Ya me salto los semáforos. Y me refiero a los de peatones,
claro (aunque espero y deseo -cualquiera sabe- que el futuro no me lleve a
generalizar). Esto es un hecho, del cual me he apercibido de forma consciente
hoy, hace un rato, en pleno paseo matutino, cuando sumido en lo más profundo de
mis pensamientos, se ha superpuesto a los mismos la
imagen progresivamente creciente de un monigote luminoso en forma de peatón
estático de color rojo. Y me he dicho: caramba, estoy en plena calle, en el cruce
de Diagonal con Numancia, cruzando en rojo. Valga también citar que es domingo, las nueve
de la mañana y que prácticamente no había tráfico automovilístico (ahora
siempre hay que precisar, pues el adjetivo “rodado” ya no es unívoco ni concluyente).
Pero claro, esto no es ningún atenuante, máxime cuando al protagonista se le ha
llenado permanentemente la boca de llamadas al cumplimiento de todas las leyes,
reglamentaciones y normativas aplicables, a las que les ha concedido siempre la
categoría de requisitos establecidos por y para la sociedad, con objeto de
garantizar un razonable grado de convivencia entre animales racionales, en
oposición a la ley de la selva, sin duda más adecuada para los
irracionales.
Y en ese momento, esfumado ya todo atisbo de abstracción mental,
he tomado conciencia plena del hecho y, lo más importante, de que la decisión
haya sido intuitiva, automática e irreflexiva. Y entonces, siguiendo mi camino
(todavía me faltaban tres kilómetros) no he podido dejar de pensar en ello y ha
empezado a aflorar en mis recuerdos la clara tendencia que comenzó con
incumplimientos esporádicos, vagamente justificables, siguió con un lento y
progresivo aumento de frecuencia, hasta llegar al día de hoy en el que he sido
consciente de que “ya me salto los semáforos”. Como (casi) todos. Y aquí y
ahora he sentido la necesidad de profundizar un poco en esta flagrante vulneración de la
calidad (por incumplimiento de un requisito) y con ella, de la excelencia y de mi
querida y publicitada ética personal.
Empezaremos por el elemental instinto de supervivencia, el
cual doy por supuesto que sigue activo en mi caso. Es decir, aunque me haya
encontrado de golpe (conscientemente) en medio de la calle Numancia pasando en
rojo, creo que inconscientemente me habré apercibido con un cierto grado de
fiabilidad de la ausencia de riesgo (realmente, en el momento del cruce pude verificar la inexistencia de amenaza alguna). Pero esto, más allá de definirme, a diferencia de
muchos, como un cobarde que teme la ruleta rusa, tampoco es eximente de nada. Hace
falta ir más lejos. Es necesario llegar a identificar una causa creíble que justifique este lamentable hecho, visto desde la perspectiva de mi ética “actual”.
O, si es injustificable, cambiarla. Solo así podré saltarme otro semáforo.
Siempre he procurado “tomar decisiones basadas en hechos”, uno de los ocho principios de la calidad que por su simplicidad y lógica más me
ha impactado. Y como creo que este principio lo tengo muy arraigado, aun aceptando
que no siempre resulta fácil ni práctico, he reflexionado sobre cual o cuales
pudieran ser los hechos que me han llevado a tomar la decisión de saltarme los
semáforos peatonales. Y hurgando y hurgando en la memoria, me he visto de pie
ante el semáforo en rojo en las incontables ocasiones que me he encontrado a lo
largo de los casi 1.000 kilómetros que he caminado en los últimos once meses
desde mi operación de cadera (aprovecho la ocasión para agradecer al Dr.
Morales de Cano su pericia). Y ahí, parado como una estaca, recuerdo haber sido
testigo de la infracción sistemática de personas andantes de todo tipo y condición
(desde jóvenes imberbes a personas mayores con movilidad reducida), de personas montadas
en VMP (vehículos de movilidad personal, según el ayuntamiento: ciclos mono-rueda,
patinetes eléctricos, etc.), de usuarios de monopatines, skate-board y similares
de tracción animal (nunca mejor dicho) y de los consabidos ciclistas fuera de su carril dedicado. Y recuerdo que a medida que se acumulaba el tiempo de
espera semafórica y los kilómetros de paseo (1.000 kilómetros dan para mucho), mi percepción sobre la sociedad que me circundaba y que, obviamente, era una
muestra perfectamente aleatoria y representativa de la sociedad en general, iba
resultando más y más negativa. Y creo que en esta negativa percepción de la
sociedad sobre la desobediencia semafórica peatonal (no peatonal
semafórica, porque también la practican “no peatones”) puede residir la causa
raíz del desaguisado.
Nos encontramos pues ante unos hechos reales, generalizados y
experimentados en primera persona, que, más allá que sean extrapolables (que lo
son) a otras actividades o valores de la sociedad, hacen que mi opinión sobre
la misma, en los aspectos estrictamente semafórico-peatonales haya caído bajo mínimos.
Y me pregunto: ¿puede ésta ser la causa de mi decisión? Creo que sí. ¿Debería
haber tomado la decisión antes de proceder a un análisis crítico de los hechos?
Creo que no. Pero para esto estoy escribiendo esta entrada. Para analizarlos y
justificarla. Veremos si lo consigo.
El hilo principal del razonamiento es que cuando me salto
(yo) un semáforo no lo hago porque me molesta que esté ahí, o porque me la
refanfinfla, o porque las normas son para los idiotas, o porque mi tiempo es
más importante que el de los demás pardillos, o porque “solo es un semáforo”,
sino porque mi respeto por la sociedad actual (repito, en los aspectos estrictamente
semafórico-peatonales) es cero. Y por ello, mi compromiso personal con el
cumplimiento del contrato social representado, en este caso, por la prohibición
de saltarse un semáforo, que era total, ha dejado de serlo. Reconozco que esto
no me coloca en un plano superior. A buen seguro habrá quien criticará la decisión
tildándola de acomodaticia o de vulgar alineamiento con la manada. Y acepto que
se puede ver así. Pero no me importa lo más mínimo. Ahora sé porqué lo hago y
deseo a todos lo mismo: que sean conscientes del porqué de su infracción, lo que les convertirá en seres semafórica y peatonalmente racionales.
Por lo tanto, en el tema específico que nos ocupa, mi
compromiso con el cumplimiento semafórico-peatonal pasa a ser discrecional, quedando
este compromiso (eso sí, un tanto atenuado y relativizado) incorporado al catálogo que conforma mi ética personal. O sea, que ya puedo saltármelo (el
semáforo, no el compromiso) sin sentirme mal. Uf, que descanso.
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