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sábado, 31 de agosto de 2013

No decir No no es decir Sí

o «La vida no es sólo blanco o negro; la vida también es gris».

El sábado parece un día propicio para escribir. Probablemente, no será así para todo el mundo, pero, en mi caso, despierta esa especie de necesidad oculta que nos asalta en ocasiones y nos crea un cierto desasosiego, ligero, pero notable. Uno de estos sábados será cuestión de reflexionar sobre la causa, pero, en el día de hoy, aprovechando unos sucesos de lamentable actualidad, me voy a concentrar en un tema que creo merece cierta atención.

Por mi condición de clase pasiva, tengo una cierta limitación en el número y variedad de fuentes de información externa –en mi vida profesional activa mi entorno vital era mucho más amplio y heterogéneo–, que se resumen en mi entorno familiar, mis amistades –éstos de perfil más que conocido–, los medios –prensa (en mi caso, tres periódicos de línea discrepante), radio y TV– y las redes sociales, de las que, a los efectos de esta entrada, destaco Facebook. Dado que el ser humano –por lo menos, en mi caso– es como las esponjas, es decir, absorbe con facilidad la información, pero también se satura y su receptividad tiende a cero, resulta de lo más conveniente exprimir lo absorbido –lo que provoca inevitablemente la expulsión de lo sobrante– para hacer sitio. Y este juego de absorber y expulsar, esta bi-direccionalidad, no es más que lo que entendemos por comunicación, únicamente factible con personas reales y, como veremos, en mucha menor medida, virtuales. Con lo que llegamos a la cuestión de hoy: ¿son las redes sociales una verdadera herramienta de comunicación?

Cuando nos encontramos cara a cara con alguien real, la comunicación se establece a pesar del silencio. La entrada y salida de información provocada por la compleja gestualidad del rostro es enorme, haciendo, en ocasiones, innecesario el uso de la palabra. Y si hacemos uso de ella, sin que existan garantías de conseguir establecer línea, lo que resulta siempre cierto es que podemos llegar a conclusiones válidas –para nosotros, por supuesto– sobre la persona que tenemos enfrente.

La lamentable utilización por parte de indeterminadas «no personas» de un agente químico en Siria con el resultado de más de 1.400 víctimas y la persistente especulación sobre una eventual acción de castigo por parte de EEUU y otras potencias occidentales, con o sin el apoyo de la ONU, ha generado un sinfín de publicaciones en Facebook que contrasta con el silencio que han merecido las más de 100.000 víctimas por causas –o armas– más convencionales, es decir, simples bombas o balas. Pero esto no es lo determinante –a fin de cuentas, sucede más o menos lo mismo en el mundo real–. Lo determinante es el carácter de las publicaciones, en particular las imperativas, como un escueto y tronante: ¡¡¡No a la guerra!!!

No decir No no es decir Sí
Inevitablemente, al leerla, me imagino que me encuentro frente a frente con la persona que me la espeta y en la determinada expresión de su ceñudo rostro veo que está esperando mi contestación. ¿Qué hago? Si me callo... ¿otorgo? Algo me dice que esto es lo que piensa mi «interlocutor». ¿Cuál es el objetivo de esta obvia publicación? ¿Se refiere a la intervención de EEUU? ¿Qué descerebrado puede decir sí a la guerra? ¿Qué matices permite una publicación de este tipo? Por esto es por lo que pienso que las redes sociales son simples escaparates donde exponer nuestras fobias y filias, nuestras miserias, sin dejar el mínimo resquicio a la comunicación. Simples puertas de nevera llenas de mudas pegatinas que nos observan mientras preparamos el café. Y por esto es por lo que, tras repetidos intentos de conseguir verdadera comunicación, he desistido.

De hecho, a contrario sensu, podríamos equiparar sentencias como la comentada con un «¡¡¡Sí a la libertad!!!» o «¡¡¡Sí a la paz!!!» ¿Quién no las suscribe?

