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domingo, 8 de junio de 2014

Abstención «ejecutiva», Libertad y Responsabilidad

«Lo peor que podemos hacer los que nos inventamos las mentiras es creérnoslas». 

La lectura de esta frase en un excelente artículo de Gregorio Morán en relación con la Madre de Todas las Noticias me ha hecho reflexionar sobre los tres conceptos que titulan este artículo, quizá activados en mi memoria por la recurrrencia con la que determinadas fuerzas políticas reclaman una consulta popular sobre la forma del estado.

Con frecuencia caemos en la tentación de practicar un discurso ejemplarizante mediante el cual intentamos justificar el popular aforismo, atribuido a Winston Churchill, de que «todo pueblo tiene los gobernantes que se merece». Y cuando lo hacemos, por el mero hecho de hacerlo, abjuramos implícitamente de responsabilidad alguna en ello, en una suerte de coartada o blindaje para nuestra ética —quizá en este caso sería mejor hablar de ego—, atribuyéndonos el papel de bichos raros, de excepciones estadísticas que confirman la regla, es decir, el aforismo, olvidando que si preguntásemos, nadie aceptaría de buen grado su condición de borrego (facción ecológico-naturalista) o de robot tele-dirigido (facción tecnológica), lo que nos lleva a concluir que, en realidad, somos miembros normales de un universo muy poco estadístico, compuesto en su totalidad por ciudadanos que, pretendidamente, se tienen a sí mismos como libres y responsables.

Ya me está bien... ¡Pero quiero que TODO siga igual!
Y es que, a pesar de contravenir nuestras convicciones más intimas, nuestra pretendida condición de poseedores de certezas absolutas —por lo menos, en el tema que nos ocupa—, nuestra elitista y distante actitud producto de nuestra envidiable clarividencia, no hace más que abonar la veracidad del aforismo. Y esto es porque la postura que defienden estos privilegiados del conocimiento frente a las consultas a la ciudadanía es la abstención, eso sí, convenientemente vestida como abstención «consciente» o, mejor aún, «racional», en un perverso intento de distanciarse del pobre rebaño que se mantiene en su miserable reducto de ignorancia o indiferencia. Yo mismo era un defensor impenitente y radical de esta posición (ver «La inacción activa»), si bien —en mi defensa— con el objetivo ejemplarizante de extender este no-voto a todo el electorado, en un utópico nadie-vota-a-nadie, el cual, se supone, actuaría de revulsivo definitivo. Ya no pienso así. He cambiado de utopía y ahora participo, es decir, voto. Pero éste es otro tema, que no viene ahora al caso. Lo que interesa es no perder el hilo del título. Y aviso que lo que sigue tiene mucho de política-ficción, porque se va a centrar en lo que llamaré abstención «ejecutiva», lo que, en cierto modo, no es más que una forma especialmente radical de «inacción activa».

Todos estaremos de acuerdo en el dicho popular «el que calla otorga» y en que, según se dice, la principal consecuencia de la abstención es que las cosas «sigan como estaban» porque a los que no votan, la cosa «ya les está bien». Pero nada más alejado de la realidad. En la mayoría de ocasiones —un ejemplo caliente lo tenemos en las recientes elecciones europeas—, la abstención es responsable de cambios notables en la aritmética parlamentaria y, consecuentemente, en el equilibrio del poder real, lo que puede provocar consecuencias políticamente sísmicas, tales como, también se dice, la abdicación de un rey.

Pero claro está, la falta de reglamentación de las consecuencias de la abstención, hace de éstas mismas algo aleatorio e imprevisible, lo que, en mi modesta opinión, confiere al sistema un grado de inestabilidad absolutamente inaceptable. Por todo ello, abogo por una institucionalización electoral de la abstención, que se puede resumir en garantizar la correcta y estricta aplicación de que el que se abstiene lo hace porque «lo que está le parece bien» o, dicho de otra forma, porque «no quiere cambios». Así de claro y así de democrático. Porque si no piensa así, si quiere cambiar o reforzar sus preferencias, tiene a su alcance una amplia panoplia de acciones, tales como votar a un partido, votar nulo, o votar en blanco.

Debemos considerar que, en la reglamentación electoral actual, una consulta siempre representa escoger una opción (en unas elecciones, entre varias; en un referéndum, entre dos; y en lo que sea la prometida e hipotética consulta catalana, 1 + 1), pero no existe forma alguna de expresar que se quiere seguir exactamente igual a como se está en el momento de la consulta (ya hemos visto que la abstención no lo garantiza), lo cual, a mi entender, es un déficit democrático fundamental, porque condiciona la libertad (no están claras las reglas del juego de todas las opciones) y ningunea la responsabilidad (no se conocen las consecuencias reales de la decisión de abstenerse). En cambio, la abstención «ejecutiva» lo resolvería. Veamos cómo:
  • Elecciones: el número de abstenciones se repartiría proporcionalmente a la representación actual entre todos los partidos del arco parlamentario.
  • Referéndums: dado que un referéndum se convoca para refrendar (obvia tautología) una opción de cambio, el número de abstenciones se computaría en su totalidad como "NO", es decir, seguir como hasta ahora.
  • Consulta catalana: a pesar de su peculiar y retorcido planteamiento, toda la abstención se asignaría al NO a la primera pregunta, lo que haría innecesaria la respuesta a la segunda (creo).
Con esta regulación, la abstención «ejecutiva» se convertiría en un paradigma de libertad y responsabilidad, enfrentaría a la clase política con la realidad «real» (otra tautología), ejercería un efecto pedagógico y ejemplarizante sobre la sociedad y, en el plano individual, la ética personal de los que se abstienen –lo que ya no es mi caso– se vería libre de los complejos de culpabilidad y de elitismo intelectual que ahora les agobian, lo que redundaría en un notable aumento de su calidad y excelencia. Todo son ventajas. Ahí queda la propuesta.

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