Generación -1 (perdedores)
Su nacimiento se sitúa en el entorno de la primera Guerra Mundial (1914-1918), hecho quizá premonitorio que marca su juventud consumida –nunca mejor dicho– en una sangrante y fratricida guerra civil que, a los del bando perdedor –te tocaba donde te tocaba–, les lleva, en emigración forzada, a refugiarse en Francia, donde les hacinan en campos de concentración en las playas de Argelès (hoy, Argelès-sur-Mer, villa turística) donde, quizá por ahorro de costes, las alambradas estaban sustituídas por simples postes enfilados por las ametralladoras de «los senegaleses». Obviamos detalles de la estancia y regreso –darían para una buena novela–, pero lo que no podemos obviar es la justificada calificación de «juventud perdida», no sé si cualitativamente mejor o peor que la de la juventud actual, pero me permitirán que la califique, benévolamente, de «distinta».
Saltamos a la madurez, donde lo más destacable es renacer desde menos que cero (sanbenito de «rojo», racionamiento, etc., etc.), encontrar un trabajo –en muchos casos, precursor de los actuales «autónomos»–, formar una familia –el papel de las madres se circunscribía al tópico «sus labores»–, dar formación a sus hijos y trabajar, trabajar duro y muchas horas, cada uno –padre y madre (ésta, todas las horas)– en los papeles que les había tocado vivir.
De la vejez, destacar solamente la vulneración del proverbial comportamiento con el que se etiqueta a todo anciano digno de tal nombre: contar «batallitas». Y no sería por falta de ellas. Nada de eso. Su discurso recurrente era «no permitáis que esto se repita». Estaban tan cansados que no les quedaba resuello ni para el afán de revancha. Perdieron casi todo –no sólo la guerra– y punto. En su momento –sólo una vez–, cuando creyeron que sus hijos estaban preparados, contaron hechos ciertos –vívidos y vividos– y esto fue todo. Después, en silencio, sin lamentaciones, se marcharon y, en muchos casos, sin percibir atisbo alguno de gratitud, con la decepcionante impresión de que su existencia había sido estéril. Esto, que nos puede parecer normal –sólo apreciamos lo que teníamos cuando nos falta–, resulta especialmente sangrante en esta generación de perdedores, si aceptamos el hecho incontrovertible de que son los responsables físicos de la siguiente generación, la del autor.
Generación 0 (privilegiados)
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Existieron... De verdad. |
Generación +1 (???)
Lo fácil es recurrir a lo que no teníamos (ni falta que nos hacía): paro, fracaso escolar, consumismo, playstations, tablets, teléfonos móviles, internet, redes sociales, botellones, deportivas de marca, cientos de canales de TV, AVE, líneas aéreas low-cost, etc., etc. Pero, indudablemente, el problema es mucho más complejo que lo que les sobra y les falta y excede del limitado espacio de una entrada de blog. En qué medida la responsabilidad de lo que les sucede es achacable a la generación de los «privilegiados» es difícil de establecer, pero una parte alícuota, no pequeña, nos corresponde. Muchos de los actuales políticos corruptos e incompetentes pertenecen a esta generación –la nuestra– y poco se puede esperar de su ejemplo (como se demuestra con sus retoños). Estos políticos han dilapidado el crédito y las expectativas con las que se inició la transición y han conseguido el desapego de la política y el adocenamiento de gran parte de la población, así como el abandono de la cultura del esfuerzo que aprendimos de nuestros padres, los «perdedores». Pero ahora, lo que tenga que llegar, depende de los descendientes de los «privilegiados». Es su responsabilidad. Difícil camino, no envidiable. Hasta donde llega mi conocimiento, muchos, en una suerte de suicidio generacional, han decidido no contribuir a la Generación +2. Les comprendo. Es una postura ética racional y perfectamente defendible. Yo, hoy, en su caso, hubiera hecho lo mismo.
Nota: Antes de que los héroes de salón o los fundamentalistas de la memoria histórica me adviertan de la falta de referencias a la dictadura –o la dictablanda que conocí–, les diré que es deliberada. Y es así, en memoria y honor de mi progenitor, un perdedor que me enseñó a afrontar la vida tal como llega, y el hecho de que a nuestra generación nos haya llegado de cara no es culpa nuestra. Nadie que no haya vivido –o conocido de primera mano– los acontecimientos relatados está en condiciones de criticarlos. Ni de opinar siquiera. Sobre todo los defensores de la manida y recurrente frase «mejor morir de pie que vivir de rodillas». Que piensen en la enorme cantidad de mujeres-madres-perdedoras (quizá las suyas) que así fregaban el suelo. Porque no había otra forma. Y había que hacerlo.
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