Ante publicaciones de este tipo mi reacción es de indiferencia aunque, probablemente, un día, a modo de experimento, me veré impelido a llenar mi muro de todo un catálogo de imaginativas obviedades, en este caso de valor bastante más absoluto, tales como «No a la violencia de género», «No a la violación», «No a la corrupción política», «No a la pederastia», «No a la homofobia», «No a la xenofobia», «No al maltrato animal», «No a ...» ¿Cuántos Nóes podríamos publicar? Esto, que no es en absoluto necesario en la vida real, donde, en nuestro entorno, todos nos conocemos, podría ser valorado positivamente por el batallón de iluminados y justicieros virtuales que, amparados en el incógnito, pueblan las redes en su interesada lucha por modificar su mundo –ellos le llamarían «mejorar»– aproximándolo a sus querencias, simpatías y necesidades. Todo ello, en el supuesto de que el carnet virtual que conceden sirviera para algo útil. No para mí.

Ni que decir tiene que estas reflexiones están dedicadas a un colectivo muy concreto y no son extensibles a muchos usuarios de las redes sociales y amigos virtuales que perseveran en su estéril intento de decantar el balance hacia los valores positivos que representan una verdadera y sincera comunicación sin ánimo de proselitismo ni atisbo de dogmatismo. Pero son los menos, aunque son los que dignifican el medio.

Reconduciendo el tema al propósito del blog: A pesar de la inadecuación de la herramienta, la comunicación virtual debería ser fiel reflejo de la comunicación real. Comportarse, sin trampa ni cartón, del mismo modo que lo haríamos en un cara a cara. Este compromiso, que quizá se cumple también en los casos criticados, es también un reflejo de nuestra ética personal. Aunque en un cara a cara, a veces, con algunos, acabásemos mal. En el fondo, la comunicación virtual –o su sucedáneo– no deja de ser una ventaja.

Y como guinda, una publicación propia (y calentita, de hoy):

«Asumiendo la indiscutible subjetividad que caracteriza las siguientes valoraciones cualitativas, pienso que un solo destello fugaz de autenticidad, originalidad, belleza, transparencia, ingenio, respeto, templanza o equilibrio –que no equidistancia–, es capaz de velar cientos de manifiestos o deposiciones exhibicionistas, superficiales, adocenadas, tendenciosas, intolerantes, crípticas, supuestamente eruditas o moralmente ejemplarizantes. Estos destellos son raros por infrecuentes, pero haberlos haylos y su brillo es tal que hacen innecesaria la tediosa tarea de separar el grano de la paja. Que duren..., porque son el principal signo de vida en esta selva virtual. ¿O quizá mejor, desierto?»

Nota: Por su indudable relación he aquí un enlace con Beatles, Facebook y derecho a decidir.

viernes, 23 de agosto de 2013

Los Privilegiados

Pocas veces estará más justificado el uso de la mayúscula, porque mayúsculo me parece el cambio acontecido en el limitado espacio temporal de tres generaciones y mayúscula me parece también la diferencia entre la calidad –entendida en su sentido más amplio– de mi particular existencia y la que les ha tocado vivir a las generaciones anterior y posterior. En cuanto al plural, al margen del alcance local y personal de estas reflexiones, puntualizar que se debe a mi impresión de que, sin entrar en detalles particulares, el fondo de lo que aquí se expresa puede ser suscrito por más de una persona. Y si no es así, tómese como un cuento o un ensayo con todas las licencias literarias admisibles y la típica salvaguarda de que todos los hechos descritos son ficticios y no responden a realidad alguna.

