que estas condenas puedan redimirse –con o sin fallo– con unas decenas de años;
  • También resulta tragicómico que –según nos ha informado la prensa– por cada tres días en prisión se aplique un «beneficio penitenciario» de un día, sin exigir el arrepentimiento ni nada más dificultoso que no enredar y quedarse en la cama todo el día (ignoramos el catálogo de requisitos exigibles para aumentar estos ya de por sí suculentos «beneficios» básicos);
  • Tampoco comprendo la existencia del juez instructor, hurtando de esta responsabilidad a los fiscales, que son los que, en mi opinión, como vemos en las películas anglosajonas, deberían pilotar la investigación de la policía. Aunque probablemente, todo este extraño e ineficaz montaje responde al sesgo político de todos los cargos –fiscales incluidos–, a su endogamia y corporativismo y a la escasa responsabilidad de todos ellos frente a sus electores en particular y la sociedad en general.
  • ... 
Dije enumeración no exhaustiva y lo ha sido. Me quedan en el tintero muchos ejemplos no ejemplares de miembros de ambas clases que están en la mente de todos y que caracterizan este Gran Fallo al que me refiero y que no circunscribo a la judicatura sino a un fallo sistémico generalizado. Tenemos numerosos políticos y jueces corruptos y prevaricadores en diferentes estados: presuntos, condenados, imputados, en fase de instrucción y en pleno juicio. Tenemos jueces «estrella» que solicitan ayuda económica a sus encausados para dar conferencias en el extranjero, tenemos «justicieros» errantes que, en base a no se sabe qué criterio, se dedican a perseguir a algunos dictadores extranjeros, tenemos jueces, aspirantes a «estrella», cuya esposa escribe libros sobre los juicios de su marido, tenemos jueces metidos a políticos que, despechados por no ser nombrados ministros, abandonan la política y se dedican a abrir cajones interesadamente cerrados por ellos mismos, tenemos dos jueces –uno de ellos entonces ministro de justicia, es decir, político– que, presunta y sospechosamente, se van juntos de cacería en vísperas de la inmediata declaración ante el magistrado de imputados en un caso de gran trascendencia política, tenemos secretos sumariales retransmitidos en directo por los medios, tenemos un retraso incomprensible en la aplicación de la justicia, retraso que, discrecionalmente, se encoge –como se ha visto en la meteórica aplicación del «fallo de Estrasburgo»– o alarga, tenemos, tenemos... Y la conclusión, quizá demagógica, es que tenemos lo que nos merecemos.

Terminaré con una anécdota personal, afortunadamente única: yo me las tuve que ver con el Gran Fallo. En mi ya lejana actividad profesional me vi indebidamente –sí, ya sé que es un tópico– imputado en un lío de patentes y de propiedad industrial entre empresas en un tema de tecnología punta –para la época– relacionada con el sector espacial y las telecomunicaciones. O sea, que allí estoy yo –entre el resto del equipo directivo– con traje y corbata, convenientemente duchado y peinado, sentado ante la juez y se me ocurre cruzar una pierna por encima de la otra (apoyada, no desplegada en horizontal). No lo olvidaré nunca. Su señoría me llamó la atención, me reconvino el gesto y me exigió con mucha seriedad que me comportara con respeto y no adoptara posturas displicentes, negligentes ni ofensivas (creo que estas fueron sus palabras). Es decir, que me pasé el resto del juicio muy quieto y con las dos rodillas juntas. No sé muy bien qué tiene que ver con el tema de hoy, pero me ha aflorado inopinadamente y aquí queda reflejado. Perdón, ahora veo la relación: he visto muchos juicios de presuntos asesinos múltiples por la tele y, francamente, lo que me pasó a mí me parece un absoluto despropósito. Se sientan y visten como quieren y ningún juez –o jueza– les llama la atención.

Hoy, como en todo Gran Fallo, poca calidad, poca excelencia y poca ética (en los actores del fallo, por supuesto).

