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martes, 31 de diciembre de 2013

de Vinilos y CD's

No me sentiría cómodo sin reconocer aquí y ahora que esta entrada resulta algo forzada. Resulta que hoy termina el año y parece que esta circunstancia es la que me ha impelido a ponerme ante el teclado y «escribir algo», respondiendo al tópico que nos hace conceder categoría de excepcionalidad al simple hecho de finalizar y comenzar un ciclo de 365 días, el cual viene aconteciendo rutinariamente desde tiempo inmemorial de forma absolutamente independiente de nuestras pequeñas grandezas y miserias. Dicho esto, mentiría si, una vez puesto, no le agradeciera al tiempo la oportunidad de plasmar algunas reflexiones relacionadas con la efeméride en particular y con su devenir general.

Lo estoy oyendo (en CD, por supuesto).
El tema de hoy aparece al relacionar la noche de Fin de Año con la música, en particular con la música que envejece, como un buen vino en una buena bodega, en mi discoteca —bueno, también en mi CDteca—, en un deseo oculto, no siempre exitoso, de cortocircuitar la omnipresente TV y sus insufribles fiestas pre y post al rito atávico de la toma de uvas, rito televisivo soportable que, tras encarnizadas deliberaciones sobre el canal idóneo, se mantiene, a riesgo de terminar-empezar el año de mala manera. Y el caso es que, ahora mismo, mientras escribo esto, todavía no tengo la seguridad de poder «degustar» sólo música. Pero no importa. La TV, bien escrutada, proporciona también grandes dosis de entretenimiento y, por otra parte, la mañana de Año Nuevo resulta muy tranquila y agradecida y por unas horas no nos vamos a enfadar. Pero voy a abandonar ya esta cansina queja y me voy a concentrar en el tema principal, que no es otro que lo que vinilos y CD's me evocan.

Ante ellos me encuentro en un dilema casi metafísico. Hay ocasiones en las que prefiero el vinilo, a pesar de sus carencias y servidumbres, y esta extraña —incluso para mí— circunstancia requiere una explicación que voy a intentar desarrollar, aunque presumo no será fácil. Empezaré estableciendo una correlación metafórica entre ambos soportes y la permanente disputa entre racionalidad y sentimiento, extensible a todos los órdenes de la vida. Y ahora ya me empiezo a sentir cómodo.

Desde el punto de vista racional y utilitarista, no hay color: el vinilo es una kaka. No es preciso ser un experto en la materia para considerar insufribles los agresivos chasquidos que provoca la más mínima mota de polvo alojada en el microsurco, por no citar el recurrente «clock, clock» con que nos obsequia cualquier raya que se extienda a varios surcos. En menor medida, molesta sacarlos de la funda, pasar el paño para sacarles el polvo, acertar al posicionar la aguja —en «platos» manuales, que son los buenos—, bajar la tapa con cuidado extremo —con 1gr. de peso del brazo, es toda una proeza que no salte—, darles la vuelta —hay que ver que pronto se acaba una cara— y unas cuantas más que me (se) las ahorro. Si entramos en aspectos menos prácticos y más técnicos, la diferencia respecto al CD es abismal: menor relación señal-ruido, menor rango de frecuencia, menor resistencia mecánica, técnica constructiva antediluviana, casi de picapedrero, con la música esculpida a cincel, etc., etc. Pero, esta última debilidad es la que le concede una superior fuerza sentimental: el vinilo «tiene» realmente la música que almacena. Con mayor o menor fidelidad, pero la «tiene». Hace lo que puede, pero cuando se mueve la aguja apoyada en el surco —en ocasiones, excavando, incluso, sacando virutas—, restaura —o, por lo menos, lo intenta— la fuente de sonido original. Sin saltos ni escalones. De forma continua. No le falta nada. En cambio al CD sí.

El formato de grabación de un CD divide cada segundo de señal —de música— en 44.100 rebanadas (44,1 kHz) y cada rebanada en una escala cuantificada de amplitud de 65.536 valores (16 bits). Esto significa que un segundo de música se compone de 44.100 pulsos, cada uno de ellos de amplitud variable entre el silencio (0) y el máximo (65.535). Nada existe más alejado de la fiel continuidad analógica que la «discretización» inherente a la técnica digital. Le falta información. Poca, pero el hecho objetivo es que le falta. Y entonces... en la restauración, se la inventa. Y, claro está, emocionalmente, para quien lo conoce, esto suena un poco a estafa y resulta un tanto desagradable. Lo que no es óbice para que le conceda mejor nota útil, práctica, como cliente. Porque el resultado, su calidad, la percepción del cliente —a pesar de ser un sucedáneo, una aproximación—, es enormemente mejor. Y mientras disfrutas de un CD, te olvidas del vinilo. Como en tantas otras circunstancias de la vida donde la apariencia prima sobre la realidad. Pero veamos ahora más ventajas sentimentales —y otras no tanto— del vinilo. Que las tiene.

El vinilo envejece con el uso —como nosotros— y el CD no. Un vinilo en estado comatoso sigue sonando, permitiendo al oyente aplicar sus filtros sensoriales para atenuar lo indeseable y disfrutar lo deseado (en muchos casos, insustituible). En cambio, un CD, un buen día dejará de funcionar de golpe (el tiempo medio de vida sin traumas ni hongos —uno de sus mayores enemigos— se estima en 10 años; a mí me ha sucedido con algún CD de 20 años).
Además, si el vinilo estaba rayado —situación más que habitual—, te levantabas y desplazabas la aguja un poco hacia adelante. En un CD deteriorado en el que se atasca una pista...¿cómo se hace?

Es el progreso. El triunfo de lo digital, lo discreto, lo cuántico, lo aproximado y lo racional sobre lo analógico, lo continuo, sobre el sentimiento, sobre la realidad percibida, distorsionada, pero más real, en suma, que la fría y aséptica «realidad» actual. Ahora las cosas funcionan o no funcionan. Lo vemos en la TV (ya no hay nieve, se ve o no se ve), los ordenadores (antes con el DOS, en blanco y negro, se hacían maravillas), los coches (al 600 siempre lo hacíamos arrancar) y tantas y tantas smart-cosas que mientras funcionen no nos importa cómo ni porqué lo hacen. Y cuando dejan de funcionar llega el llanto, el crujir de dientes y el mirarnos unos a otros con desolación. Paradójicamente, en la época de la típica y tópica sostenibilidad, predomina la obsolescencia programada y el despilfarro. Hoy todo es irreparable. A comprar una nueva cosa —que será mucho más smart— y listo.

Entiéndase: no es debilidad nostálgica ni crítica al progreso. Son simples reflexiones de quien ha vivido otra cotidianidad. Ni mejor ni peor, sino distinta. Esto es lo que me ha evocado mi repaso a la discoteca y la CDteca. Desde el punto de vista del cliente, la Calidad se la concedo al CD, pero la Excelencia al vinilo, el cual vive hoy, incomprensiblemente, una nueva primavera elitista y cool, a la que le doy, interesadamente, la bienvenida. En cuanto a la relación de todo esto con la Ética personal, ni idea, pero alguna tendrá.

Feliz Año Nuevo y bienvenidas sean muchas remasterizaciones en CD de los viejos vinilos. Que no se diga.

martes, 24 de diciembre de 2013

Mejor Rechazar que Aceptar

«La verdadera libertad no consiste en PODER HACER lo que quieras sino en PODER NO HACER lo que otros quieren que hagas»:

Nunca veo el discurso del Rey, pero me gusta que esté ahí, cada año, permitiéndome no verlo. Hoy, en la TV de mi tribu, han convocado una huelga que, de forma para mí pueril y para ellos –supongo– imaginativa, se anuncia para el período exacto (al minuto) previsto para el discurso. Pues se van a fastidiar, porque hoy lo voy a ver. No entienden nada. Espero que la repitan con el discurso del «president». Conseguirán que, por primera vez, también lo vea. Ya me las arreglaré. 

La frase de apertura (1) y el párrafo anterior, me han asaltado tras escuchar —durante el aseo matinal— la noticia. Y la reacción en caliente ha sido publicarlas en Facebook, programa, aplicación o red social —que más da— que se está convirtiendo a pasos agigantados en mi particular muro de las lamentaciones, el cual, a modo de terapia y desahogo, cumple con la inestimable función de permitirme clamar en el desierto (2). Pero sucede que mi paseo matinal — como es habitual, pienso con los pies— me ha servido para desarrollar el tema que seguía martilleando en mi cabeza, hasta el punto de obligarme a aumentar el ritmo de zancada con objeto de verter el resultado en este artículo antes de que se disipase el recuerdo. Y con esto se acaba la introducción y empieza el desarrollo, el fondo del cual queda resumido fielmente en el título.

Aceptar o Rechazar. Ésta es la cuestión.

¿Cuál es la decisión correcta?
Partimos de la base de que la vida (3) nos somete a una continua exigencia de toma de decisiones y que las decisiones tomadas son las que, en un bucle cerrado y continuo, configuran y determinan nuestra vida particular presente y futura. Y que estas decisiones representan siempre una elección entre diversas opciones —normalmente muchas—, lo que la hace, en principio, difícil. Resulta pues obvio que nuestra vida se construye a partir de un sinnúmero de aceptaciones, el cual, siendo enormemente grande, resulta enormemente pequeño si lo comparamos con el infinitamente mayor número de rechazos que a lo largo de nuestra vida hemos practicado. Este planteamiento revela la mayor importancia cuantitativa y cualitativa del rechazo: como rechazamos mucho más que aceptamos, debemos asegurarnos de que rechazamos bien. Esta condición es la que, por sí misma, resulta necesaria y suficiente para asegurar una aceptación de calidad.