Generación -1 (perdedores)
Su nacimiento se sitúa en el entorno de la primera Guerra Mundial (1914-1918), hecho quizá premonitorio que marca su juventud consumida –nunca mejor dicho– en una sangrante y fratricida guerra civil que, a los del bando perdedor –te tocaba donde te tocaba–, les lleva, en emigración forzada, a refugiarse en Francia, donde les hacinan en campos de concentración en las playas de Argelès (hoy, Argelès-sur-Mer, villa turística) donde, quizá por ahorro de costes, las alambradas estaban sustituídas por simples postes enfilados por las ametralladoras de «los senegaleses». Obviamos detalles de la estancia y regreso –darían para una buena novela–, pero lo que no podemos obviar es la justificada calificación de «juventud perdida», no sé si cualitativamente mejor o peor que la de la juventud actual, pero me permitirán que la califique, benévolamente, de «distinta».
Saltamos a la madurez, donde lo más destacable es renacer desde menos que cero (sanbenito de «rojo», racionamiento, etc., etc.), encontrar un trabajo –en muchos casos, precursor de los actuales «autónomos»–, formar una familia –el papel de las madres se circunscribía al tópico «sus labores»–, dar formación a sus hijos y trabajar, trabajar duro y muchas horas, cada uno –padre y madre (ésta, todas las horas)– en los papeles que les había tocado vivir.
De la vejez, destacar solamente la vulneración del proverbial comportamiento con el que se etiqueta a todo anciano digno de tal nombre: contar «batallitas». Y no sería por falta de ellas. Nada de eso. Su discurso recurrente era «no permitáis que esto se repita». Estaban tan cansados que no les quedaba resuello ni para el afán de revancha. Perdieron casi todo –no sólo la guerra– y punto. En su momento –sólo una vez–, cuando creyeron que sus hijos estaban preparados, contaron hechos ciertos –vívidos y vividos– y esto fue todo. Después, en silencio, sin lamentaciones, se marcharon y, en muchos casos, sin percibir atisbo alguno de gratitud, con la decepcionante impresión de que su existencia había sido estéril. Esto, que nos puede parecer normal –sólo apreciamos lo que teníamos cuando nos falta–, resulta especialmente sangrante en esta generación de perdedores, si aceptamos el hecho incontrovertible de que son los responsables físicos de la siguiente generación, la del autor.

Generación 0 (privilegiados)
Existieron... De verdad.
Nace en el entorno del fin de la segunda Guerra Mundial (1945), bomba atómica incluida. Piso de 40 m2 (comedor, 2 habitaciones sin baño), disciplina paterna –algún cachete, de vez en cuando–, juguetes de fabricación propia (cajas de zapatos, pinzas de tender la ropa, botes de ColaCao), pollo y cava sólo en Navidad, colegio de pago –con palmetazos en el culo y lanzamiento de reglas–, primaria, secundaria, trabajar (y fumar) desde los catorce años –se empezaba de pinche–, formación profesional –también nos cansábamos de estudiar–, ingeniería, correr delante de los grises, servicio militar –experiencia absolutamente gratificante–, dos canales de TV, cambio de trabajo cuando querías, camping y relaciones internacionales en la Costa Brava, fiestas y verbenas domiciliarias, montones de clubs con música en vivo, los Beatles, matrimonio –era ya habitual el trabajo femenino–, emancipación, piso de alquiler, hipoteca, piso propio, un 600, buenos empleos, tres hijos, asistir a su crecimiento y evolución sin demasiados tropiezos, cambios de coche y de piso, vida laboral continuada –51 años de cotización sin bajas–, matrimonio estable –con sus más y sus menos, como todos–, jubilación con pensión –escasa, pero real–. ¿Es una película? No. Es la descripción de la vulgar y vegetativa existencia de un miembro de la generación de los «privilegiados». Quizá algo sesgada, pero lo escrito, fue y está siendo. Lo no escrito –lo malo, que lo hubo– también, pero no resulta relevante para el tema que nos ocupa. Lo único relevante es que si un miembro de esta privilegiada generación se queja, deberíamos meterle en la máquina del tiempo y ponerle en la playa de Argelès con «los senegaleses» o en el Alto de Los Leones guardándose una bala en previsión de la llegada de «los moros». Por cierto, cómo cambian los tiempos. Antes mercenarios o súbditos coloniales y ahora aspiran a participar de nuestro «paraíso».