NOTA: Me olvidé de citar en mi anécdota a mi (nuestro) carísimo (afortunadamente, pagaba la empresa) abogado, famoso y prestigioso en su momento, el cual –quizá todos actúan así– ignoraba todo sobre nuestro caso y cambiaba impresiones con nosotros 5 minutos (sí, cinco) antes de entrar en la sala. Posteriormente, este prestigioso –y temido– abogado fue condenado y cumplió prisión por prevaricación e implicación en una trama judicial corrupta.

sábado, 12 de octubre de 2013

Solución, Disolución

Sin palabras...
De nuevo enfrentado al compromiso semanal de practicar el noble arte de la escritura llega el momento de elegir tema. Y debo decir que en esta ocasión me ha resultado muy fácil, circunstancia que, paradójicamente, también me ha resultado sumamente molesta y lamentable. De hecho, dado que he adoptado la cómoda fórmula de encontrar inspiración en sucesos recientes de cierta relevancia, hubiese preferido la rutinaria incertidumbre provocada, indistintamente, tanto por su ausencia como por su exceso. Pero esta semana, uno de ellos destaca de forma desmesurada. No por su brillo, sino por su oscuridad, por el profundo abismo negro, salado y húmedo, destino final de cientos de seres humanos que han encontrado, en una suerte de trágico ballet perfectamente sincronizado –éste es el verdadero hecho diferenciador–, la única verdad absoluta que nos ofrece la vida, que es, precisamente, la muerte. Y, perversamente, la han encontrado como respuesta a su búsqueda de una vida más larga y mejor, en un intento frustrado de prorrogar este momento inevitable, huyendo de las inhumanas condiciones de supervivencia en sus lugares de origen (llamarles países o naciones sería un eufemismo). Este suceso es el que, desde la cómoda posición de mi sofá y ejerciendo la parte alícuota de hipocresía que me corresponde como miembro de la especie –todavía– humana, ha actuado de catalizador de mi inspiración.

Pero como todo catalizador, en sí mismo no es el responsable del proceso mental desencadenado. Lo ha acelerado, a pesar de que, sin él, más tarde o más temprano, la cotidiana acumulación de sucesos de menor enjundia cualitativa y cuantitativa lo hubiera justificado plenamente. Otra cosa muy distinta es que, probablemente, no hubiesen despertado mi atención, pero ahora lo han hecho y es tal la avalancha de reflexiones que afloran que me obligan a adoptar un estilo forzosamente esquemático de enumeración no exhaustiva de hechos y comentarios, aparentemente inconexos, reflejados con la mayor fidelidad y espontaneidad.