Justificada la importancia del buen rechazo en que es el que hace buena la aceptación, conviene dedicar ahora la atención a la sistemática que nos va a facilitar la toma de la decisión adecuada. En mi opinión, la clave está en la reducción de la variedad de opciones a dos. Y esto se consigue también mediante el rechazo. En tanto no nos quedemos con dos opciones, no hay ni que pensar en aceptar. Sólo debemos concentrarnos en rechazar. De forma racional y tras el oportuno análisis, pero rechazar, siempre rechazar.

Y si lo vemos desde la lógica, cuando ya sólo nos queden dos opciones, aceptar también es rechazar, porque si elegimos la opción que rechazamos rechazar, la aceptamos.

Valgan estas reflexiones para intentar revertir el tradicional sentido negativo que se asocia al rechazo y reivindicar para él un papel preponderante en la toma de decisiones, mucho mayor que la aceptación, mucho más propensa al clientelismo, el seguidismo y la comodidad derivada de la natural aversión de la especie humana hacia el esfuerzo y las dificultades que a menudo se ocultan tras el descarte de las opciones que se nos proponen (4).

Pero, claro está, este ejercicio retórico no pasaría de (mala) anécdota literaria si no se establecieran algunas condiciones para validarlo. El rechazo debe siempre responder a un análisis «razonablemente» racional, totalmente desprovisto de emotividad, sentimiento más que frecuente cuando nos encontramos en alguna disyuntiva. Debe estar apoyado en hechos, completamente exento de pueril pataleo, de afirmaciones de ego, de acción «reactiva» o «punitiva» frente a personas o ideas, debiéndose limitar de forma estricta al dominio o alcance de la decisión a tomar, con el objetivo de conseguir el máximo beneficio vital sin vulnerar los principios o compromisos representados en nuestra ética personal.

Sólo si se dan estas condiciones, el(los) rechazo(s) determinará(n) automáticamente la aceptación. Por lo tanto, repito, en este caso: Mejor Rechazar que Aceptar.

¡Qué gozada, un escenario en el que te pasas la vida sin aceptar nada. Sólo rechazando!

Notas:
1 – Perteneciente a mi catálogo de frases (casi) propias.
2 – Un desierto, la verdad sea dicha, con algunos oasis excepcionales.
3 – Entendida aquí de forma general, como un compendio de la existencia, el entorno, la sociedad, etc., etc.
4 – Ni que decir tiene que, frecuentemente, la aceptación irreflexiva de las propuestas tiene consecuencias mucho peores que el rechazo.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Ignorancia, Humildad, (in)Tolerancia

¿mejores megas?  ¿mejores voltios?
 ¿mejores electrones? ¿más fotones?
¿el color tiene fiebre?





«La máxima expresión de la ignorancia es no saber lo que sabes ni saber lo que no sabes. En pocas palabras:  (no) saber nada».








Situación 1:
Suena el teléfono (normalmente en día u hora intempestiva):
—Buenas señor... ¿tiene Internet?
—Usted ya lo sabe. ¿Porqué lo pregunta?
—Queremos hacerle una muy buena oferta ¿En qué compañía está?
—Usted ya lo sabe, pero no me interesa. Estoy contento con la mía.
—Pero señor...¿no desea usted ahorrarse mucho dinero?
—¿Qué me ofrece?
—50 megas.
—Pero... ¿usted sabe lo que es “un mega”? —enfatizo, olvidándome deliberadamente de los hercios y los segundos.
—...
—Además, ya tengo 100 —le digo, sabiendo que es objetivamente falso.
—Pero señor... los nuestros son mejores.
—¿En qué sentido? Dígame el ancho de banda típico que me garantizan.
—...

Situación 2:
Suena el teléfono (idem):
—Buenas señor... Somos su compañía de gas y deseamos presentarle una oferta para el suministro de la luz.
—Dirá usted de la electricidad.
—Bueno... Tendrá un considerable ahorro y factura unificada.
—Pero es que no me importa sólo el dinero. ¿Su “luz” es mejor?
—Por descontado —con un deje de triunfo y suficiencia.
—Entonces ¿tendrán que llevar su línea propia hasta mi casa?
—... Noooo... —responde dubitativo—, la línea es la misma.
—Entonces... ¿marcan “mis” electrones para que entren en “mi” casa?
—...
—¿Cómo me asegura que me entregan “su” luz, la que he comprado?
—...

Situación 3: Se desenvuelve en términos parecidos, cambiando gas por luz, con la variante de la tubería en lugar de la línea. Debo decir que fue bastante más divertida.

Situación 4:
En la tienda de material eléctrico, comprando una lámpara de bajo consumo:

— Buenos días, quiero una lámpara como esta.
La observa atentamente y desaparece en la trastienda. Tras unos segundos, reaparece y me entrega una.
—Pero la deseo de la misma temperatura de color.
—... —Silencio. Su cara es todo un poema.
—Vea. Este número y la letra K representa la temperatura de color en grados Kelvin. Quiero la misma o parecida.
Desaparece de nuevo y escucho una conversación con, supongo, el experto. Reaparece con la misma lámpara (6000 K).
— Es que esta es mejor. Hace más luz —argumenta satisfecho.
—No quiero más luz. Quiero una luz diferente. No quiero luz de quirófano, quiero una luz más amarillenta, más cálida —replico empleando un lenguaje metafórico y, forzosamente, inexacto.
—Ah, bueno... Acabáramos. De esas no tenemos.
—...
Ahora el que pone cara de tonto soy yo. Abandono el campo de batalla (conviene puntualizar que la lámpara de muestra que yo aportaba indicaba claramente 4000 K).

Situación 5:
Llamada al servicio técnico de la compañía que, tras una revisión rutinaria, me había instalado en verano (hace cinco meses y, lógicamente, no probamos la calefacción) un nuevo sistema de extracción (tubería y ventilación forzada) en la caldera, sobre una pequeña incidencia relacionada con la frecuente entrada automática en protección por insuficiente extracción de humos, tras una concienzuda investigación por mi parte que establecía una estrecha ventana de temperaturas de calefacción (precisamente la de confort para nosotros) donde aparecía el problema por falta de sensibilidad del sensor del extractor (con temperaturas más bajas o más altas todo funcionaba perfectamente).

—Buenos días señor ¿Qué desea?
Explico lo más detalladamente posible la parrafada anterior y solicito educadamente la presencia de un técnico en mi domicilio para verificar o no mi teoría —la instalación tenía 6 meses de garantía.
—Señor, el extractor no tiene nada que ver con la caldera. Deberá llamar al servicio de la caldera —argumenta con un tono monocorde y condescendiente.
—Señora, pues claro que están relacionados. ¿Podría pasarme con un técnico?
—Espere un momento —me espeta con sequedad forzada.
Tras casi cinco minutos...
—El técnico me confirma que si el extractor se pone en marcha, funciona bien y que el problema es de la caldera.
Les ahorro los casi cinco minutos de diálogo telefónico de sordos que concluyeron en esto, dicho ya con un tono abiertamente ofensivo:
—Pues si viene, sómo mirará el extractor, que es lo único que le instalamos.
—Pues que venga, pero mejor que mire más cosas, sino se dará contra la puerta.

Llegó un técnico (no el iluminado asesor de la simpática interlocutora) y, tras escuchar mi análisis —no se habían tomado la molestia de informarle—, coincidió totalmente conmigo, introdujo ligeramente el sensor en la caldera y, tras decirme que era algo frecuente, el problema quedó resuelto en 5 minutos (adicionalmente, extrajo trozos de cinta del interior que se habían dejado los instaladores de su propia empresa y atornilló debidamente la tapa —también se habían dejado de poner un tornillo— con lo que desparecieron unas molestas vibraciones a las que yo nunca me había referido). Con esto se confirma mi convicción de que los sistemas (en abstracto) no existen: los sistemas los hacen las personas. El mismo «sistema» ejecutado por personas distintas puede producir resultados absolutamente imprevisibles.

Y por hoy, ya está. Tengo más ejemplos, pero es suficiente. Lamentable y frecuentemente, la ignorancia viene exenta de humildad y henchida de suficiencia e intolerancia. Quiero dejar muy claro que no me refiero a todos los que no saben, sino a los que por su función, cargo o posición no saben y deberían saber. Y que además, no lo reconocen y te ningunean con escasa o nula tolerancia hacia tu pretendida ignorancia. Aquí caben desde los comerciales telefónicos, los vendedores presenciales y los servicios técnicos de los ejemplos anteriores —reales, por supuesto— , hasta los políticos y todos los cargos representativos puestos por nosotros para saber hacer las cosas para las que los hemos designado, como clientes que somos de todos ellos.

Moraleja ética: conviene reconocer con humildad la propia ignorancia y manifestar la máxima tolerancia hacia los que saben menos y lo reconocen(1).

«La ignorancia que se ignora a sí misma no tiene arreglo porque no lo sabe o no lo quiere saber».

1 – En caso contrario, lo reconozco, me resulta muy difícil. Debo ser un intolerante.

domingo, 8 de diciembre de 2013

La (in)mutabilidad de los Principios

«Todos tenemos nuestros Principios, pero lo realmente importante son nuestros Finales».

Esta es la cuestión. Se trata del permanente antagonismo entre teoría y práctica, entre expectativas y necesidades, entre idealismo y pragmatismo, entre apariencia y realidad, entre convicciones y hechos consumados o, por terminar, entre tantos y tantos elevados conceptos hasta que dejan de serlo, se desploman sobre nuestras cabezas y aparecen ante nuestros ojos como una evidencia concreta, objetiva y, frecuentemente, desagradable.