Generación +1 (???)
Lo fácil es recurrir a lo que no teníamos (ni falta que nos hacía): paro, fracaso escolar, consumismo, playstations, tablets, teléfonos móviles, internet, redes sociales, botellones, deportivas de marca, cientos de canales de TV, AVE, líneas aéreas low-cost, etc., etc. Pero, indudablemente, el problema es mucho más complejo que lo que les sobra y les falta y excede del limitado espacio de una entrada de blog. En qué medida la responsabilidad de lo que les sucede es achacable a la generación de los «privilegiados» es difícil de establecer, pero una parte alícuota, no pequeña, nos corresponde. Muchos de los actuales políticos corruptos e incompetentes pertenecen a esta generación –la nuestra– y poco se puede esperar de su ejemplo (como se demuestra con sus retoños). Estos políticos han dilapidado el crédito y las expectativas con las que se inició la transición y han conseguido el desapego de la política y el adocenamiento de gran parte de la población, así como el abandono de la cultura del esfuerzo que aprendimos de nuestros padres, los «perdedores». Pero ahora, lo que tenga que llegar, depende de los descendientes de los «privilegiados». Es su responsabilidad. Difícil camino, no envidiable. Hasta donde llega mi conocimiento, muchos, en una suerte de suicidio generacional, han decidido no contribuir a la Generación +2. Les comprendo. Es una postura ética racional y perfectamente defendible. Yo, hoy, en su caso, hubiera hecho lo mismo.

Nota: Antes de que los héroes de salón o los fundamentalistas de la memoria histórica me adviertan de la falta de referencias a la dictadura –o la dictablanda que conocí–, les diré que es deliberada. Y es así, en memoria y honor de mi progenitor, un perdedor que me enseñó a afrontar la vida tal como llega, y el hecho de que a nuestra generación nos haya llegado de cara no es culpa nuestra. Nadie que no haya vivido –o conocido de primera mano– los acontecimientos relatados está en condiciones de criticarlos. Ni de opinar siquiera. Sobre todo los defensores de la manida y recurrente frase «mejor morir de pie que vivir de rodillas». Que piensen en la enorme cantidad de mujeres-madres-perdedoras (quizá las suyas) que así fregaban el suelo. Porque no había otra forma. Y había que hacerlo.

viernes, 9 de agosto de 2013

Ayuda²

Se inicia aquí la serie de entradas anunciada en un reciente artículo, dedicada a desarrollar lo que he venido en llamar «frases (casi) propias», las cuales vienen a representar una fuente alternativa de inspiración en los cada vez más frecuentes períodos de sequía o –porqué no reconocerlo– de pereza mental en la búsqueda de temas, quizá propiciada –espero– por la canícula, lo cual, de confirmarse, determinará su reversibilidad, aunque, sinceramente, no las tengo todas conmigo.

«Hay que estar muy seguro antes de dar o pedir ayuda porque, en muchas ocasiones, es peor el remedio que la enfermedad».

Esta frase nace de la experiencia propia. No de una profunda introspección a la sombra de un pino ni de la búsqueda enfermiza de aforismos para la posteridad, sino como consecuencia de una vivencia real en la que, con cierto retraso, pude reconocer que, de forma inconsciente, había pedido ayuda y recibido –esta vez de forma totalmente consciente– menos que nada, lo que, obviamente, me dejó peor que antes. Y esta desagradable experiencia se concretó en la frase, la cual vamos a intentar analizar con algo más de detalle. Haciendo honor al título, vamos a intentar profundizar en la gestión de la ayuda, con la saludable intención de ayudar adecuadamente, a nosotros mismos y a los demás. De ahí la ayuda al cuadrado.

Con objeto de simplificar el análisis, podemos representar la gestión de ayudas mediante un proceso de cuatro fases en el que intervienen dos sujetos: el sujeto A (cliente) y el sujeto B (proveedor). Este es uno más de los infinitos procesos rutinarios y habituales en los que se hace patente la importancia de la cadena proveedor-cliente y de la identificación de nuestro papel en ella, en la gestión de la calidad y la excelencia en las relaciones personales y, consecuentemente, en nuestra ética. El proceso es el siguiente:

Pedir(sujeto A) → Detectar(sujeto B) → Dar(sujeto B) → Recibir(sujeto A)...

