De un tiempo a esta parte proliferan mensajes de todo tipo, cuyo denominador común es –o pretende ser– una llamada a nuestra conciencia, que nos hacen sentirnos profundamente incómodos, incluso, malas personas. Frecuentemente, se nos acusa implícita o explícitamente de insensibilidad ante la desgracia de personas, animales o cosas o de adoptar una postura acomodaticia frente a la corrupción y a las distintas crisis que nos asolan, entre las que destacan –en relación no exhaustiva ni jerárquica– la económica, política, educativa, sanitaria, familiar, deportiva, moral o de valores.
Puntualizaremos que todo mensaje es un proceso de comunicación con dos protagonistas: el emisor y el receptor, lo cuales se encuentran en los extremos del medio que vehicula el mensaje, sea prensa, radio, TV, internet o las redes sociales. Como emisores podemos citar –también como relación no exhaustiva– los políticos en el poder y en la oposición, los medios de comunicación desde su sesgo ideológico y apesebrado –todos lo tienen–, las organizaciones sindicales –también apesebradas–, las organizaciones y manifestaciones reivindicativas ciudadanas de generación espontánea –es un decir– y determinados miembros de las redes sociales –afortunadamente, no todos–. Como receptor, me sitúo yo, en primera persona, ya que no puedo ni quiero ponerme en el lugar de nadie ni especular sobre el efecto de estos mensajes en su propio apéndice.
Hablemos ahora un poco de los mensajes absorbidos por mi depósito mental de residuos no reciclables –de ahí la inflamación–. Y en cuanto a los mensajes, diferenciaré entre el contenido –su esencia– y la intención del emisor, entendiendo que es la combinación de ambos la que le da al proceso su verdadera dimensión venial o letal.
Sin entrar en los frecuentes eufemismos y metáforas a que nos tiene acostumbrados la clase política –hilos de plastilina, brotes verdes, retraimiento de la paga, crecimiento negativo, desaceleración positiva, adhesión al mecanismo de rescate, medidas de contención presupuestaria, optimización de la estructura impositiva, flexibilización de plantilla, ajustes con sensibilidad, fondo de liquidez autonómica, el que no hace nada por tiempo indefinido, etc.–, los cuales pueden ser considerados maldades menores, citaremos mensajes de mayor calado cualitativo y cuantitativo que voy, necesariamente, a generalizar. Se trata de mensajes explícitos –ruedas de prensa, mitines, publicaciones en Facebook, etc.– o implícitos –resultados o evaluaciones de manifestaciones con asistentes reales o espectrales, expropiaciones de alimentos y de viviendas para necesitados, «escraches» anti-deshaucio, etc.– que apelan a nuestra conciencia bajo los elementales e indiscutibles principios de dar de comer al hambriento, derecho a una vivienda digna, a la sanidad y a la educación pública, derechos todos ellos absolutamente deseables y suscribibles por la mayoría de la población que se considere civilizada y bien nacida. Incluyo también aquí la Declaración Universal de los Derechos Humanos –completa–, fotos de masacres, de violencia de género, de animales maltratados, manifiestos de pseudo-filósofos, coñas y chistes de mal gusto con moralina incluida etc. etc., que se publican en Facebook con objeto, para mí, ignoto.
Pero, más allá de su enorme diversidad, en todos ellos subyace un denominador común que nos indica, exclusivamente, el «qué hacer». Como una pequeña muestra: proclamar la república, abolir la monarquía, conseguir la independencia, cambiar el gobierno, fomentar el crecimiento, la dación en pago, expropiar la banca, expropiar las viviendas vacías, no devolver la deuda, no despedir, no retrasar la jubilación, no reducir las pensiones, no cerrar consultas ni hospitales, no (co)pagar medicamentos, no reducir el gasto educativo, no frustrar a los estudiantes desaventajados –eufemismo que encierra múltiples significados–, no repetir cursos, no aumentar los impuestos (o subirlos), no practicar la violencia de género, no vulnerar los derechos humanos, no maltratar a los animales, no destruir el medio ambiente, no limitar la libertad, no robar, no matar, no masacrar, no, no, no...
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Y, además,... de cabeza!!! |
Quiero conceder, en la mayoría de casos, el beneficio de la duda, y atribuirle al emisor –los políticos comen aparte– la mejor buena voluntad e intención. Pero esto no es óbice para que el resultado final sea molesto, incómodo e irritante para mi apéndice mental. Ni para que me declare pasota a mucha honra, más preocupado por el cómo que por el qué. Un pasota que seguirá pensando que se consigue más con el ejemplo a su entorno, con los actos del rutinario y agobiante día-a-día que con pseudo-ejemplarizantes manifiestos, declaraciones, publicaciones y mensajes vacíos de tan llenos que se pretenden vender.
En cuanto a los suscribidores de mensajes o participantes en iniciativas colectivas, tras colocarme la coraza anti-epítetos desagradables, me tomo la libertad de proponer un consejo: asegúrense de no ser conducidos como un rebaño por un pastor. De no ser cómplices ingenuos de perversos o bastardos intereses. Intenten formar parte de un colectivo racional que comparta una unidad de propósito consistente y coherente. Y detecten y expulsen a las ovejas negras. Resulta muy difícil, pero hay que intentarlo. No será la primera vez –a mí me ha sucedido– que luego hay que lamentarse y repetir: no era eso, no era eso. Y esto, a mí, no me pasará más.
NOTA: Antes de que se me acuse de incoherencia, aceptaré que el último párrafo dice lo que hay que hacer, pero no cómo hacerlo. Pero, a diferencia de los mensajes de los ejemplarizantes, si no me hacen caso, no serán demonizados. Están en su derecho. Ustedes sabrán lo que hacen.
Pasotismo: sepas o no porque pasan las cosas, no te interesa. Hay que saber llevarlo con inteligencia y tranquilidad.
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