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sábado, 3 de agosto de 2013

Consecuencias y Valores

La desgraciada consecuencia de un "despiste"
Actualmente, tanto en los medios como en la opinión pública estamos asistiendo a un profundo y lógico debate sobre las causas del desgraciado accidente ferroviario que se ha saldado con el balance provisional de 79 víctimas mortales. Este lamentable suceso propicia toda suerte de comentarios y especulaciones que van desde la encomiable y sana preocupación por una determinación precisa y veraz de las mismas como condición indispensable para, mediante su eliminación, evitar su repetición, hasta la sesgada e interesada sarta de conclusiones precipitadas que no buscan otra cosa que la descalificación política atribuyendo la responsabilidad del accidente a decisiones coyunturales basadas en recortes presupuestarios exigiendo soluciones utópicas tales como la expresada por el presidente de un partido de la oposición –no el principal– que, para su vergüenza y escarnio de todos, finalizaba así su recuerdo a las víctimas: «que no quede un solo kilómetro de vía donde se pueda repetir este accidente por falta de seguridad por motivos económicos». Francamente, se podría haber ahorrado tan beatífico deseo.

Por descontado, no se trata de terciar en el debate, sino de utilizar este luctuoso hecho y su causa primera probable –un error humano– para reflexionar un poco sobre la causalidad y las consecuencias de nuestros actos, temas ambos que deberían presidir permanentemente nuestra escala de valores. Para ello empezaremos con el aforismo «actúo, luego existo», variante propia del original de Descartes, basada en que el antecedente –la causa– de todo acto racional debería ser un pensamiento. Esto nos lleva a enfatizar la importancia capital de considerar las consecuencias de nuestros actos, las cuales, ciertamente, son sólo conocidas, en su integridad, a posteriori, pero su consideración es éticamente exigible a priori. Sólo de esta forma se pueden aplicar las correspondientes acciones preventivas, en lugar de las siempre tardías acciones correctivas.

Esto nos lleva también a concluir que las consecuencias efectos– de nuestros actos –causas– establecen diferencias abismales entre las personas, diferencias motivadas, principalmente, por su impacto social –por ejemplo, por su actividad profesional–, que deberían reflejarse en su ética personal o, lo que es lo mismo, en los compromisos adoptados con el entorno, receptor –y, en demasiadas ocasiones, sufridor– de sus actos. Al respecto, parece obvio que las consecuencias de los actos realizados en el ejercicio de la actividad profesional de un piloto de avión, de un comandante de crucero o de un maquinista de tren pertenecen a una categoría totalmente distinta que las de un cajero de supermercado. Todo esto sin juicio de valor alguno tanto sobre la importancia intrínseca de las mismas como por el acierto en su ejecución. Son muy distintas. Punto.

Y esta gran diferencia debe ser reconocida y asumida por el individuo, quien debe ser consecuente con ella y tenerla siempre presente, estableciendo adecuadamente su escala de valores, concediendo máxima importancia a las actividades cuyas consecuencias representen mayor impacto o riesgo en la sociedad, extremando la atención en su ejecución y erradicando su mayor enemigo: la rutina.

En línea con esta reflexión, las circunstancias conocidas hasta ahora me hacen llegar a la conclusión de que cuando un maquinista de un tren de alta velocidad circula –reglamentariamente– a casi 200 km/h por una vía plagada de túneles y viaductos, siguiendo un trayecto conocido, aproximándose a una curva, al parecer con muy mala fama, limitada a 80 km/h, debería tener todos sus sentidos alerta y concentrados en la tarea primaria –conducir a sus destinos a las casi 300 personas a su cargo con el confort y la seguridad máxima– y hacer caso omiso de la intempestiva e inoportuna llamada del teléfono móvil o, en el caso de atenderla, no descuidar el control de velocidad, prácticamente la única y crítica tarea a su cargo en estos momentos. Porque si una simple llamada telefónica es capaz de distraer a esta persona de sus responsabilidades y le hace olvidar las catastróficas y fatales consecuencias de un hipotético "despiste" es porque esta persona no estaba capacitada para desempeñar esta actividad profesional. Lo que nos lleva a interrogarnos sobre las causas de esta incapacidad, causas que, en mi humilde opinión, son únicamente atribuibles a una inadecuada categorización de la escala de valores del individuo, en especial en la posición relativa de las dos atenciones: la merecida por la conducción del tren o la de una llamada telefónica.

Deliberadamente he omitido cualquier referencia a aspectos técnicos o de infraestructura ferroviaria, aspectos que, por todos los indicios, dejan mucho que desear, pero que no vienen al caso. Durante un año, tres veces por semana, esta persona realizaba este trayecto sin que la criticada infraestructura –criticada, al parecer, con toda la razón– hubiese propiciado accidente alguno. Precisamente porque la seguridad de la misma se basaba en la competencia y la capacidad de los maquinistas, circunstancia perfectamente conocida y asumida –por lo menos hasta esta ocasión– por los profesionales a cargo del tren, incluido él mismo. Y si la causa no fue la llamada telefónica, peor que peor. Falta de atención. Incapacidad, en suma.

Concluyendo, resulta conveniente considerar a priori las consecuencias de nuestros actos y establecer adecuadamente nuestra escala de valores. Por descontado, no es lo mismo ponerse a los mandos de un avión, un barco o un tren que decidir sobre el helado de postre. Las consecuencias sobre nosotros mismos y sobre nuestro entorno son completamente distintas. Podemos banalizar la elección del helado, pero, por ejemplo, resultaría del todo inadecuado no prestar toda la atención a las dificultades, los problemas o la formación de nuestros hijos, con consecuencias a posteriori absolutamente imprevisibes y, probablemente, fatales para su desarrollo a corto, medio y largo plazo. Al igual que en el accidente ferroviario, cuando las consecuencias –los efectos– son evidentes, no hay nada que hacer, excepción hecha de las lamentaciones, del llanto y crujir de dientes y del reconocimiento de nuestra propia incapacidad, sin olvidar, si las teníamos asumidas, el cierre del círculo ético: la asunción de responsabilidades.

En resumen, la consideración preventiva a priori– de las consecuencias de nuestros actos, su adecuada valoración y su integración en nuestros compromisos –nuestra ética– no evita los errores, simplemente –y esto no es baladí– disminuye enormemente la probabilidad de cometerlos.

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