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sábado, 21 de septiembre de 2013

Oferta, Dispersión y Libertad (devaluada)

¿Hasta cuándo?
El título expresa las tres fases de un proceso secuencial que, en mi humilde opinión, representa una amenaza a la que no se le presta la debida atención. Y entre las diversas causas, se me antoja como la más importante, la defensa y aplicación indiscriminada, simplificadora y superficial de un principio indiscutible a nivel conceptual: «a más oferta, más libertad», olvidando los acompañamientos y condicionantes necesarios para garantizar la bondad de tan fundamental principio. Y aquí es donde nos topamos, por discrepancia, con el dogmatismo, el buenismo, el progresismo y con toda una larga serie de ismos –excepción hecha del racionalismo y el escepticismo– que se pueden resumir en el formalismo de lo «políticamente correcto». Y este topetazo, normalmente se identifica con la adjudicación de la etiqueta de conservador, autoritario o, simplemente, «facha».

Justifiquemos un poco el porqué del tema de hoy. Su origen debo atribuirlo a una frase leída en La Vanguardia del miércoles 18-09-2013 incluida en el artículo de Ignacio Orivio «Sabios para qué», en el que se reflexionaba sobre el reciente fallecimiento de Martín de Riquer. La frase –de hecho, el subtítulo– es: «De cómo la desaparición de eruditos como Riquer va dejando la cultura en manos de la wiki». Y destaco unas preguntas –éstas ya del propio artículo–: «¿Teniéndolo todo (todo) en el smartphone, son necesarios, o útiles, o tienen sentido sabios como Riquer? ¿Sirve para algo saber cosas, hacer el esfuerzo de leerlas, memorizarlas, asimilarlas, digerirlas? ¿O bien, "para qué" si están al alcance de todo pulgar?». Más perlas del artículo: «Google es el infinito. Pero el infinito es cero. La información pura no dice nada... La figura clave es el maestro. El que te dice por qué ventana debes mirar. Sin ventana no hay paisaje» (Jaume Vallcorba, editor de Riquer) y «Es habitual que los estudiantes aporten como propias frases de Google... Estamos rodeados de gigas de memoria digital pero nadie recuerda nada. Cualquier persona culta del siglo XV tenía miles de datos en su cerebro» (Meritxell Simó, discípula de Riquer).

Obviamente, el artículo citado se refiere de forma exclusiva y magistral a la relación entre oferta de información y conocimiento, sin relacionarla en ningún caso con la libertad. Pero creo que, a través de la cultura, la tiene. Y, apoyándome en él, voy a explicarme.

Un aumento desaforado de la oferta cultural e informativa caracterizado por su acceso indiscriminado («al alcance de todo pulgar») e inmediato tiene un efecto devastador sobre la utilidad y, consecuentemente, la necesidad de almacenar conocimiento en nuestras neuronas. La disposición inmediata de información de cualquier índole –sin garantía alguna de autenticidad, por supuesto– debilita nuestras defensas ante la superchería y proporciona una falsa ilusión de libertad, agravada por la falta de criterio de selección característica de la pseudocultura universal a la que nos dirigimos (o nos dirigen). Esta inflación cuantitativa de oferta, caracterizada también por una devaluación cualitativa, es la causa de la dispersión a la que se somete la atención del personal, dispersión que, por su volumen, afecta directamente a la libertad de elección. Demasiado para elegir. Enormes probabilidades de no elegir lo correcto. Aunque nos lo parezca. En suma, libertad ficticia.

Por otra parte, este exceso de oferta es también el responsable de tenernos siempre entretenidos con estímulos externos de fácil y gratuita adquisición –generalmente dinámicos y visuales–, minimizando la necesaria y enriquecedora introspección, ejercicio en completo desuso. Recuerdo cuando sólo teníamos una cadena de TV. La cosa era fácil: si no te gustaba, apagabas la tele y te ponías a leer un libro, libro que, por supuesto, habías comprado (práctica también en desuso) en una librería porque, ejerciendo tu libertad de elección, lo deseabas leer. Nada que ver con el zapping. Siempre hay algo que merece tu atención –bien que lo saben las cadenas de TV– y aquí nos quedamos embobados, eligiendo realmente lo que ellas quieren. ¿Ésto es libertad? Digamos que sí, pero de baja calidad. Libertad devaluada. ¿Quiere esto decir que defiendo regresar a la prehistoria televisiva? En absoluto. Defiendo exacerbar el criterio de selección, puesto a prueba por la cancerígena oferta que limita nuestra libertad por exceso. La verdad, no sé como hacerlo, pero sería bueno que quienes tienen responsabilidades –no sé si capacidad– sobre la educación, le concedieran a este tema prioridad absoluta. En caso contrario, la libertad de elección desaparecerá. Toda elección será instintiva y reactiva ante un estímulo, no meditada ni racional. Cuestión de «apretar el pulgar». Y esto es característico de los animales no racionales. Tampoco les va demasiado mal, pero como especie humana, me rebelo. Reivindico más y mejor educación, más y mejor cultura. Sin dogmatismos. Sin partidismos. Oferta no es sinónimo de libertad. La ecuación correcta es: «a más cultura, más libertad». Pero... ¿interesa?

Dispersión. Este es el mal causado por la exagerada oferta. No hay más que mirar a nuestro alrededor. Todos –muchos– tecleando el smartphone, nuestros niños –y no tan niños– clavados ante sus juegos, nosotros abonados a Google o Wikipedia, por no citar las omnipresentes redes sociales, ahora favorecidas por la atención de los medios (prensa, radio y tv), cientos de canales y acceso a internet en las smartTV, fútbol a diario, estrenos de cine que sólo se mantienen una semana, innovación continua de artefactos tecnológicos y de camisetas de fútbol, obsolescencia programada, despilfarro cultural y material, etc. Tanta oferta que provoca frustración porque hay demasiadas cosas que te gustan, demasiadas cosas –todo– que querrías hacer –o tener– a la vez y no puedes. Y si, haciendo gala de un extraño criterio racional de selección y de asignación de prioridades, grabas espacios audiovisuales, caes en la cuenta de que el día sólo tiene 24 horas. Menudo descubrimiento. A pesar de que algunos mutantes han desarrollado la insólita capacidad de leer mientras miran la TV, escuchan música y atienden a la lavadora. Ignoro si además piensan. Suerte que tienen.

¿Soluciones? Me temo que no existen. No se limitará la oferta. No habrá marcha atrás. Y si la hay será debido a una catástrofe no deseada que nos relegue a la condición de cavernícolas. No sé que es peor. Pero mientras, los que lo tengan, que apliquen adecuadamente el criterio, lo que, inmersos en el entorno, no resulta fácil. Pensar antes. Planificar. Escoger adecuada y razonablemente. Apliquemos el sabio dicho popular «lo mejor es enemigo de lo bueno». Con esto –creo– seremos más libres. Mejor dicho, nuestra libertad será de mayor calidad (hoy, mejor no hablar de excelencia); utopías fuera). Y los que no lo tengan... serán también libres. Pero menos.

«Poder hacerlo todo equivale, en la práctica, a (no) poder hacer nada».

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