Pedir
Solicitud consciente y explícita
Sin lugar a dudas, el disparador de la petición siempre es una necesidad. Pedimos ayuda porque creemos que la necesitamos. Quizá estamos en un error, pero, en este momento, no somos conscientes de ello. Además, lógicamente, pedimos ayuda porque esperamos que nos la den, lo que nos sitúa inmediatamente en una posición de debilidad frente al potencial suministrador, riesgo no despreciable que debería ser considerado en el balance general de la situación. Evidentemente, esta recomendación de racionalidad previa a la petición no tiene ningún sentido en situaciones de riesgo para la supervivencia –por ejemplo, «¡¡¡socorro, no sé nadar!!!»–, donde se realiza de forma irracional e instintiva. Ahora bien, más allá de situaciones extremas de este tipo, una eventual petición puntual de ayuda permite un tratamiento algo más reposado.  
En primer lugar, la petición puede ser consciente o inconsciente. Y, en segundo lugar, en ambos casos, puede ser explícita o implícita. Además, resulta de capital importancia la adecuada elección del proveedor. No tendría ningún sentido solicitar ayuda para reparar el grifo de la cocina a un carpintero. También es fundamental saber lo que queremos, porque no es lo mismo necesitar 1000€ que un simple y económico hombro para llorar. Todo ello, si la petición se realiza de forma consciente y explícita. Y si no encontramos el proveedor adecuado, mejor no pasar el pedido. En cuanto a las peticiones inconscientes, solamente apuntar que son más frecuentes de lo que nos parece. Muchas de las explicaciones de nuestras peripecias, problemas o vivencias cotidianas a nuestro entorno próximo no son sino solicitudes de ayuda encubiertas, de las que sólo nos hacemos conscientes al recibir comprensión y apoyo –en ocasiones, sólo necesitamos eso– o, frecuentemente, críticas o propuestas de actuación inviables. Y entonces, en el segundo caso, llegamos a la conclusión de que hubiese sido mejor permanecer con la boca cerrada, porque las consecuencias de establecer un debate son absolutamente imprevisibles y, normalmente, enturbian más que clarifican. Esto no significa que nos debamos convertir en una tumba silenciosa, sino que debemos minimizar conscientemente las peticiones de ayuda implícitas en las conversaciones rutinarias habituales, dándole al tema, la importancia que se merece. Siempre es deseable pedir ayuda de forma explícita y razonada. Condición necesaria, pero, como veremos, no suficiente.

Detectar
Porque el proveedor puede no enterarse. De forma interesada o no. Por culpa de una defectuosa comunicación o por sordera temporal. Pero pongámonos en la piel del mismo. Resulta fundamental detectar adecuadamente una petición de ayuda. Consciente o inconsciente. Implícita o explícita. Cada una de ellas con distintos niveles de dificultad, no siempre evidentes. En los casos más difíciles –inconsciente e implícita– se requiere una especial sensibilidad, una cierta empatía, proporcionalmente exigible, sin lugar a dudas, en función de la proximidad física o sentimental con el solicitante. Porque si no detectamos que nos están pidiendo ayuda, será imposible que la suministremos. Conviene pues estar alerta.

Dar
Pero detectar no es suficiente. Puede ser evidente, pero de poco servirá si no identificamos la naturaleza de la petición. En otras palabras, lo que necesita el peticionario. Y aquí la dificultad puede ser manifiesta, porque el solicitante puede no explicarse o, más que frecuentemente, ni saberlo. Evidentemente, ante la duda, mejor preguntar. Con mayor o menor tacto, pero, manifestando la voluntad sincera de ayudar, preguntar. Y si no lo sabe, reflexionar juntos. Y si no podemos suministrarle ayuda o la que necesita no nos parece apropiada, decirlo. Todo es mejor que las palmaditas en la espalda –a menos que esto sea lo que realmente necesita– o una pretendida ayuda no deseada ni necesitada pero que nos parece –a nosotros, no a él– adecuada. En resumen, cuando alguien solicita ayuda, debemos tener en cuenta que, normalmente, es refractario a que le cambien la vida. La ayuda la pide para facilitarle la suya, la que lleva. Los cambios vitales no se producen por peticiones coyunturales de ayuda sino por terapias o procesos de largo recorrido que exceden del alcance de estas reflexiones.  
Tampoco conviene olvidar que dar tiene que proporcionar también satisfacción al donante. Sin alardes ni solicitudes de medallas. Con la mayor sencillez, discreción y normalidad. Cumplir estas condiciones, refuerza la ayuda. Incumplirlas, la invalida.

