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domingo, 21 de diciembre de 2014

Reflexiones sobre La Confianza

«La confianza ni se compra ni se vende: se regala. Pero hay que merecerla». 

Además, resulta más fácil de perder que de ganar.
Estos últimos días he tenido oportunidad de experimentar en carne propia el grado de veracidad de la frase de cabecera, frase que pertenece a la categoría de «frases casi propias», debido a que, en tanto no se me corrija, asumo su paternidad con todas las reservas, reconociendo que todo está escrito y que, con toda probabilidad, en algún momento, esta idea, expresada de una u otra forma, habrá quedado alojada en alguna recóndita y polvorienta colección de mis neuronas.

No corresponde publicar aquí y ahora las circunstancias vitales que me han proporcionado tema, pero sí que resulta oportuno aprovechar la inesperada inspiración para desarrollar y justificar la idea que subyace en tan corta y lapidaria frase, idea que, por descontado, suscribo absolutamente.

Empecemos aceptando que la confianza, tal y como la entiendo, y con más frecuencia de la deseada, está mercantilizada. Quizá debido a un error de concepto, de conocimiento o de interpretación de su significado, dadas sus numerosas acepciones. Por lo tanto, empezaremos por aquí:

confianza.
(de confiar).
1. f. Esperanza firme que se tiene de alguien o algo.
2. f. Seguridad que alguien tiene en sí mismo.
3. f. Presunción y vana opinión de sí mismo.
4. f. Ánimo, aliento, vigor para obrar.
5. f. familiaridad (‖ en el trato).
6. f. Familiaridad o libertad excesiva. U. m. en pl.
7. f. desus. Pacto o convenio hecho oculta y reservadamente entre dos o más personas, particularmente si son tratantes o del comercio.

de ~.
1. loc. adj. Dicho de una persona: Con quien se tiene trato íntimo o familiar.
2. loc. adj. Dicho de una persona: En quien se puede confiar.
3. loc. adj. Dicho de una cosa: Que posee las cualidades recomendables para el fin a que se destina.

confiar.
(del lat. *confidāre, por confidĕre).
1. tr. Encargar o poner al cuidado de alguien algún negocio u otra cosa.
2. tr. Depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa. U. t. c. prnl.
3. tr. Dar esperanza a alguien de que conseguirá lo que desea.
4. intr. Esperar con firmeza y seguridad. U. t. c. prnl.

De esta confianza es de la que hablamos, de la segunda locución adjetiva, de la resaltada en rojo. Y a esta confianza es a la que nos referimos cuando aseguramos que, desgraciadamente, está bastante mercantilizada. Esto no quiere decir que rechacemos el resto de acepciones (en especial la 3, también llamada “del pavo real”), sino que no son tema de hoy. Y para que quede claro, reformulemos (con el permiso de la R.A.E.) la sintética frase de cabecera:

«Depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa, ni se compra ni se vende, se regala. Pero hay que merecerlo».

Y ya podríamos acabar. Quien crea que esta confianza es mercantilizable, no sólo no se la merece, sino que no merece más que una profunda compasión. Y dado que es una característica bi-direccional (de hecho, debe ser mutua), quien no sea «depositario» de alguien y «depositante» en alguien —en ambos casos, gratis—, también. Afortunadamente, aunque suene un tanto presuntuoso (acepciones 2 y 3), no es mi caso. A pesar de los frecuentes intentos de interesada «mercantilización» que siempre me he dado el gustazo de rechazar. 

Y hoy sí que el tema entra de lleno en el alcance del blog: Calidad, Excelencia y Ética personal a raudales. Ya tenía ganas.

Buenas Fiestas.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Saber de lo que hablas, Hablar de lo que sabes

