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domingo, 8 de diciembre de 2013

La (in)mutabilidad de los Principios

«Todos tenemos nuestros Principios, pero lo realmente importante son nuestros Finales».

Esta es la cuestión. Se trata del permanente antagonismo entre teoría y práctica, entre expectativas y necesidades, entre idealismo y pragmatismo, entre apariencia y realidad, entre convicciones y hechos consumados o, por terminar, entre tantos y tantos elevados conceptos hasta que dejan de serlo, se desploman sobre nuestras cabezas y aparecen ante nuestros ojos como una evidencia concreta, objetiva y, frecuentemente, desagradable.

Un mal Final.
Como hago frecuentemente en temas espinosos —y este creo que lo es—, empezaré, a modo de cobarde mecanismo de autodefensa, con una declaración de principios que, por considerarla fuertemente arraigada, espero no termine mal: Toda generalización es injusta. Pero también considero que las excepciones confirman la regla. Por lo tanto, las reflexiones siguientes no son de aplicación a la parte excepcional de la especie humana que es coherente con sus Principios y que los mantiene hasta el Final, salvo causas de fuerza mayor o exigencias de supervivencia que justifiquen lo contrario, porque la condición de héroe o mártir es una opción personal e intransferible no exigible por nadie ajeno al propio sujeto. En cambio, debe aplicarse exclusivamente a quienes se pasan los Principios por el forro cuando se les presenta la mínima oportunidad o, dicho de otra forma, a quienes no los cambian porque no pueden. Espero que quede claro.

Con esta introducción hemos llegado al meollo del asunto: la oportunidad. Nadie conoce el camino a tomar hasta que se le presenta la disyuntiva. Y quien crea sinceramente lo contrario, está errado. Por lo tanto, únicamente está legitimado para presumir de Principios quien los ha puesto a prueba y —hecha la salvedad anterior— los ha mantenido. Refuerzan esta tesis los famosos experimentos de Milgram en la Universidad de Yale y  Zimbardo en la cárcel de Stanford.

Este planteamiento es de aplicación general, válido para todas las circunstancias, desde la nimiedad de saltarse la cola del cine hasta alargar la mano en comisiones fraudulentas. La única seguridad que tenemos sobre su no violación es que no se presente la oportunidad. En cambio, si se presenta, es cuando aparece la incertidumbre, estrechamente dependiente de la ética del individuo. Y dado que, debido a la galopante crisis que estamos viviendo en todos los órdenes de la sociedad, la bandera de los Principios se saca frecuentemente del cajón para criticar legítimamente actitudes inmorales o ilegales punibles desde todo punto de vista, resulta verdaderamente lamentable tener la impresión de que muchos de los que se quejan, lo que echan realmente en falta es el Principio de Igualdad de Oportunidades, porque... ¿si todos lo hacen, porqué no yo?

Y, como hemos visto en los experimentos citados anteriormente, a pesar de que éste sea el tema estrella del momento, no hablamos solamente de corrupción. Para demostrar que siempre ha existido, citaré un caso experimentado en carne propia: hace más de 40 años, siendo Director de Operaciones y responsable de Compras en una empresa privada abrimos un concurso para dotarnos de un sistema informático que incluía el Hardware y Software necesario para un MRP (Planificación de recursos de fabricación) al que concurrieron tres empresas punteras que no citaré (aunque en aquel tiempo no había tantas). Pues bien, en las oficinas de la más importante —un edificio de siete pisos— se me transmitió información nada subliminal en el sentido que, de elegir su oferta, habría una sustanciosa contraprestación económica para el «elegidor». Ni que decir tiene que elegí a otra. Valga la ocasión para comentar que en aquel tiempo —no hablo de ahora, porque lo desconozco— era frecuente «obsequiar» a los responsables de Compras con gabelas dinerarias u obsequios en especias, los cuales siempre rechacé exigiendo el descuento equivalente en los precios que se nos cobraban. Con esto no quiero alardear de ejemplaridad, sino enfatizar el hecho de que hasta que no te pruebas —o te prueban— no conoces tu reacción. En el servicio militar he conocido a militares de reemplazo —no profesionales— que cobraban por asignar buenos servicios a sus «compañeros». También he conocido a presidentes de comunidad de vecinos a los que le arreglaban el jardín y le pintaban el piso los afortunados subcontratistas. Es lo que hay. Los numerosos nombres propios hoy presuntamente imputados por corrupción —no cabrían todos en el artículo— no lo hubiesen sido sin presentarse la oportunidad. Y a poco que reflexionemos, oportunidades no faltan.
 
Personalmente, soy pesimista. La moral colectiva es pura estadística, fiel reflejo de la moral de cada uno de sus miembros —en realidad, de su ética— a la que realimenta en un sistema dinámico que, en mi escéptica opinión, no hace sino empeorar con el tiempo. Creo firmemente que pertenezco a la generación de los Privilegiados, en el sentido de que —en comparación con la generación anterior y con la actual— no se nos ha puesto verdaderamente a prueba, pero esto no es óbice para considerar que el Verdadero Enemigo somos nosotros, todos nosotros y que sería bueno, en coincidencia con la reciente desaparición de Nelson Mandela y en su honor, adoptar el sabio aforismo de Albert Einstein:

«Dar ejemplo no es la mejor forma de influir en los demás. Es la única».

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