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lunes, 7 de octubre de 2013

Es Verdad, está Bien...

¿Cuántas veces hemos oído, incluso pronunciado, estas arriesgadas afirmaciones? Porque, en la mayoría de ocasiones, llevados por la inmediatez y la emotividad de la conversación, lo son. Veamos porqué.

¿Es verdad? ¿Está bien?
En principio, cualquier afirmación lleva implícita la condición –subjetiva, por supuesto– de veracidad. Por lo tanto, nos vamos a concentrar en la segunda: la que asegura que algo «está bien», con lo que también afirmamos –aunque normalmente no lo explicitemos– que «es verdad» que ese algo «está bien». Esto es lo que nos lleva a restringir el alcance del tema de hoy a dominios concretos, a ese «algo» prosaico y terrenal, no extensivo a conceptos metafísicos tales como la verdad o el bien absoluto.

Establecido el alcance, mi impresión, apoyada en una dilatada experiencia –a la que, más allá de la edad, no le corresponde mérito alguno–, es que la afirmación de que algo «está bien» es, como poco, superficial. Y lo es porque cuando al defensor de tal afirmación se le requiere a fundamentarla –o, lo que es lo mismo, a justificarla–, en la mayoría de las ocasiones, no sabe qué decir. Lo más normal es que te suelte una nube oral de humo que, además de intoxicarte mentalmente, enturbia de forma irreversible la categórica y escueta afirmación inicial, con el riesgo de llevar la conversación a derroteros absolutamente extravagantes e inesperados.

Y nada de esto sucedería si se suavizase la categórica afirmación con un honesto y humilde «creo que» o, en su defecto, se apoyase en un conocimiento preciso de los requisitos –las necesidades establecidas– que debe cumplir ese «algo» para poder afirmar con veracidad que «está bien». Y, francamente, ninguna de estas condiciones se da en la práctica habitual.

Sin ir más lejos, la semana pasada, en un encuentro con un micro-empresario relacionado con la calidad y las –según él– extremadas exigencias de sus clientes –sector del automóvil–, me argumentaba continuamente que las piezas que producía «estaban bien», a pesar de reconocer abiertamente que desconocía la importancia que pudieran tener para su cliente algunos de los requisitos exigidos, por desconocer también la aplicación real de dichas piezas. Cualquier intento de llevar al campo racional y metrológico la discusión, se encontraba con la muralla sentimental representada por la pretendida agresión perpetrada por su cliente exigiéndole unos requisitos «excesivos» e «innecesarios» dado que sus piezas «estaban bien».

Y este ejemplo real, ilustrativo de los riesgos que conlleva anteponer el sentimiento a la razón, creo que es perfectamente extrapolable a cualquier ámbito vital. Aseguramos que algo «está bien» porque nos lo parece, sin conocer exactamente «cómo debe ser». Y si no nos gusta «cómo debe ser», en lugar de esforzarnos por su cumplimiento, lo criticamos o, incluso, lo pretendemos modificar. Es lo que hay. Si, por poner un ejemplo, creemos que el comportamiento con nuestra pareja o con nuestros hijos «está bien» y percibimos su insatisfacción, con toda probabilidad, es porque desconocemos sus requisitos, que no son otra cosa que lo que esperan de nosotros. Entonces, si no nos gusta el «cliente», pretendemos cambiarle o buscamos otro. Pero si no lo cambiamos –en la mayoría de ocasiones, porque no se puede–, como buen «proveedor», debemos satisfacerlo. Por lo menos, con la Calidad adecuada. Y Calidad no es otra cosa que el grado de cumplimiento de los requisitos. Por lo tanto, sin conocer los requisitos, nunca podrá existir la Calidad. Y, de nuevo, tal y como están las cosas, la Excelencia la dejaremos para otro día –u otra época–.

En el fondo todo se reduce a «hablar de lo que se sabe» o a «saber de lo que se habla». Y es que no hay nada peor que «no querer saber», porque «no saber que no se sabe» es ignorancia, mientras que lo otro es irresponsabilidad o, en el peor caso, maldad patológica.

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