Un mal Final.
Como hago frecuentemente en temas espinosos —y este creo que lo es—, empezaré, a modo de cobarde mecanismo de autodefensa, con una declaración de principios que, por considerarla fuertemente arraigada, espero no termine mal: Toda generalización es injusta. Pero también considero que las excepciones confirman la regla. Por lo tanto, las reflexiones siguientes no son de aplicación a la parte excepcional de la especie humana que es coherente con sus Principios y que los mantiene hasta el Final, salvo causas de fuerza mayor o exigencias de supervivencia que justifiquen lo contrario, porque la condición de héroe o mártir es una opción personal e intransferible no exigible por nadie ajeno al propio sujeto. En cambio, debe aplicarse exclusivamente a quienes se pasan los Principios por el forro cuando se les presenta la mínima oportunidad o, dicho de otra forma, a quienes no los cambian porque no pueden. Espero que quede claro.

Con esta introducción hemos llegado al meollo del asunto: la oportunidad. Nadie conoce el camino a tomar hasta que se le presenta la disyuntiva. Y quien crea sinceramente lo contrario, está errado. Por lo tanto, únicamente está legitimado para presumir de Principios quien los ha puesto a prueba y —hecha la salvedad anterior— los ha mantenido. Refuerzan esta tesis los famosos experimentos de Milgram en la Universidad de Yale y  Zimbardo en la cárcel de Stanford.

Este planteamiento es de aplicación general, válido para todas las circunstancias, desde la nimiedad de saltarse la cola del cine hasta alargar la mano en comisiones fraudulentas. La única seguridad que tenemos sobre su no violación es que no se presente la oportunidad. En cambio, si se presenta, es cuando aparece la incertidumbre, estrechamente dependiente de la ética del individuo. Y dado que, debido a la galopante crisis que estamos viviendo en todos los órdenes de la sociedad, la bandera de los Principios se saca frecuentemente del cajón para criticar legítimamente actitudes inmorales o ilegales punibles desde todo punto de vista, resulta verdaderamente lamentable tener la impresión de que muchos de los que se quejan, lo que echan realmente en falta es el Principio de Igualdad de Oportunidades, porque... ¿si todos lo hacen, porqué no yo?

Y, como hemos visto en los experimentos citados anteriormente, a pesar de que éste sea el tema estrella del momento, no hablamos solamente de corrupción. Para demostrar que siempre ha existido, citaré un caso experimentado en carne propia: hace más de 40 años, siendo Director de Operaciones y responsable de Compras en una empresa privada abrimos un concurso para dotarnos de un sistema informático que incluía el Hardware y Software necesario para un MRP (Planificación de recursos de fabricación) al que concurrieron tres empresas punteras que no citaré (aunque en aquel tiempo no había tantas). Pues bien, en las oficinas de la más importante —un edificio de siete pisos— se me transmitió información nada subliminal en el sentido que, de elegir su oferta, habría una sustanciosa contraprestación económica para el «elegidor». Ni que decir tiene que elegí a otra. Valga la ocasión para comentar que en aquel tiempo —no hablo de ahora, porque lo desconozco— era frecuente «obsequiar» a los responsables de Compras con gabelas dinerarias u obsequios en especias, los cuales siempre rechacé exigiendo el descuento equivalente en los precios que se nos cobraban. Con esto no quiero alardear de ejemplaridad, sino enfatizar el hecho de que hasta que no te pruebas —o te prueban— no conoces tu reacción. En el servicio militar he conocido a militares de reemplazo —no profesionales— que cobraban por asignar buenos servicios a sus «compañeros». También he conocido a presidentes de comunidad de vecinos a los que le arreglaban el jardín y le pintaban el piso los afortunados subcontratistas. Es lo que hay. Los numerosos nombres propios hoy presuntamente imputados por corrupción —no cabrían todos en el artículo— no lo hubiesen sido sin presentarse la oportunidad. Y a poco que reflexionemos, oportunidades no faltan.
 
Personalmente, soy pesimista. La moral colectiva es pura estadística, fiel reflejo de la moral de cada uno de sus miembros —en realidad, de su ética— a la que realimenta en un sistema dinámico que, en mi escéptica opinión, no hace sino empeorar con el tiempo. Creo firmemente que pertenezco a la generación de los Privilegiados, en el sentido de que —en comparación con la generación anterior y con la actual— no se nos ha puesto verdaderamente a prueba, pero esto no es óbice para considerar que el Verdadero Enemigo somos nosotros, todos nosotros y que sería bueno, en coincidencia con la reciente desaparición de Nelson Mandela y en su honor, adoptar el sabio aforismo de Albert Einstein:

«Dar ejemplo no es la mejor forma de influir en los demás. Es la única».

sábado, 30 de noviembre de 2013

Libertad (i)limitada

«Los límites configuran y dan sentido a la cosa limitada. Toda cosa existente tiene límites. Incluso la libertad».

El goteo constante de liberaciones de encarcelados ha actuado como catalizador del tema de hoy, liberando antiguas reflexiones resumidas en la frase anterior, frase que ya fue publicada en la desaparecida página de Facebook "Conciencia y Sinciencia".
No pasa día sin que el tema de las excarcelaciones y su derivada conceptual, la libertad, no sean objeto de atención de todos los medios expresando opiniones, explotando el morbo colectivo con entrevistas a excarcelados de fuerte impacto mediático y provocando y aireando reacciones de rechazo absolutamente comprensibles desde el punto de vista emotivo, pero que no lo son tanto desde el racional.
Pero debe quedar claro de entrada que no se trata de poner el foco en el caso particular de las excarcelaciones ni en la actuación de los medios, temas ambos que merecerían páginas y páginas de atención crítica desde los ámbitos político y jurídico. Nada más lejos de mi intención y de mis capacidades. Por contra, vamos a centrar la atención en los aspectos conceptuales del término, en un intento de ponderar su indiscriminada, superficial y, en mi opinión, frecuentemente inadecuada utilización. Por lo tanto, nos vamos a centrar en la Libertad con mayúscula (sin adjetivos). Y la tesis que defiendo es que así, como concepto absoluto, como Valor Universal, NO EXISTE.

Y empezaré citando una ilustrativa metáfora de Karl Popper sobre la limitación de la libertad que, curiosamente, incluye a la judicatura:
Una formulación muy hermosa que, creo, procede de América es la siguiente: alguien que ha golpeado a otro afirma que sólo ha movido sus puños libremente; el juez, sin embargo, replica: «La libertad de movimiento de tus puños está limitada por la nariz de tu vecino».
Versión «ocular» y deportiva de la metáfora de Popper (atento juez incluido).
Ya lo tenemos todo sobre la mesa. Y en este caso, el todo es simple. Sólo dos componentes: la existencia de límites y la concreción, expresada magistralmente por la referencia a tus puños y a la nariz del vecino. Porque la libertad siempre se manifiesta en un dominio, ámbito o circunstancia concreta y, además, es subjetiva. Nadie negará que los puntos de vista del golpeador y del golpeado son diametralmente opuestos y, en cada caso, absolutamente lícitos. Y, probablemente, la opinión del juez no coincide con la de ninguno de ellos.

Por lo tanto, la libertad no tiene sentido sin definir su ámbito –sus límites– ni establecer su relación con el sujeto que sufre su carencia o que la disfruta. Y es que, como sujetos, podemos definirnos como receptores de libertad, como clientes de nuestros proveedores, que son los que nos la administran o, en otras palabras, los que nos la conceden. Y este planteamiento revela tres tipos de libertad:

Libertad deseada: Es absolutamente personal e intransferible y es la que nos gustaría disfrutar. Puede asimilarse a las expectativas y representa nuestros límites. Evidentemente, incluye las necesidades básicas y de supervivencia.

Libertad percibida: A menos que nuestra satisfacción sea total –caso más bien improbable–, siempre es un subconjunto de la anterior. Es la libertad más subjetiva. Sin lugar a dudas, distintos individuos que coincidan en la deseada y experimenten la misma dosis de libertad tendrán percepciones distintas.

Libertad concedida: Es la que se le concede realmente al sujeto. Dependiendo del ámbito, el proveedor puede ser individual (por ejemplo, nuestra pareja) o colectivo (sociedad, legisladores, club de tenis, etc.) y, consecuentemente, de aceptación voluntaria u obligatoria. Nos guste o no, representa los límites formales.

De lo antedicho se deduce que no todos los individuos tienen las mismas necesidades o expectativas de libertad, que ésta tiene límites, que estos límites los define –incluso, los puede exagerar– el sujeto cliente, que pueden ser constreñidos –frecuentemente, lo son– por el sujeto proveedor y que la libertad no es un valor absoluto que pueda ser expresado en mayúsculas y sin adjetivos. Porque si existiese esta Libertad Absoluta, si tuviese este Valor Universal, debería existir un Proveedor único –llamémosle Dios, Gran Juez(1) o Gran Arquitecto, tanto da–, el cual sería también el Gran Establecedor de Límites. Y, por lo tanto, incluso en este hipotético caso, la libertad, aún siendo absoluta, tendría límites, ergo SIEMPRE los tiene.

Porque, en mi opinión, no existe mayor cárcel que una libertad sin límites.

Y no podría terminar sin la moraleja ética que justifique el artículo: como proveedores, concedamos la máxima y como clientes, reclamemos la razonable y suficiente.

«La libertad no significa poder hacer todo lo que quieras, sino poder NO HACER lo que otros quieren que hagas».