Recibir
Estamos al final del proceso. Hemos pedido ayuda y nos han respondido. También es preciso recibirla adecuadamente. Si nos satisface, la cuestión no presenta dificultad alguna, más allá de nuestro reconocimiento y gratitud. Pero puede ser que no sea así. Puede ser, incluso, que el proveedor ni se haya dado por aludido. Mi experiencia me induce a recomendar que en los casos de insatisfacción, nos limitemos a tomar nota. Esto nos evitará repetir el fracaso con este tema o con este proveedor. Nada de polemizar, ni echar en cara, ni debatir la ayuda propuesta. Resulta absurdo, por ineficaz, pretender cambiar la opinión solicitada, porque la hemos pedido nosotros. Es la que es. Sirve o no sirve. Punto. Mejor quedarnos como estábamos, no peor.

Conclusión
En la gestión de la ayuda, Pedir y Dar son las fases clave. Ante la duda, mejor olvidarse.

sábado, 3 de agosto de 2013

Consecuencias y Valores

La desgraciada consecuencia de un "despiste"
Actualmente, tanto en los medios como en la opinión pública estamos asistiendo a un profundo y lógico debate sobre las causas del desgraciado accidente ferroviario que se ha saldado con el balance provisional de 79 víctimas mortales. Este lamentable suceso propicia toda suerte de comentarios y especulaciones que van desde la encomiable y sana preocupación por una determinación precisa y veraz de las mismas como condición indispensable para, mediante su eliminación, evitar su repetición, hasta la sesgada e interesada sarta de conclusiones precipitadas que no buscan otra cosa que la descalificación política atribuyendo la responsabilidad del accidente a decisiones coyunturales basadas en recortes presupuestarios exigiendo soluciones utópicas tales como la expresada por el presidente de un partido de la oposición –no el principal– que, para su vergüenza y escarnio de todos, finalizaba así su recuerdo a las víctimas: «que no quede un solo kilómetro de vía donde se pueda repetir este accidente por falta de seguridad por motivos económicos». Francamente, se podría haber ahorrado tan beatífico deseo.

Por descontado, no se trata de terciar en el debate, sino de utilizar este luctuoso hecho y su causa primera probable –un error humano– para reflexionar un poco sobre la causalidad y las consecuencias de nuestros actos, temas ambos que deberían presidir permanentemente nuestra escala de valores. Para ello empezaremos con el aforismo «actúo, luego existo», variante propia del original de Descartes, basada en que el antecedente –la causa– de todo acto racional debería ser un pensamiento. Esto nos lleva a enfatizar la importancia capital de considerar las consecuencias de nuestros actos, las cuales, ciertamente, son sólo conocidas, en su integridad, a posteriori, pero su consideración es éticamente exigible a priori. Sólo de esta forma se pueden aplicar las correspondientes acciones preventivas, en lugar de las siempre tardías acciones correctivas.

Esto nos lleva también a concluir que las consecuencias efectos– de nuestros actos –causas– establecen diferencias abismales entre las personas, diferencias motivadas, principalmente, por su impacto social –por ejemplo, por su actividad profesional–, que deberían reflejarse en su ética personal o, lo que es lo mismo, en los compromisos adoptados con el entorno, receptor –y, en demasiadas ocasiones, sufridor– de sus actos. Al respecto, parece obvio que las consecuencias de los actos realizados en el ejercicio de la actividad profesional de un piloto de avión, de un comandante de crucero o de un maquinista de tren pertenecen a una categoría totalmente distinta que las de un cajero de supermercado. Todo esto sin juicio de valor alguno tanto sobre la importancia intrínseca de las mismas como por el acierto en su ejecución. Son muy distintas. Punto.