Conviene también puntualizar de entrada que el indudable desahogo que representa verter por escrito estas reflexiones no ejerce papel alguno de antídoto sobre mi escepticismo vital, es más, refuerza mi convicción de que nos encaminamos a una especie de abismo indeterminado del cual será imposible salir a menos que se produzca el milagro –retórica pura– de una regeneración de los valores individuales –los colectivos son una simple consecuencia estadística– por uno de los dos únicos medios posibles: a) generación espontánea (autogestión, iluminación mística, instinto de supervivencia, etc.) o b) conducidos por pastores o líderes que ni están ni se les espera (opción de muy mal ver entre el sector progresista). En ambos casos, en mi humilde opinión, pintan bastos. ¿Tenemos, como especie humana, solución?
  • A finales de siglo –mañana mismo– seremos unos 10.000.000.000 (diez mil millones) de habitantes(1) en el sufrido planeta Tierra. Para hacernos una idea, unas diez veces los actuales usuarios de FaceBook. O sea, que faltan 87 años, que son los que han transcurrido desde 1926, es decir, ayer mismo. Pensemos en todo lo que ha pasado, en el enorme desarrollo científico y tecnológico –cuántica, genética, neurociencia, internet, etc.–, y, basados en ello, aceptemos que no tenemos ni la más remota idea de lo que pasará entonces ni de lo que pasará hasta entonces, pero que, indudablemente, visto lo visto, sin un giro social copernicano, no será nada bueno.
  • Nuestros líderes políticos(2) presentan un trastorno bipolar acusado, patentizado por la coexistencia de preocupaciones a cortísimo plazo futuro –unos pocos años– y a medio plazo pasado –unos pocos siglos–. Localmente, tenemos un ejemplo en la nueva ley de educación que, en un alarde de coherencia, ya han decidido eliminar tras las próximas elecciones y en la enfermiza conmemoración anual y explotación sentimental de antiguos acontecimientos –hoy mismo tenemos uno, el 12-O– ocurridos hace siglos, grave trastorno que les impide ver más allá de sus propias narices y consensuar medidas de largo alcance que trasciendan del miserable período electoral. ¿Cómo vamos a esperar que piensen en la imparable superpoblación mundial, si están preocupados exclusivamente por sus cuatro años de permanencia al frente de sus pequeñas tribus?
  • El espectáculo de la sala llena de ataúdes visitada por los próceres de la UE, abucheados por los habitantes de la pequeña isla, complementado por el teatral acto de contrición ante las cámaras y la promesa de solución del problema de la inmigración ilegal(3) es otro ejemplo de miopía política –en este caso, europea– ante el imparable fenómeno de la globalización propiciada por el aumento de la población y la consiguiente –y lógica– búsqueda de recursos de supervivencia. Huelga también comentar la falta de atención dedicada a este problema concreto –quizá el mayor al que nos enfrentamos como especie, incluso superior al manido calentamiento global– por la máxima organización supranacional, la ONU.
  • Existe un consenso generalizado en que la calidad de la educación es muy baja y está empeorando –ahora volvemos a nuestra pequeña tribu– y también observamos que nuestros líderes no consiguen el más mínimo acuerdo para poner solución a esta cuestión estratégica. Esto me lleva a concluir que, dado que los políticos se extraen de la sociedad y que la cultura de la sociedad empeora, estamos en una espiral decadente en la que nuestros líderes, los que nos deben conducir a buen puerto, son y serán cada vez más incompetentes. Todo esto sin considerar corruptelas o déficits morales, no dependientes del nivel cultural.
  • Se aprecia también una creciente corriente de opinión favorable a transferir –el término más utilizado es "devolver"– a la sociedad la responsabilidad de la toma de decisiones, haciendo gala de una fe sin límites en la capacidad de la misma de autogobernarse, capacidad sobre la que albergo dudas superlativas, en especial en un mundo global superpoblado. Por descontado, el argumento se podría resumir en el siguiente eslogan: «la solución es la disolución», teniendo un ejemplo local paradigmático y en cierto modo justificado, en la evidente inoperancia –ganada a pulso– del Senado.
  • También resulta sintomática la ceguera –más que miopía– de los políticos locales de medio pelo, los cuales, con sus esfuerzos centrifugadores y desintegradores, prefieren hacer tabla rasa y lanzar a sus comunidades a una piscina –más pequeña– sin agua en lugar de mejorar lo existente. De nuevo, «la solución es la disolución». Todo lo contrario a la globalización, que es concentración, y a la anticipación ante un imparable y, en mi opinión, deseable, futuro próximo sin fronteras.
Y en el supuesto de que, con diez mil millones de habitantes, persistan las fronteras –lo cual no es en absoluto descartable–, el escenario que se dibuja es escalofriante. Un verdadero quebradero de cabeza para progresistas y conservadores. La fronteras delimitarán guetos autodefensivos a modo de las murallas de la ciudades medievales –con sus señores feudales y todo–, que pretenderán defender a la sumisa y agradecida colectividad de la invasión de las hordas de hambrientos y menesterosos que serán los que estén «fuera». Lampedusa elevado a la máxima potencia. Triste futuro y también triste conclusión: Escepticismo y Pesimismo, ambos referidos a la especie humana y a su subconjunto de líderes, dirigentes y, en suma, políticos (por favor, leer de nuevo el párrafo anterior a la enumeración).

La mejor «solución».
Hoy pues, mucha Política y, en consecuencia, poca Calidad, poca Excelencia y poca Ética. Ya está escrito. Aunque, con objeto de terminar con algo mejor sabor de boca, se me antoja interesante jugar un poco con el lenguaje y explorar las distintas acepciones que nos ofrece el título. Hasta ahora los hemos utilizado en su forma social, entendiendo por solución la «acción y efecto de resolver una duda o dificultad» y por disolución «relajación y rompimiento de los lazos o vínculos existentes entre varias personas». Pero su acepción físico-química es algo más optimista: solución y disolución son sinónimos y significan «una mezcla sólida y homogénea de dos o más sustancias». Quizá por mi formación más técnica que humanística, me quedo con esta última. Porque, en el fondo, todos somos iguales.

«Muchos saben «qué» hacer, pero pocos «cómo» hacerlo.¿Para qué sirven los diagnósticos si no se aplican las terapias adecuadas?».

«Todo plan digno de tal nombre nace para ser modificado. Esto es sistemáticamente ignorado por los políticos que, de forma ingenua o perversa –que más nos da–, siempre nos venden sus planes como si fueran fórmulas mágicas inmutables».