1 - Con permiso de algún super-juez terrenal que está en la mente de todos.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Derecho(?) al pataleo

Hoy es uno de estos días en los que tienes la casi total seguridad de que, escribiendo, te vas a complicar la vida, lo que sucede indefectiblemente cuando no eres capaz de transmitir con una fidelidad razonable lo que piensas sobre un tema que, sin lugar a dudas, puede calificarse como «políticamente incorrecto». Pero, a pesar de todo, vamos a intentarlo.

Ya se cansó de «patalear» 
Conviene puntualizar de entrada que resulta imposible no reaccionar ante el reciente amontonamiento de sucesos(1) relacionados con los poderes en los que directa o indirectamente hemos delegado el buen gobierno de la sociedad. Estos sucesos, representados tanto por acciones como por omisiones, convenientemente amplificados por los medios, provocan un escándalo considerable, el cual, una vez convertido en «alarma social», deviene el preámbulo lógico de una justificada «indignación» ciudadana. Es entonces cuando aparece el tema de hoy: el derecho al pataleo(2). Porque no se puede negar que es un derecho indiscutible, máxime cuando la sociedad «indignada» ha llegado a la acertada conclusión de que resulta el único cauce que le permite visibilizar esta «indignación».

Una vez reconocido este principio básico –la existencia y justificación de este derecho social– ha llegado el momento de entrar en faena, y lo vamos a hacer identificando las cuatro patas sobre las que nos vamos a apoyar: opinión, criterio, opciones e información, términos extraídos de la siguiente cadena de proposiciones que, a mi modo de ver, representan las condiciones iniciales necesarias –aunque no suficientes– para ejercer este derecho con la máxima calidad.
Formular una opinión exige tener independencia de criterio, para lo que se precisa, necesariamente, tener criterio, el cual no existe sin disponer de una mínima diversidad de opciones, algo imposible de conseguir sin tener acceso a una información razonablemente veraz y, lo que es más importante, sin someterla a un análisis racional. De todo ello se deduce que una buena opinión debe basarse en una buena información.
Porque ejercer este derecho es, en principio, opinar. Y, a pesar de que habitualmente se ejerce de forma colectiva, no se debe olvidar que representa la expresión de una opinión individual, ejercida de forma distinta por el sujeto según las posibilidades a su alcance(3) y que, por lo tanto, ambas –tanto la opinión (el fondo) como su manifestación (la forma)– entran de lleno en el ámbito de la ética personal. Ahora bien, no se puede hablar de individualidad sin independencia, representada por la libertad de elección entre diversas opciones. Ambas –diversidad y libertad– son las que permiten a la persona la aplicación de un criterio racional, cuyo resultado, si es negativo, es el que dispara la necesidad del «pataleo». Pero de nada serviría todo lo antedicho si las opciones manejadas no respondieran a la realidad, algo directamente dependiente de una información razonablemente veraz. Y subrayamos «razonablemente» porque ésta es la pata débil del sistema, sobre la que tenemos menos control. Resolver este problema es difícil, pero puede ser paliado en parte con una receptividad no sesgada hacia medios de información de ambos lados del espectro político, una extrema sensibilidad para la detección de intentos de manipulación, dogmatismos o adoctrinamientos subliminales o encubiertos y un esfuerzo sincero de síntesis(4) que nos deje «razonablemente» satisfechos.

Con esto hemos caracterizado el derecho al pataleo, que quedaría definido así:
La imposibilidad de vehicular una opinión negativa(5) formada a partir de criterios racionales e informados.
Por lo tanto, a contrario sensu, si se puede vehicular o no se apoya en criterios racionales o informados, NO EXISTE tal derecho. Estas son las causas de deslegitimación. Porque el ejercicio de un derecho no tiene por que ser siempre legítimo, lo que nos lleva a terminar con la parte «políticamente incorrecta» de esta entrada.

Por descontado no me voy a meter en terreno pantanoso, deslegitimando explícitamente las muchas expresiones de derecho al pataleo –principalmente colectivas– que me apetecería, pero si que voy a decir que, no compartiéndolas, las comprendo(6). En cambio, dedicaré algo de atención a algunas expresiones individuales de este derecho que considero especialmente ilegítimas. Y me refiero a personajes públicos –principalmente políticos en ejercicio– a los que se les supone(...) estar adecuadamente informados, los cuales –a diferencia de la sociedad de a pie– disponen de múltiples canales y foros para visibilizar su descontento en el pleno ejercicio de la función para la que han sido delegados. Incluyo aquí, su participación en manifestaciones públicas –frecuentemente parapetados tras un bastardo y acomodaticio «a título personal»–, su continua descalificación a las gestiones de «los otros», su olvido sistemático de la desidia o incompetencia en su gestión que es la que propicia el legítimo «derecho al pataleo» de sus mal representados, derecho que, echándose al monte como cabras, deslegitiman –incluso manipulan– con su poco ético apoyo o presencia física. Ejemplos no faltan.

Resumiendo: Derecho al pataleo SÍ, pero legítimo, de calidad(7).

Notas:
1 - Instrucciones, filtraciones y sentencias judiciales (autóctonas y foráneas), excarcelaciones, recortes, titubeos, incontinencia verbal o simple incompetencia ministerial, desahucios, corrupción –presunta y no tanto– a todos los niveles (desde la familia real hasta los sindicatos), etc., etc.
2 - Chusco término bajo el que vamos a acoger las mil y una formas de visibilizar esta «indignación», entre las que destacan las manifestaciones en la vía pública –me abstengo de emplear el peyorativo «callejeras»– y las declaraciones –más o menos grandilocuentes– en los medios.
3 - Indudablemente, los políticos o personajes de relevancia pública, además de la manifestación colectiva, tienen otros canales para ejercer su derecho de forma individual. Otra cosa es que estén o no legitimados para hacerlo. Pero este tema –la legitimación– lo trataremos más adelante.
4 - En términos matemáticos hablaríamos de una «media estadística».
5 - Vulgo: reclamación o queja.
6 - No es falso paternalismo, pero obvio las causas que me inducen a ello.
7 - Desgraciadamente, en este tema, la excelencia tampoco es aplicable.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Vocación, Motivación y Beneficiarios

«No se puede presumir de vocación de servicio sin declarar para qué o para quién. En cambio, quien la tiene realmente, por ser evidente, ni lo hace ni lo precisa».

Esta frase me ha venido a la cabeza tras cansarme de escuchar las recurrentes referencias a la «voluntad de servicio» con las que, en respuesta a nuestras críticas, nos obsequian los servidores en los que hemos delegado mediante sufragio universal y democrático nuestra representación en la gestión de la cosa pública, gestión que, de un tiempo a esta parte, por motivos que ahora no vienen al caso, se está tornando más y más beneficiosa para ellos, lesiva para nosotros y, por ende, contra natura, desagradable y molesta. Y aunque este es un caso paradigmático, no quisiera focalizar en él la atención –aunque ganas no me faltan– sino en el significado general del término vocación y en su relación con la ética y la satisfacción de nuestras necesidades personales, tema éste que se encuentra plenamente dentro del alcance del blog y que, sin duda, es perfectamente extrapolable a «los políticos», que –aunque alguien lo dude– son personas como nosotros.

Empezaremos, como es habitual, por acotar el significado que le vamos a dar al término. Si nos remitimos al diccionario RAE, descartaremos la acepción mística («Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión») y nos quedaremos con la coloquial, más aséptica y general: «Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera». Bien es cierto que, habitualmente, asociamos vocación con «voluntad de servicio», pero, en mi humilde opinión, no creo que sean sinónimos, sino la definición de un caso particular –y especialmente ejemplar– de motivación.

Vocación
Caramba, ¿dónde está la política?
Me inclino a pensar que todos hemos tenido, al menos, una. Y uso el tiempo pasado porque muchas vocaciones se pueden haber perdido en el camino, incluso se pueden haber satisfecho, lo que implica que ya no las tenemos, sino que las tuvimos. Y en la anterior reflexión dejo la puerta abierta a tener varias, probablemente con distintas motivaciones y distintos beneficiarios. Creo también que las primeras vocaciones se adquieren en nuestra más tierna infancia como reflejo primario, mimético y auténtico de nuestros juegos y entorno, adoptando la forma de reyes, príncipes, médicos, enfermeros, bomberos, policías, maestros o la profesión de los progenitores. Pero estas proto-vocaciones no siempre son perdurables, viéndose influenciadas continuamente durante nuestro desarrollo, hasta llegar el momento en el que empiezan los problemas en forma de toma de decisiones relacionadas con el estudio o el trabajo (o con su falta). Y es entonces cuando descubrimos cual es realmente nuestra vocación que, recordemos, significa «Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera». Ni más ni menos. Quitémosle trascendencia, porque hablamos de «inclinación», término equivalente a «afinidad» o «simpatía», nada más alejado de la enfermiza «obsesión» por su obtención o «frustración» por su carencia. Pero, claro está, esta reacción es personal e intransferible. Si la persona asocia su vocación con la cúspide de la pirámide de necesidades de Maslow, la «autorealización», tendrá todos los números para una insatisfacción de por vida.

Sucede también que hay vocaciones y vocaciones. Y que hay vocaciones legítimas –por auténticas– y bastardas –por falsas–. Y que muchas vocaciones, sean del tipo que sean, llevan implícita su motivación y su(s) beneficiario(s). Pensemos, por ejemplo, en las de abogado, médico, trompetista, ingeniero aeronáutico, físico teórico, sacerdote o misionero(1).