Y esta gran diferencia debe ser reconocida y asumida por el individuo, quien debe ser consecuente con ella y tenerla siempre presente, estableciendo adecuadamente su escala de valores, concediendo máxima importancia a las actividades cuyas consecuencias representen mayor impacto o riesgo en la sociedad, extremando la atención en su ejecución y erradicando su mayor enemigo: la rutina.

En línea con esta reflexión, las circunstancias conocidas hasta ahora me hacen llegar a la conclusión de que cuando un maquinista de un tren de alta velocidad circula –reglamentariamente– a casi 200 km/h por una vía plagada de túneles y viaductos, siguiendo un trayecto conocido, aproximándose a una curva, al parecer con muy mala fama, limitada a 80 km/h, debería tener todos sus sentidos alerta y concentrados en la tarea primaria –conducir a sus destinos a las casi 300 personas a su cargo con el confort y la seguridad máxima– y hacer caso omiso de la intempestiva e inoportuna llamada del teléfono móvil o, en el caso de atenderla, no descuidar el control de velocidad, prácticamente la única y crítica tarea a su cargo en estos momentos. Porque si una simple llamada telefónica es capaz de distraer a esta persona de sus responsabilidades y le hace olvidar las catastróficas y fatales consecuencias de un hipotético "despiste" es porque esta persona no estaba capacitada para desempeñar esta actividad profesional. Lo que nos lleva a interrogarnos sobre las causas de esta incapacidad, causas que, en mi humilde opinión, son únicamente atribuibles a una inadecuada categorización de la escala de valores del individuo, en especial en la posición relativa de las dos atenciones: la merecida por la conducción del tren o la de una llamada telefónica.

Deliberadamente he omitido cualquier referencia a aspectos técnicos o de infraestructura ferroviaria, aspectos que, por todos los indicios, dejan mucho que desear, pero que no vienen al caso. Durante un año, tres veces por semana, esta persona realizaba este trayecto sin que la criticada infraestructura –criticada, al parecer, con toda la razón– hubiese propiciado accidente alguno. Precisamente porque la seguridad de la misma se basaba en la competencia y la capacidad de los maquinistas, circunstancia perfectamente conocida y asumida –por lo menos hasta esta ocasión– por los profesionales a cargo del tren, incluido él mismo. Y si la causa no fue la llamada telefónica, peor que peor. Falta de atención. Incapacidad, en suma.

Concluyendo, resulta conveniente considerar a priori las consecuencias de nuestros actos y establecer adecuadamente nuestra escala de valores. Por descontado, no es lo mismo ponerse a los mandos de un avión, un barco o un tren que decidir sobre el helado de postre. Las consecuencias sobre nosotros mismos y sobre nuestro entorno son completamente distintas. Podemos banalizar la elección del helado, pero, por ejemplo, resultaría del todo inadecuado no prestar toda la atención a las dificultades, los problemas o la formación de nuestros hijos, con consecuencias a posteriori absolutamente imprevisibes y, probablemente, fatales para su desarrollo a corto, medio y largo plazo. Al igual que en el accidente ferroviario, cuando las consecuencias –los efectos– son evidentes, no hay nada que hacer, excepción hecha de las lamentaciones, del llanto y crujir de dientes y del reconocimiento de nuestra propia incapacidad, sin olvidar, si las teníamos asumidas, el cierre del círculo ético: la asunción de responsabilidades.

En resumen, la consideración preventiva a priori– de las consecuencias de nuestros actos, su adecuada valoración y su integración en nuestros compromisos –nuestra ética– no evita los errores, simplemente –y esto no es baladí– disminuye enormemente la probabilidad de cometerlos.