Para centrar el tiro y enfocar de entrada el alcance del artículo, empezaremos con una enumeración resumida, no exhaustiva, de situaciones verídicas sufridas en carne y mente propias:
  • Conocer en más detalle las características de un coche que el propio vendedor: evidentemente, me habia preparado antes, pero su ignorancia sobre los detalles que a mí me interesaban realmente, más allá de los colores y el consumo era hiriente;
  • Idem de un vendedor de electrodomésticos (televisor, nevera, lavadora): por ejemplo, ventajas de la pantalla de led sobre plasma, diferencias competitivas entre varios modelos de mi interés, mantenibilidad, etc.;
  • Idem de todos los vendedores de servicios telefónicos / internet: dado que me vendían “más megas”, preguntados por el significado del término “mega”, balbucean estrepitosamente;
  • Idem de todos los vendedores de electricidad (impropiamente llamada "corriente" o "luz"): tras confirmar que los electrones comprados me llegarán por el mismo cable, son incapaces de explicarme si son mejores y cómo diferencian los míos de los del vecino;
  • Idem de todos los vendedores de gas: igual que en el caso anterior, pero con moléculas de gas y tubería en lugar de cable;
  • Idem de un servicio de mantenimiento de gas: ignora el significado de “monóxido de carbono” y me hace deletrear C... O... (creo recordar que antes me pregunta ¿GO?);
Además, normalmente, no piden turno.
Frecuentemente, me he preguntado si el problema reside en mí o en el resto del mundo, siendo la primera opción la que prevalece en mi entorno próximo, convencido que soy lo que en términos coloquiales se entiende como un “tocapelotas”, opinión que, en cierto modo, comprendo y que, reconozco, se ha agravado con el paso del tiempo. Pero, más allá de estos festivos e inofensivos ejemplos —afortunadamente, el criterio propio y la asunción responsable de errores todavía funcionan—, subyace una situación mucho más grave que, en mi modesta opinión, empeora a pasos agigantados. Pienso, que, en demasiadas ocasiones no triviales, la gente no sabe de lo que habla o, lo que es lo mismo, habla de lo que no sabe. Éste es el tema de hoy.

Reconozco que no se trata de aplicar de forma generalizada el método socrático a todos mis interlocutores, pero sí entiendo que en determinadas ocasiones, es absolutamente necesario. Porque ya no estamos ante la inevitable y omnipresente incertidumbre del lenguaje —tema que, como he expresado en múltiples ocasiones, me apasiona—, ni ante problemas de contexto —la cómoda escapatoria de todo cultivado incomprendido—, sino ante la ignorancia más supina, llevada de muy mala manera, porque ni es aceptada ni, en muchos casos —y esto es lo peor—, conocida. Es decir, no saben que no saben. Y eso es saber bien poco.

Por descontado, eximo de responsabilidad primaria al ignorante víctima de un sistema educativo cada vez más degradado, pero no puedo dejar pasar la intolerancia que impregna a muchos de ellos, incapaces de reconocer a interlocutores más preparados y aprender de ellos. Por no enseñar, el sistema no les ha enseñado ni eso. Y es con estos con los que aplico lo que he definido como “Tolerancia simétrica”, lo que implica una intolerancia equivalente a la diferencia entre la mía (mayor) y la suya (menor), diferencia, normalmente muy grande.

Un ejemplo particular es la omisión de las fuentes en los aforismos o citas con las que nos bombardean las redes sociales, omisión, siempre voluntaria, porque si el publicador tuviese una mínima sensibilidad ante la exigencia de “saber de lo que se habla” y proporcionar verdadero valor añadido al lector, se abstendría de publicar citas, a todos los efectos, de dudosa, por omitida, procedencia. Citaré que jamás se me ha respondido a mis solicitudes de fuente, realizadas con la mayor educación y con el interés real (no “tocapelotas”) de aprender y mejorar mi conocimiento. De nuevo: la gente “no sabe de lo que habla (o escribe)”.

Y para terminar, no digamos de los debates virtuales, donde se utilizan con profusión y ligereza términos tan absolutistas como “todo”, “nada”, “todos”, “nadie”, “siempre”, “nunca” etc., sin justificar mínimamente su empleo. Y encima, si preguntas, se enfadan.

De nuevo, mi querido y nunca bien ponderado Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, mejor callar» (1). El problema es la falta de criterio, por ignorancia o engreimiento, para sustituir el término «puede» por «debe». Y quien actúa de este modo, quien “no sabe de lo que habla” o “habla de lo que no sabe” demuestra muy poca Calidad, ninguna Excelencia, y revela su Ética, que, como siempre hemos defendido, no es mejor ni peor, sino la personal e intransferible, la de cada uno.

Antes de que me critiquen: Hablo mucho, pero también callo mucho. Y cuando hablo, procuro hablar siempre con rigor y propiedad, lo que no siempre consigo. Y esta preocupación por el rigor pasa factura. Pero se lleva con satisfacción.

Nota 1: Tractatus logico-philosophicus, Punto 7.