Motivación
Toda vocación tiene una, que no debe entenderse como causa sino como efecto. Es decir, como el resultado que esperamos obtener en caso de satisfacerla. Pero esta relación no es unívoca, sino personal. Por ejemplo, la vocación de cirujano plástico puede responder, entre otras muchas, a dos motivaciones: servir a los pacientes o llenarse los bolsillos. Ejemplo que –cambiando los pacientes por la sociedad; lo de los bolsillos no cambia– es extrapolable a la vocación de político(2). Estas motivaciones bastardas son las que determinan vocaciones bastardas y, consecuentemente, la necesidad de alardear de ellas, con objeto de desviar la atención de los teóricos beneficiarios sobre la perversión de objetivos del sujeto.

Ni que decir tiene que mi acusado escepticismo me hace dudar de la existencia de políticos vocacionales auténticos. Es decir, cuya motivación exclusiva sea verdaderamente la voluntad de servicio a la sociedad, más allá de cualquier otra prebenda social o pecuniaria –que las tienen–. Más bien creo que los que no persiguen perpetuación en el puesto, enriquecimiento personal o saqueo de fondos públicos, llegan a la «profesión» de forma sobrevenida o como salida útil a situaciones personales de déficit educacional o profesional en el entorno privado que, si se da la oportunidad, les brinda el agradecido entorno público. Por lo tanto, no son políticos «vocacionales», aunque su gestión pueda ser de lo más honorable. Nada que ver con «los otros», que son los que alardean permanentemente de su bastarda condición(3).

En cambio, determinadas vocaciones llevan implícita su motivación, generalmente consistente en una verdadera voluntad de servicio, lo que las reviste de una autenticidad tal que hace innecesaria la propaganda, sustituida inmejorablemente por los hechos. Piénsese en un bombero o en un médico rural –ambos vocacionales–, a los que difícilmente se podrá encontrar motivación más ejemplar.

Beneficiarios
Gracias a la motivación –sea la que sea en cada caso–, toda vocación tiene su(s) beneficiario(s). Y en este caso, la relación es unívoca. Entenderemos como tales, los receptores de las actividades ejecutadas en el ejercicio de nuestra vocación (estado, profesión o carrera), con la condición de que estas actividades representen un beneficio(4) reconocido. Y esto es lo verdaderamente difícil –por lo menos, cuando el beneficiario no es uno mismo–: que te lo reconozcan. Porque nuestras actividades –o desmanes– pueden ser también causa de desgracias sin fin. Y, claro está, en este caso no les hará ninguna gracia que les llamemos beneficiarios, aunque al «vocacional» de turno no le guste(5).

En contra de lo que pudiera parecer, resulta perfectamente lícito que tu vocación te tenga a ti mismo como beneficiario. Es más, siempre debería ser así. Pero no de forma exclusiva. Una vocación debe, en primer lugar, satisfacerte a ti y lo deseable es que esta satisfacción personal dependa –incluso, de forma directamente proporcional– de la satisfacción de otros beneficiarios. Lamentablemente, no siempre es así. La práctica totalidad de vocaciones bastardas se apoyan en una motivación basada exclusivamente en el beneficio propio, importándole un pimiento el resto de beneficiarios teóricos, cuyo papel se limita al de ingenuos espectadores, cuando no cómplices –por su pasividad–, de tan execrables prácticas.

Por el otro lado, el límite de beneficiarios se sitúa en lo que se da en llamar «la sociedad». Estas son las vocaciones candidatas a las mayores miserias y grandezas. Y entre ellas nos encontramos de nuevo con los políticos, cuyos beneficiarios son, en primer término, sus electores y, por elevación, la sociedad en general. Así como los médicos tienen –o deberían tener– como motivación y beneficiario principal la salud del paciente individual, los políticos deben –o deberían– preocuparse de la salud de la sociedad en su conjunto, tanto en su sentido literal como metafórico, incluyendo la salud democrática del sistema. Y aquí lo dejo. No me complico más.

Conclusiones
Podemos asociar el conjunto de términos analizado hoy (vocación, motivación, beneficiarios) con el concepto de función, concepto ya tratado en detalle en otra entrada del blog, entendiendo que nuestra vocación, por ser algo ambicionado, es una de las distintas funciones que deseamos ejercer en nuestra vida. Y el conjunto de funciones o compromisos que hemos adoptado voluntariamente, es lo que hemos definido como nuestra ética personal. Y que lo que verdaderamente cuenta, más que la propia consecución, la verdadera excelencia del compromiso, es la voluntad de cumplirlos. Y que, dada esta voluntad, su grado de cumplimiento afectará a la calidad, pero es accesorio. Porque, en muchas ocasiones, no depende de nosotros. Y esto es particularmente aplicable a las vocaciones. No siempre se cumplen. Especialmente, en el deplorable momento que nos ha tocado vivir, las de carácter laboral. Pero hay que tenerlas, poniendo especial atención en que los beneficiarios reales sean más de uno, porque si sólo pensamos en nosotros, además de ser moralmente impresentable, será imposible compartir las dificultades. Y perseverar. Y no olvidar que podemos tener vocaciones alternativas que, sin representar tu actividad principal, sean más accesibles y cumplan perfectamente nuestras expectativas éticas. Y si ya no podemos más, nos pasamos a la política (es broma).

«Un político es –o debería ser– un trabajador por cuenta ajena, es decir, al servicio de los electores que son los que le pagan. El problema –para nosotros, no para él– aparece cuando se convierte en un trabajador por cuenta propia (con perdón de los sufridos autónomos, también electores)».

Notas:
1 - La vocación de político no se ha incluido premeditadamente.
2 - Resalto el subrayado e hipotético «puede». 
3 - Por cierto, nunca he comprendido porqué no son erradicados y expulsados a las tinieblas exteriores por parte de sus compañeros –facción «vocacional auténtica»–, lo que exacerba mi escepticismo. 
4 - Entendido como «valor añadido»
5 - Una hiriente costumbre –especialmente utilizada por los políticos– es lamentarse de que no les «comprendemos».

sábado, 26 de octubre de 2013

El Gran Fallo

Lenta, aunque no siempre...
En el inmenso abrevadero de hechos consumados de donde extraemos temas de interés para el alcance del blog, destaca, por su escasa Calidad y menor Excelencia, así como por su fuerte impacto en la Ética de un amplio sector de la población –en el que me incluyo–, lo que se ha dado en llamar «el fallo de Estrasburgo». Y es que este fallo –como a muchos de mis congéneres– me parece un fallo enorme o, sin jueguecitos de palabras: esta sentencia me parece un enorme error. Habida cuenta de que el fallo –en sus dos acepciones– ha sido analizado del derecho y del revés por parte de destacados políticos y juristas, nada más lejos de mi intención que abundar en este hecho específico, fallo puntual que, a pesar de su gravedad intrínseca, me tomaré la licencia de considerar menor –con el máximo respeto a las víctimas del terrorismo–, si lo comparamos con el Gran Fallo estructural gestado, alimentado y perpetuado precisamente por sus dos protagonistas principales, los que más lo han criticado: los políticos, como los creadores de leyes, y los jueces, en su papel de interpretadores y ejecutores.

Soy consciente del riesgo de entrar en planteamientos que puedan ser tachados de demagógicos, pero, en este caso, es un riesgo que considero hay que correr. Y lo voy a hacer con una enumeración no exhaustiva y un tanto desordenada de los principales fallos –acepción «errores»– y hechos relevantes que, en mi humilde y simplificadora opinión conforman y confirman el Gran Fallo citado.
  • Los jueces son nombrados por los políticos aplicando criterios de afinidad y de torticera aritmética decisoria;
  • Dada la incapacidad, el cortoplacismo y el sectarismo demostrados ampliamente por la clase política, el punto anterior resulta especialmente preocupante;
  • La pereza, la desavenencia partidaria y el punto anterior, impiden el mantenimiento eficaz de nuestras leyes –entendiendo como tal, su ágil ajuste a las exigencias de la sociedad–, lo que propicia la aplicación de principios jurídicos periclitados o inapropiados a la realidad social;
  • Esta obsolescencia o inadaptación es la que propicia por parte de los jueces la búsqueda y aplicación de interpretaciones que, normalmente, por presión social, intentan paliar situaciones aberrantes (de hecho y de derecho). Es en una de estas «interpretaciones» –para más inri, retroactiva–, convenientemente respaldada por el Constitucional y el Supremo, donde se encuentra la semilla del deplorable «fallo de Estrasburgo»;
  • Resulta tragicómico e incoherente que se impongan condenas de miles de años y que estas condenas puedan redimirse –con o sin fallo– con unas decenas de años;
  • También resulta tragicómico que –según nos ha informado la prensa– por cada tres días en prisión se aplique un «beneficio penitenciario» de un día, sin exigir el arrepentimiento ni nada más dificultoso que no enredar y quedarse en la cama todo el día (ignoramos el catálogo de requisitos exigibles para aumentar estos ya de por sí suculentos «beneficios» básicos);
  • Tampoco comprendo la existencia del juez instructor, hurtando de esta responsabilidad a los fiscales, que son los que, en mi opinión, como vemos en las películas anglosajonas, deberían pilotar la investigación de la policía. Aunque probablemente, todo este extraño e ineficaz montaje responde al sesgo político de todos los cargos –fiscales incluidos–, a su endogamia y corporativismo y a la escasa responsabilidad de todos ellos frente a sus electores en particular y la sociedad en general.
  • ... 
Dije enumeración no exhaustiva y lo ha sido. Me quedan en el tintero muchos ejemplos no ejemplares de miembros de ambas clases que están en la mente de todos y que caracterizan este Gran Fallo al que me refiero y que no circunscribo a la judicatura sino a un fallo sistémico generalizado. Tenemos numerosos políticos y jueces corruptos y prevaricadores en diferentes estados: presuntos, condenados, imputados, en fase de instrucción y en pleno juicio. Tenemos jueces «estrella» que solicitan ayuda económica a sus encausados para dar conferencias en el extranjero, tenemos «justicieros» errantes que, en base a no se sabe qué criterio, se dedican a perseguir a algunos dictadores extranjeros, tenemos jueces, aspirantes a «estrella», cuya esposa escribe libros sobre los juicios de su marido, tenemos jueces metidos a políticos que, despechados por no ser nombrados ministros, abandonan la política y se dedican a abrir cajones interesadamente cerrados por ellos mismos, tenemos dos jueces –uno de ellos entonces ministro de justicia, es decir, político– que, presunta y sospechosamente, se van juntos de cacería en vísperas de la inmediata declaración ante el magistrado de imputados en un caso de gran trascendencia política, tenemos secretos sumariales retransmitidos en directo por los medios, tenemos un retraso incomprensible en la aplicación de la justicia, retraso que, discrecionalmente, se encoge –como se ha visto en la meteórica aplicación del «fallo de Estrasburgo»– o alarga, tenemos, tenemos... Y la conclusión, quizá demagógica, es que tenemos lo que nos merecemos.

