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martes, 24 de diciembre de 2013

Mejor Rechazar que Aceptar

«La verdadera libertad no consiste en PODER HACER lo que quieras sino en PODER NO HACER lo que otros quieren que hagas»:

Nunca veo el discurso del Rey, pero me gusta que esté ahí, cada año, permitiéndome no verlo. Hoy, en la TV de mi tribu, han convocado una huelga que, de forma para mí pueril y para ellos –supongo– imaginativa, se anuncia para el período exacto (al minuto) previsto para el discurso. Pues se van a fastidiar, porque hoy lo voy a ver. No entienden nada. Espero que la repitan con el discurso del «president». Conseguirán que, por primera vez, también lo vea. Ya me las arreglaré. 

La frase de apertura (1) y el párrafo anterior, me han asaltado tras escuchar —durante el aseo matinal— la noticia. Y la reacción en caliente ha sido publicarlas en Facebook, programa, aplicación o red social —que más da— que se está convirtiendo a pasos agigantados en mi particular muro de las lamentaciones, el cual, a modo de terapia y desahogo, cumple con la inestimable función de permitirme clamar en el desierto (2). Pero sucede que mi paseo matinal — como es habitual, pienso con los pies— me ha servido para desarrollar el tema que seguía martilleando en mi cabeza, hasta el punto de obligarme a aumentar el ritmo de zancada con objeto de verter el resultado en este artículo antes de que se disipase el recuerdo. Y con esto se acaba la introducción y empieza el desarrollo, el fondo del cual queda resumido fielmente en el título.

Aceptar o Rechazar. Ésta es la cuestión.

¿Cuál es la decisión correcta?
Partimos de la base de que la vida (3) nos somete a una continua exigencia de toma de decisiones y que las decisiones tomadas son las que, en un bucle cerrado y continuo, configuran y determinan nuestra vida particular presente y futura. Y que estas decisiones representan siempre una elección entre diversas opciones —normalmente muchas—, lo que la hace, en principio, difícil. Resulta pues obvio que nuestra vida se construye a partir de un sinnúmero de aceptaciones, el cual, siendo enormemente grande, resulta enormemente pequeño si lo comparamos con el infinitamente mayor número de rechazos que a lo largo de nuestra vida hemos practicado. Este planteamiento revela la mayor importancia cuantitativa y cualitativa del rechazo: como rechazamos mucho más que aceptamos, debemos asegurarnos de que rechazamos bien. Esta condición es la que, por sí misma, resulta necesaria y suficiente para asegurar una aceptación de calidad.

Justificada la importancia del buen rechazo en que es el que hace buena la aceptación, conviene dedicar ahora la atención a la sistemática que nos va a facilitar la toma de la decisión adecuada. En mi opinión, la clave está en la reducción de la variedad de opciones a dos. Y esto se consigue también mediante el rechazo. En tanto no nos quedemos con dos opciones, no hay ni que pensar en aceptar. Sólo debemos concentrarnos en rechazar. De forma racional y tras el oportuno análisis, pero rechazar, siempre rechazar.

Y si lo vemos desde la lógica, cuando ya sólo nos queden dos opciones, aceptar también es rechazar, porque si elegimos la opción que rechazamos rechazar, la aceptamos.

Valgan estas reflexiones para intentar revertir el tradicional sentido negativo que se asocia al rechazo y reivindicar para él un papel preponderante en la toma de decisiones, mucho mayor que la aceptación, mucho más propensa al clientelismo, el seguidismo y la comodidad derivada de la natural aversión de la especie humana hacia el esfuerzo y las dificultades que a menudo se ocultan tras el descarte de las opciones que se nos proponen (4).

Pero, claro está, este ejercicio retórico no pasaría de (mala) anécdota literaria si no se establecieran algunas condiciones para validarlo. El rechazo debe siempre responder a un análisis «razonablemente» racional, totalmente desprovisto de emotividad, sentimiento más que frecuente cuando nos encontramos en alguna disyuntiva. Debe estar apoyado en hechos, completamente exento de pueril pataleo, de afirmaciones de ego, de acción «reactiva» o «punitiva» frente a personas o ideas, debiéndose limitar de forma estricta al dominio o alcance de la decisión a tomar, con el objetivo de conseguir el máximo beneficio vital sin vulnerar los principios o compromisos representados en nuestra ética personal.

Sólo si se dan estas condiciones, el(los) rechazo(s) determinará(n) automáticamente la aceptación. Por lo tanto, repito, en este caso: Mejor Rechazar que Aceptar.

¡Qué gozada, un escenario en el que te pasas la vida sin aceptar nada. Sólo rechazando!

Notas:
1 – Perteneciente a mi catálogo de frases (casi) propias.
2 – Un desierto, la verdad sea dicha, con algunos oasis excepcionales.
3 – Entendida aquí de forma general, como un compendio de la existencia, el entorno, la sociedad, etc., etc.
4 – Ni que decir tiene que, frecuentemente, la aceptación irreflexiva de las propuestas tiene consecuencias mucho peores que el rechazo.

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