«Los mayores crímenes son los que suelen expresarse mediante estadísticas, diluyendo la quemazón del horror en la insensibilización provocada por los fríos números».

Notas:
1 - Este es el nombre más apropiado. Personas, hombres, humanos, etc. admiten mucha controversia.
2 - Locales, autonómicos, nacionales, europeos y mundiales.
3 - ¿Acaso la van a legalizar?  

lunes, 7 de octubre de 2013

Es Verdad, está Bien...

¿Cuántas veces hemos oído, incluso pronunciado, estas arriesgadas afirmaciones? Porque, en la mayoría de ocasiones, llevados por la inmediatez y la emotividad de la conversación, lo son. Veamos porqué.

¿Es verdad? ¿Está bien?
En principio, cualquier afirmación lleva implícita la condición –subjetiva, por supuesto– de veracidad. Por lo tanto, nos vamos a concentrar en la segunda: la que asegura que algo «está bien», con lo que también afirmamos –aunque normalmente no lo explicitemos– que «es verdad» que ese algo «está bien». Esto es lo que nos lleva a restringir el alcance del tema de hoy a dominios concretos, a ese «algo» prosaico y terrenal, no extensivo a conceptos metafísicos tales como la verdad o el bien absoluto.

Establecido el alcance, mi impresión, apoyada en una dilatada experiencia –a la que, más allá de la edad, no le corresponde mérito alguno–, es que la afirmación de que algo «está bien» es, como poco, superficial. Y lo es porque cuando al defensor de tal afirmación se le requiere a fundamentarla –o, lo que es lo mismo, a justificarla–, en la mayoría de las ocasiones, no sabe qué decir. Lo más normal es que te suelte una nube oral de humo que, además de intoxicarte mentalmente, enturbia de forma irreversible la categórica y escueta afirmación inicial, con el riesgo de llevar la conversación a derroteros absolutamente extravagantes e inesperados.

Y nada de esto sucedería si se suavizase la categórica afirmación con un honesto y humilde «creo que» o, en su defecto, se apoyase en un conocimiento preciso de los requisitos –las necesidades establecidas– que debe cumplir ese «algo» para poder afirmar con veracidad que «está bien». Y, francamente, ninguna de estas condiciones se da en la práctica habitual.

Sin ir más lejos, la semana pasada, en un encuentro con un micro-empresario relacionado con la calidad y las –según él– extremadas exigencias de sus clientes –sector del automóvil–, me argumentaba continuamente que las piezas que producía «estaban bien», a pesar de reconocer abiertamente que desconocía la importancia que pudieran tener para su cliente algunos de los requisitos exigidos, por desconocer también la aplicación real de dichas piezas. Cualquier intento de llevar al campo racional y metrológico la discusión, se encontraba con la muralla sentimental representada por la pretendida agresión perpetrada por su cliente exigiéndole unos requisitos «excesivos» e «innecesarios» dado que sus piezas «estaban bien».

Y este ejemplo real, ilustrativo de los riesgos que conlleva anteponer el sentimiento a la razón, creo que es perfectamente extrapolable a cualquier ámbito vital. Aseguramos que algo «está bien» porque nos lo parece, sin conocer exactamente «cómo debe ser». Y si no nos gusta «cómo debe ser», en lugar de esforzarnos por su cumplimiento, lo criticamos o, incluso, lo pretendemos modificar. Es lo que hay. Si, por poner un ejemplo, creemos que el comportamiento con nuestra pareja o con nuestros hijos «está bien» y percibimos su insatisfacción, con toda probabilidad, es porque desconocemos sus requisitos, que no son otra cosa que lo que esperan de nosotros. Entonces, si no nos gusta el «cliente», pretendemos cambiarle o buscamos otro. Pero si no lo cambiamos –en la mayoría de ocasiones, porque no se puede–, como buen «proveedor», debemos satisfacerlo. Por lo menos, con la Calidad adecuada. Y Calidad no es otra cosa que el grado de cumplimiento de los requisitos. Por lo tanto, sin conocer los requisitos, nunca podrá existir la Calidad. Y, de nuevo, tal y como están las cosas, la Excelencia la dejaremos para otro día –u otra época–.

En el fondo todo se reduce a «hablar de lo que se sabe» o a «saber de lo que se habla». Y es que no hay nada peor que «no querer saber», porque «no saber que no se sabe» es ignorancia, mientras que lo otro es irresponsabilidad o, en el peor caso, maldad patológica.