Terminaré con una anécdota personal, afortunadamente única: yo me las tuve que ver con el Gran Fallo. En mi ya lejana actividad profesional me vi indebidamente –sí, ya sé que es un tópico– imputado en un lío de patentes y de propiedad industrial entre empresas en un tema de tecnología punta –para la época– relacionada con el sector espacial y las telecomunicaciones. O sea, que allí estoy yo –entre el resto del equipo directivo– con traje y corbata, convenientemente duchado y peinado, sentado ante la juez y se me ocurre cruzar una pierna por encima de la otra (apoyada, no desplegada en horizontal). No lo olvidaré nunca. Su señoría me llamó la atención, me reconvino el gesto y me exigió con mucha seriedad que me comportara con respeto y no adoptara posturas displicentes, negligentes ni ofensivas (creo que estas fueron sus palabras). Es decir, que me pasé el resto del juicio muy quieto y con las dos rodillas juntas. No sé muy bien qué tiene que ver con el tema de hoy, pero me ha aflorado inopinadamente y aquí queda reflejado. Perdón, ahora veo la relación: he visto muchos juicios de presuntos asesinos múltiples por la tele y, francamente, lo que me pasó a mí me parece un absoluto despropósito. Se sientan y visten como quieren y ningún juez –o jueza– les llama la atención.

Hoy, como en todo Gran Fallo, poca calidad, poca excelencia y poca ética (en los actores del fallo, por supuesto).

NOTA: Me olvidé de citar en mi anécdota a mi (nuestro) carísimo (afortunadamente, pagaba la empresa) abogado, famoso y prestigioso en su momento, el cual –quizá todos actúan así– ignoraba todo sobre nuestro caso y cambiaba impresiones con nosotros 5 minutos (sí, cinco) antes de entrar en la sala. Posteriormente, este prestigioso –y temido– abogado fue condenado y cumplió prisión por prevaricación e implicación en una trama judicial corrupta.

sábado, 12 de octubre de 2013

Solución, Disolución

Sin palabras...
De nuevo enfrentado al compromiso semanal de practicar el noble arte de la escritura llega el momento de elegir tema. Y debo decir que en esta ocasión me ha resultado muy fácil, circunstancia que, paradójicamente, también me ha resultado sumamente molesta y lamentable. De hecho, dado que he adoptado la cómoda fórmula de encontrar inspiración en sucesos recientes de cierta relevancia, hubiese preferido la rutinaria incertidumbre provocada, indistintamente, tanto por su ausencia como por su exceso. Pero esta semana, uno de ellos destaca de forma desmesurada. No por su brillo, sino por su oscuridad, por el profundo abismo negro, salado y húmedo, destino final de cientos de seres humanos que han encontrado, en una suerte de trágico ballet perfectamente sincronizado –éste es el verdadero hecho diferenciador–, la única verdad absoluta que nos ofrece la vida, que es, precisamente, la muerte. Y, perversamente, la han encontrado como respuesta a su búsqueda de una vida más larga y mejor, en un intento frustrado de prorrogar este momento inevitable, huyendo de las inhumanas condiciones de supervivencia en sus lugares de origen (llamarles países o naciones sería un eufemismo). Este suceso es el que, desde la cómoda posición de mi sofá y ejerciendo la parte alícuota de hipocresía que me corresponde como miembro de la especie –todavía– humana, ha actuado de catalizador de mi inspiración.

Pero como todo catalizador, en sí mismo no es el responsable del proceso mental desencadenado. Lo ha acelerado, a pesar de que, sin él, más tarde o más temprano, la cotidiana acumulación de sucesos de menor enjundia cualitativa y cuantitativa lo hubiera justificado plenamente. Otra cosa muy distinta es que, probablemente, no hubiesen despertado mi atención, pero ahora lo han hecho y es tal la avalancha de reflexiones que afloran que me obligan a adoptar un estilo forzosamente esquemático de enumeración no exhaustiva de hechos y comentarios, aparentemente inconexos, reflejados con la mayor fidelidad y espontaneidad.

Conviene también puntualizar de entrada que el indudable desahogo que representa verter por escrito estas reflexiones no ejerce papel alguno de antídoto sobre mi escepticismo vital, es más, refuerza mi convicción de que nos encaminamos a una especie de abismo indeterminado del cual será imposible salir a menos que se produzca el milagro –retórica pura– de una regeneración de los valores individuales –los colectivos son una simple consecuencia estadística– por uno de los dos únicos medios posibles: a) generación espontánea (autogestión, iluminación mística, instinto de supervivencia, etc.) o b) conducidos por pastores o líderes que ni están ni se les espera (opción de muy mal ver entre el sector progresista). En ambos casos, en mi humilde opinión, pintan bastos. ¿Tenemos, como especie humana, solución?
  • A finales de siglo –mañana mismo– seremos unos 10.000.000.000 (diez mil millones) de habitantes(1) en el sufrido planeta Tierra. Para hacernos una idea, unas diez veces los actuales usuarios de FaceBook. O sea, que faltan 87 años, que son los que han transcurrido desde 1926, es decir, ayer mismo. Pensemos en todo lo que ha pasado, en el enorme desarrollo científico y tecnológico –cuántica, genética, neurociencia, internet, etc.–, y, basados en ello, aceptemos que no tenemos ni la más remota idea de lo que pasará entonces ni de lo que pasará hasta entonces, pero que, indudablemente, visto lo visto, sin un giro social copernicano, no será nada bueno.
  • Nuestros líderes políticos(2) presentan un trastorno bipolar acusado, patentizado por la coexistencia de preocupaciones a cortísimo plazo futuro –unos pocos años– y a medio plazo pasado –unos pocos siglos–. Localmente, tenemos un ejemplo en la nueva ley de educación que, en un alarde de coherencia, ya han decidido eliminar tras las próximas elecciones y en la enfermiza conmemoración anual y explotación sentimental de antiguos acontecimientos –hoy mismo tenemos uno, el 12-O– ocurridos hace siglos, grave trastorno que les impide ver más allá de sus propias narices y consensuar medidas de largo alcance que trasciendan del miserable período electoral. ¿Cómo vamos a esperar que piensen en la imparable superpoblación mundial, si están preocupados exclusivamente por sus cuatro años de permanencia al frente de sus pequeñas tribus?
  • El espectáculo de la sala llena de ataúdes visitada por los próceres de la UE, abucheados por los habitantes de la pequeña isla, complementado por el teatral acto de contrición ante las cámaras y la promesa de solución del problema de la inmigración ilegal(3) es otro ejemplo de miopía política –en este caso, europea– ante el imparable fenómeno de la globalización propiciada por el aumento de la población y la consiguiente –y lógica– búsqueda de recursos de supervivencia. Huelga también comentar la falta de atención dedicada a este problema concreto –quizá el mayor al que nos enfrentamos como especie, incluso superior al manido calentamiento global– por la máxima organización supranacional, la ONU.
  • Existe un consenso generalizado en que la calidad de la educación es muy baja y está empeorando –ahora volvemos a nuestra pequeña tribu– y también observamos que nuestros líderes no consiguen el más mínimo acuerdo para poner solución a esta cuestión estratégica. Esto me lleva a concluir que, dado que los políticos se extraen de la sociedad y que la cultura de la sociedad empeora, estamos en una espiral decadente en la que nuestros líderes, los que nos deben conducir a buen puerto, son y serán cada vez más incompetentes. Todo esto sin considerar corruptelas o déficits morales, no dependientes del nivel cultural.
  • Se aprecia también una creciente corriente de opinión favorable a transferir –el término más utilizado es "devolver"– a la sociedad la responsabilidad de la toma de decisiones, haciendo gala de una fe sin límites en la capacidad de la misma de autogobernarse, capacidad sobre la que albergo dudas superlativas, en especial en un mundo global superpoblado. Por descontado, el argumento se podría resumir en el siguiente eslogan: «la solución es la disolución», teniendo un ejemplo local paradigmático y en cierto modo justificado, en la evidente inoperancia –ganada a pulso– del Senado.
  • También resulta sintomática la ceguera –más que miopía– de los políticos locales de medio pelo, los cuales, con sus esfuerzos centrifugadores y desintegradores, prefieren hacer tabla rasa y lanzar a sus comunidades a una piscina –más pequeña– sin agua en lugar de mejorar lo existente. De nuevo, «la solución es la disolución». Todo lo contrario a la globalización, que es concentración, y a la anticipación ante un imparable y, en mi opinión, deseable, futuro próximo sin fronteras.
Y en el supuesto de que, con diez mil millones de habitantes, persistan las fronteras –lo cual no es en absoluto descartable–, el escenario que se dibuja es escalofriante. Un verdadero quebradero de cabeza para progresistas y conservadores. La fronteras delimitarán guetos autodefensivos a modo de las murallas de la ciudades medievales –con sus señores feudales y todo–, que pretenderán defender a la sumisa y agradecida colectividad de la invasión de las hordas de hambrientos y menesterosos que serán los que estén «fuera». Lampedusa elevado a la máxima potencia. Triste futuro y también triste conclusión: Escepticismo y Pesimismo, ambos referidos a la especie humana y a su subconjunto de líderes, dirigentes y, en suma, políticos (por favor, leer de nuevo el párrafo anterior a la enumeración).

La mejor «solución».
Hoy pues, mucha Política y, en consecuencia, poca Calidad, poca Excelencia y poca Ética. Ya está escrito. Aunque, con objeto de terminar con algo mejor sabor de boca, se me antoja interesante jugar un poco con el lenguaje y explorar las distintas acepciones que nos ofrece el título. Hasta ahora los hemos utilizado en su forma social, entendiendo por solución la «acción y efecto de resolver una duda o dificultad» y por disolución «relajación y rompimiento de los lazos o vínculos existentes entre varias personas». Pero su acepción físico-química es algo más optimista: solución y disolución son sinónimos y significan «una mezcla sólida y homogénea de dos o más sustancias». Quizá por mi formación más técnica que humanística, me quedo con esta última. Porque, en el fondo, todos somos iguales.

«Muchos saben «qué» hacer, pero pocos «cómo» hacerlo.¿Para qué sirven los diagnósticos si no se aplican las terapias adecuadas?».

«Todo plan digno de tal nombre nace para ser modificado. Esto es sistemáticamente ignorado por los políticos que, de forma ingenua o perversa –que más nos da–, siempre nos venden sus planes como si fueran fórmulas mágicas inmutables».

«Los mayores crímenes son los que suelen expresarse mediante estadísticas, diluyendo la quemazón del horror en la insensibilización provocada por los fríos números».

Notas:
1 - Este es el nombre más apropiado. Personas, hombres, humanos, etc. admiten mucha controversia.
2 - Locales, autonómicos, nacionales, europeos y mundiales.
3 - ¿Acaso la van a legalizar?  

lunes, 7 de octubre de 2013

Es Verdad, está Bien...

¿Cuántas veces hemos oído, incluso pronunciado, estas arriesgadas afirmaciones? Porque, en la mayoría de ocasiones, llevados por la inmediatez y la emotividad de la conversación, lo son. Veamos porqué.

¿Es verdad? ¿Está bien?
En principio, cualquier afirmación lleva implícita la condición –subjetiva, por supuesto– de veracidad. Por lo tanto, nos vamos a concentrar en la segunda: la que asegura que algo «está bien», con lo que también afirmamos –aunque normalmente no lo explicitemos– que «es verdad» que ese algo «está bien». Esto es lo que nos lleva a restringir el alcance del tema de hoy a dominios concretos, a ese «algo» prosaico y terrenal, no extensivo a conceptos metafísicos tales como la verdad o el bien absoluto.

Establecido el alcance, mi impresión, apoyada en una dilatada experiencia –a la que, más allá de la edad, no le corresponde mérito alguno–, es que la afirmación de que algo «está bien» es, como poco, superficial. Y lo es porque cuando al defensor de tal afirmación se le requiere a fundamentarla –o, lo que es lo mismo, a justificarla–, en la mayoría de las ocasiones, no sabe qué decir. Lo más normal es que te suelte una nube oral de humo que, además de intoxicarte mentalmente, enturbia de forma irreversible la categórica y escueta afirmación inicial, con el riesgo de llevar la conversación a derroteros absolutamente extravagantes e inesperados.

Y nada de esto sucedería si se suavizase la categórica afirmación con un honesto y humilde «creo que» o, en su defecto, se apoyase en un conocimiento preciso de los requisitos –las necesidades establecidas– que debe cumplir ese «algo» para poder afirmar con veracidad que «está bien». Y, francamente, ninguna de estas condiciones se da en la práctica habitual.

Sin ir más lejos, la semana pasada, en un encuentro con un micro-empresario relacionado con la calidad y las –según él– extremadas exigencias de sus clientes –sector del automóvil–, me argumentaba continuamente que las piezas que producía «estaban bien», a pesar de reconocer abiertamente que desconocía la importancia que pudieran tener para su cliente algunos de los requisitos exigidos, por desconocer también la aplicación real de dichas piezas. Cualquier intento de llevar al campo racional y metrológico la discusión, se encontraba con la muralla sentimental representada por la pretendida agresión perpetrada por su cliente exigiéndole unos requisitos «excesivos» e «innecesarios» dado que sus piezas «estaban bien».

Y este ejemplo real, ilustrativo de los riesgos que conlleva anteponer el sentimiento a la razón, creo que es perfectamente extrapolable a cualquier ámbito vital. Aseguramos que algo «está bien» porque nos lo parece, sin conocer exactamente «cómo debe ser». Y si no nos gusta «cómo debe ser», en lugar de esforzarnos por su cumplimiento, lo criticamos o, incluso, lo pretendemos modificar. Es lo que hay. Si, por poner un ejemplo, creemos que el comportamiento con nuestra pareja o con nuestros hijos «está bien» y percibimos su insatisfacción, con toda probabilidad, es porque desconocemos sus requisitos, que no son otra cosa que lo que esperan de nosotros. Entonces, si no nos gusta el «cliente», pretendemos cambiarle o buscamos otro. Pero si no lo cambiamos –en la mayoría de ocasiones, porque no se puede–, como buen «proveedor», debemos satisfacerlo. Por lo menos, con la Calidad adecuada. Y Calidad no es otra cosa que el grado de cumplimiento de los requisitos. Por lo tanto, sin conocer los requisitos, nunca podrá existir la Calidad. Y, de nuevo, tal y como están las cosas, la Excelencia la dejaremos para otro día –u otra época–.

En el fondo todo se reduce a «hablar de lo que se sabe» o a «saber de lo que se habla». Y es que no hay nada peor que «no querer saber», porque «no saber que no se sabe» es ignorancia, mientras que lo otro es irresponsabilidad o, en el peor caso, maldad patológica.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Esterilización y talla intelectual

La mejor forma de apreciar tu talla intelectual es leyendo. Dependiendo de lo que leas te sentirás más o menos «alto». Obviamente, lo más recomendable y provechoso es sentirse un «enano».

Pensamiento esterilizado.
La lectura de una obra excepcional provoca inmediatamente sobre mi capacidad de escritura un efecto esterilizador de duración variable dependiendo del grado de excelencia percibido. Diríase que se activa en mí una especie de autocontrol que me impide entrar en liza con el excepcional escritor y con lo que ha escrito, fundamentalmente, por cómo lo ha escrito. Es inevitable. Me convierto en un «enano» intelectual. Frente al soporte en blanco –papel o pantalla–, el recuerdo de lo leído prevalece sobre cualquier intento creativo, llegándome a persuadir de que todo está escrito y que no tiene ningún sentido competir con la perfección, situación que me impide ligar pensamiento alguno y, consecuentemente, mancillar el virgen e inmaculado soporte con elementales letras y símbolos mal organizados en imperfectas y redundantes frases que, con toda seguridad, no interesarán a nadie, incluyendo, en estos tristes momentos, a mí mismo.

Después, una vez finalizada la lectura y transcurrido un cierto tiempo, los detalles –el cómo, las formas– se difuminan, persisten las platónicas ideas –el qué, el fondo–, va desapareciendo el efecto de la anestesia y empiezo de nuevo a pensar que existen variadas formas de escribir lo mismo y que, visto así, las esterilizantes lecturas excepcionales pueden llegar a ser una fuente de fertilidad. Porque lo que cuenta es la combinación de ambos conceptos, fondo y forma. Esto dignifica la frecuentemente denostada «apariencia» –la forma– frente a la exagerada importancia atribuida a la «esencia» –el fondo–. Y debo reconocer que, por lo menos en la escritura, esta conclusión socava fuertemente mis asentadas convicciones.

Y en estas estamos –leyendo un libro excepcional– cuando vence el plazo autoimpuesto de escribir, al menos, una entrada semanal en este blog. O sea, completamente esterilizado. Pero, paradójicamente, la pantalla no está en blanco. ¿Quiere esto decir que sólo he escrito tonterías que a nadie interesan? Probablemente. Pero no pienso vulnerar mi compromiso. De hecho, no he hecho más que transcribir reflexiones inmediatas, sin apelar en ningún caso a la mayor o menor fertilidad creativa de la que pueda disponer, tarea perfectamente compatible –creo– con mi estéril estado actual. Por lo tanto, lo escrito, escrito está. Sólo falta intentar cerrar dignamente el tema.

Me pregunto: Si una buena lectura afecta, aunque sea temporalmente, a tu capacidad de escribir... oír hablar bien, asistir a una excepcional conferencia, escuchar un excelente discurso ¿afecta a tu capacidad de expresión oral? Evidentemente, no me refiero al corto plazo. Doy por supuesto que, del mismo modo que es altamente dificultoso leer y escribir al mismo tiempo, resulta cuando menos inapropiado –aunque posible– arrancar a hablar en pleno discurso ajeno. Me refiero al medio y largo plazo. Al período en el que, literalmente, te han dejado sin habla. Y creo que las reflexiones sobre la temporal esterilización provocada sobre la escritura son perfectamente extrapolables a la expresión oral. Es más, probablemente, a cualquier expresión artística. En mi caso, aficionado a la música en general y mediocre practicante de guitarra, me encuentro en estado de esterilidad permanente, agravada tras la asistencia a algún concierto particularmente excepcional ejecutado por el(los) virtuoso(s) de turno –léase, por ejemplo, Eagles, Eric Clapton, Joe Bonamassa o Pat Metheny– en especial estado de gracia (que también tienen sus momentos bajos).

Porque nada nos viene de serie. A los efectos del tema tratado, todo nuestro conocimiento proviene de lo leído, lo visto o lo oído –si, lo sé, faltan tres sentidos–. Y, a menos que seas un loro, lo que te queda son las ideas, el fondo. Como mucho, por excepcional que sea, recordarás que te gustaron las formas, que te impactaron notablemente, pero poco más. Por lo tanto, cuando pretendas transmitir conocimiento, siempre deberás poner de tu parte. Es decir, explicarte, ya sea de forma oral o escrita, con tus propias palabras, exprimiendo tus circuitos mentales, desarrollando la esencia de lo aprendido. Y, con toda seguridad, a mayor excepcionalidad, a mayor perfección percibida en el momento de la adquisición del conocimiento, mayor esterilidad inmediata, pero también mayor fertilidad futura. Bienvenida sea pues la esterilización temporal. Sólo se precisa un poco de paciencia para digerir y destilar lo adquirido. En definitiva, para crear tu propia versión. Sin plagios.

Veamos ahora la aplicación de todo lo escrito al restringido dominio de este blog. Si no te comprenden, prueba a explicarte de otra forma, a ser imaginativo. La fertilidad propicia decir –o escribir– lo mismo con otras palabras, con otros giros gramaticales, con un vocabulario menos elitista, menos erudito. Si hace falta, baja tu nivel, la mejor forma de elevarlo*. Incorpora estos principios de actuación a tu ética personal. Explotando tu fertilidad, si logras que te comprendan, la calidad estará garantizada. Si además logras la excelencia, conseguirás esterilizar a tu interlocutor. Le harás sentirse un «enano». Y así seguirá la cadena.

* El tópico «ponerte a su altura» presupone que estás más alto y que bajas tu nivel. En realidad, el resultado es el contrario: siempre que lo haces elevas tu altura moral e intelectual.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Oferta, Dispersión y Libertad (devaluada)

¿Hasta cuándo?
El título expresa las tres fases de un proceso secuencial que, en mi humilde opinión, representa una amenaza a la que no se le presta la debida atención. Y entre las diversas causas, se me antoja como la más importante, la defensa y aplicación indiscriminada, simplificadora y superficial de un principio indiscutible a nivel conceptual: «a más oferta, más libertad», olvidando los acompañamientos y condicionantes necesarios para garantizar la bondad de tan fundamental principio. Y aquí es donde nos topamos, por discrepancia, con el dogmatismo, el buenismo, el progresismo y con toda una larga serie de ismos –excepción hecha del racionalismo y el escepticismo– que se pueden resumir en el formalismo de lo «políticamente correcto». Y este topetazo, normalmente se identifica con la adjudicación de la etiqueta de conservador, autoritario o, simplemente, «facha».

Justifiquemos un poco el porqué del tema de hoy. Su origen debo atribuirlo a una frase leída en La Vanguardia del miércoles 18-09-2013 incluida en el artículo de Ignacio Orivio «Sabios para qué», en el que se reflexionaba sobre el reciente fallecimiento de Martín de Riquer. La frase –de hecho, el subtítulo– es: «De cómo la desaparición de eruditos como Riquer va dejando la cultura en manos de la wiki». Y destaco unas preguntas –éstas ya del propio artículo–: «¿Teniéndolo todo (todo) en el smartphone, son necesarios, o útiles, o tienen sentido sabios como Riquer? ¿Sirve para algo saber cosas, hacer el esfuerzo de leerlas, memorizarlas, asimilarlas, digerirlas? ¿O bien, "para qué" si están al alcance de todo pulgar?». Más perlas del artículo: «Google es el infinito. Pero el infinito es cero. La información pura no dice nada... La figura clave es el maestro. El que te dice por qué ventana debes mirar. Sin ventana no hay paisaje» (Jaume Vallcorba, editor de Riquer) y «Es habitual que los estudiantes aporten como propias frases de Google... Estamos rodeados de gigas de memoria digital pero nadie recuerda nada. Cualquier persona culta del siglo XV tenía miles de datos en su cerebro» (Meritxell Simó, discípula de Riquer).

Obviamente, el artículo citado se refiere de forma exclusiva y magistral a la relación entre oferta de información y conocimiento, sin relacionarla en ningún caso con la libertad. Pero creo que, a través de la cultura, la tiene. Y, apoyándome en él, voy a explicarme.

Un aumento desaforado de la oferta cultural e informativa caracterizado por su acceso indiscriminado («al alcance de todo pulgar») e inmediato tiene un efecto devastador sobre la utilidad y, consecuentemente, la necesidad de almacenar conocimiento en nuestras neuronas. La disposición inmediata de información de cualquier índole –sin garantía alguna de autenticidad, por supuesto– debilita nuestras defensas ante la superchería y proporciona una falsa ilusión de libertad, agravada por la falta de criterio de selección característica de la pseudocultura universal a la que nos dirigimos (o nos dirigen). Esta inflación cuantitativa de oferta, caracterizada también por una devaluación cualitativa, es la causa de la dispersión a la que se somete la atención del personal, dispersión que, por su volumen, afecta directamente a la libertad de elección. Demasiado para elegir. Enormes probabilidades de no elegir lo correcto. Aunque nos lo parezca. En suma, libertad ficticia.

Por otra parte, este exceso de oferta es también el responsable de tenernos siempre entretenidos con estímulos externos de fácil y gratuita adquisición –generalmente dinámicos y visuales–, minimizando la necesaria y enriquecedora introspección, ejercicio en completo desuso. Recuerdo cuando sólo teníamos una cadena de TV. La cosa era fácil: si no te gustaba, apagabas la tele y te ponías a leer un libro, libro que, por supuesto, habías comprado (práctica también en desuso) en una librería porque, ejerciendo tu libertad de elección, lo deseabas leer. Nada que ver con el zapping. Siempre hay algo que merece tu atención –bien que lo saben las cadenas de TV– y aquí nos quedamos embobados, eligiendo realmente lo que ellas quieren. ¿Ésto es libertad? Digamos que sí, pero de baja calidad. Libertad devaluada. ¿Quiere esto decir que defiendo regresar a la prehistoria televisiva? En absoluto. Defiendo exacerbar el criterio de selección, puesto a prueba por la cancerígena oferta que limita nuestra libertad por exceso. La verdad, no sé como hacerlo, pero sería bueno que quienes tienen responsabilidades –no sé si capacidad– sobre la educación, le concedieran a este tema prioridad absoluta. En caso contrario, la libertad de elección desaparecerá. Toda elección será instintiva y reactiva ante un estímulo, no meditada ni racional. Cuestión de «apretar el pulgar». Y esto es característico de los animales no racionales. Tampoco les va demasiado mal, pero como especie humana, me rebelo. Reivindico más y mejor educación, más y mejor cultura. Sin dogmatismos. Sin partidismos. Oferta no es sinónimo de libertad. La ecuación correcta es: «a más cultura, más libertad». Pero... ¿interesa?

Dispersión. Este es el mal causado por la exagerada oferta. No hay más que mirar a nuestro alrededor. Todos –muchos– tecleando el smartphone, nuestros niños –y no tan niños– clavados ante sus juegos, nosotros abonados a Google o Wikipedia, por no citar las omnipresentes redes sociales, ahora favorecidas por la atención de los medios (prensa, radio y tv), cientos de canales y acceso a internet en las smartTV, fútbol a diario, estrenos de cine que sólo se mantienen una semana, innovación continua de artefactos tecnológicos y de camisetas de fútbol, obsolescencia programada, despilfarro cultural y material, etc. Tanta oferta que provoca frustración porque hay demasiadas cosas que te gustan, demasiadas cosas –todo– que querrías hacer –o tener– a la vez y no puedes. Y si, haciendo gala de un extraño criterio racional de selección y de asignación de prioridades, grabas espacios audiovisuales, caes en la cuenta de que el día sólo tiene 24 horas. Menudo descubrimiento. A pesar de que algunos mutantes han desarrollado la insólita capacidad de leer mientras miran la TV, escuchan música y atienden a la lavadora. Ignoro si además piensan. Suerte que tienen.

¿Soluciones? Me temo que no existen. No se limitará la oferta. No habrá marcha atrás. Y si la hay será debido a una catástrofe no deseada que nos relegue a la condición de cavernícolas. No sé que es peor. Pero mientras, los que lo tengan, que apliquen adecuadamente el criterio, lo que, inmersos en el entorno, no resulta fácil. Pensar antes. Planificar. Escoger adecuada y razonablemente. Apliquemos el sabio dicho popular «lo mejor es enemigo de lo bueno». Con esto –creo– seremos más libres. Mejor dicho, nuestra libertad será de mayor calidad (hoy, mejor no hablar de excelencia); utopías fuera). Y los que no lo tengan... serán también libres. Pero menos.

«Poder hacerlo todo equivale, en la práctica, a (no) poder hacer nada».