«No se puede presumir de vocación de servicio sin declarar para qué o para quién. En cambio, quien la tiene realmente, por ser evidente, ni lo hace ni lo precisa».
Esta frase me ha venido a la cabeza tras cansarme de escuchar las recurrentes referencias a la «voluntad de servicio» con las que, en respuesta a nuestras críticas, nos obsequian los servidores en los que hemos delegado mediante sufragio universal y democrático nuestra representación en la gestión de la cosa pública, gestión que, de un tiempo a esta parte, por motivos que ahora no vienen al caso, se está tornando más y más beneficiosa para ellos, lesiva para nosotros y, por ende, contra natura, desagradable y molesta. Y aunque este es un caso paradigmático, no quisiera focalizar en él la atención –aunque ganas no me faltan– sino en el significado general del término
vocación y en su relación con la
ética y la
satisfacción de nuestras
necesidades personales, tema éste que se encuentra plenamente dentro del alcance del blog y que, sin duda, es perfectamente extrapolable a «los políticos», que –aunque alguien lo dude– son personas como nosotros.
Empezaremos, como es habitual, por acotar el significado que le vamos a dar al término. Si nos remitimos al diccionario RAE, descartaremos la acepción mística («Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión») y nos quedaremos con la coloquial, más aséptica y general:
«Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera». Bien es cierto que, habitualmente, asociamos
vocación con «voluntad de servicio», pero, en mi humilde opinión, no creo que sean sinónimos, sino la definición de un caso particular –y especialmente ejemplar– de
motivación.
Vocación
 |
Caramba, ¿dónde está la política? |
Me inclino a pensar que todos hemos tenido, al menos, una. Y uso el tiempo pasado porque muchas vocaciones se pueden haber perdido en el camino, incluso se pueden haber satisfecho, lo que implica que ya no las tenemos, sino que las tuvimos. Y en la anterior reflexión dejo la puerta abierta a tener varias, probablemente con distintas
motivaciones y distintos
beneficiarios. Creo también que las primeras
vocaciones se adquieren en nuestra más tierna infancia como reflejo primario, mimético y auténtico de nuestros juegos y entorno, adoptando la forma de reyes, príncipes, médicos, enfermeros, bomberos, policías, maestros o la profesión de los progenitores. Pero estas proto-vocaciones no siempre son perdurables, viéndose influenciadas continuamente durante nuestro desarrollo, hasta llegar el momento en el que empiezan los problemas en forma de toma de decisiones relacionadas con el estudio o el trabajo (o con su falta). Y es entonces cuando descubrimos cual es realmente nuestra
vocación que, recordemos, significa
«Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera». Ni más ni menos. Quitémosle trascendencia, porque hablamos de «inclinación», término equivalente a «afinidad» o «simpatía», nada más alejado de la enfermiza «obsesión» por su obtención o «frustración» por su carencia. Pero, claro está, esta reacción es personal e intransferible. Si la persona asocia su
vocación con la cúspide de la
pirámide de necesidades de Maslow, la «autorealización», tendrá todos los números para una insatisfacción de por vida.
Sucede también que hay
vocaciones y
vocaciones. Y que hay
vocaciones legítimas –por auténticas– y
bastardas –por falsas–. Y que muchas
vocaciones, sean del tipo que sean, llevan implícita su
motivación y su(s)
beneficiario(s). Pensemos, por ejemplo, en las de abogado, médico, trompetista, ingeniero aeronáutico, físico teórico, sacerdote o misionero
(1).
Motivación
Toda
vocación tiene una, que no debe entenderse como
causa sino como
efecto. Es decir, como el resultado que esperamos obtener en caso de satisfacerla. Pero esta relación no es unívoca, sino personal. Por ejemplo, la
vocación de cirujano plástico
puede responder, entre otras muchas, a dos
motivaciones: servir a los pacientes o llenarse los bolsillos. Ejemplo que –cambiando los pacientes por la sociedad; lo de los bolsillos no cambia– es extrapolable a la
vocación de
político(2). Estas
motivaciones bastardas son las que determinan
vocaciones bastardas y, consecuentemente, la necesidad de alardear de ellas, con objeto de desviar la atención de los teóricos
beneficiarios sobre la perversión de objetivos del sujeto.
Ni que decir tiene que mi acusado
escepticismo me hace dudar de la existencia de
políticos vocacionales auténticos. Es decir, cuya
motivación exclusiva sea verdaderamente la voluntad de servicio a la sociedad, más allá de cualquier otra prebenda social o pecuniaria –que las tienen–. Más bien creo que los que no persiguen perpetuación en el puesto, enriquecimiento personal o saqueo de fondos públicos, llegan a la «profesión» de forma sobrevenida o como salida útil a situaciones personales de déficit educacional o profesional en el entorno privado que, si se da la oportunidad, les brinda el agradecido entorno público. Por lo tanto, no son
políticos «vocacionales», aunque su gestión pueda ser de lo más honorable. Nada que ver con «los otros», que son los que alardean permanentemente de su
bastarda condición
(3).
En cambio, determinadas
vocaciones llevan implícita su
motivación, generalmente consistente en una verdadera voluntad de servicio, lo que las reviste de una autenticidad tal que hace innecesaria la propaganda, sustituida inmejorablemente por los hechos. Piénsese en un bombero o en un médico rural –ambos vocacionales–, a los que difícilmente se podrá encontrar
motivación más ejemplar.
Beneficiarios
Gracias a la
motivación –sea la que sea en cada caso–, toda
vocación tiene su(s)
beneficiario(s). Y en este caso, la relación es unívoca. Entenderemos como tales, los receptores de las actividades ejecutadas en el ejercicio de nuestra
vocación (estado, profesión o carrera), con la condición de que estas actividades representen un
beneficio(4) reconocido. Y esto es lo verdaderamente difícil –por lo menos, cuando el
beneficiario no es uno mismo–: que te lo reconozcan. Porque nuestras actividades –o desmanes– pueden ser también
causa de desgracias sin fin. Y, claro está, en este caso no les hará ninguna gracia que les llamemos
beneficiarios, aunque al «vocacional» de turno no le guste
(5).
En contra de lo que pudiera parecer, resulta perfectamente lícito que tu
vocación te tenga a ti mismo como
beneficiario. Es más, siempre debería ser así. Pero no de forma exclusiva. Una
vocación debe, en primer lugar, satisfacerte a ti y lo deseable es que esta
satisfacción personal dependa –incluso, de forma directamente proporcional– de la
satisfacción de
otros beneficiarios. Lamentablemente, no siempre es así. La práctica totalidad de
vocaciones bastardas se apoyan en una
motivación basada exclusivamente en el
beneficio propio, importándole un pimiento el resto de
beneficiarios teóricos, cuyo papel se limita al de ingenuos espectadores, cuando no cómplices –por su pasividad–, de tan execrables prácticas.
Por el otro lado, el límite de
beneficiarios se sitúa en lo que se da en llamar «la sociedad». Estas son las
vocaciones candidatas a las mayores miserias y grandezas. Y entre ellas nos encontramos de nuevo con los
políticos, cuyos
beneficiarios son, en primer término, sus electores y, por elevación, la sociedad en general. Así como los médicos tienen –o deberían tener– como
motivación y
beneficiario principal la salud del paciente individual, los
políticos deben –o deberían– preocuparse de la salud de la sociedad en su conjunto, tanto en su sentido literal como metafórico, incluyendo la salud democrática del sistema. Y aquí lo dejo. No me complico más.
Conclusiones
Podemos asociar el conjunto de términos analizado hoy (
vocación,
motivación,
beneficiarios) con el concepto de
función, concepto ya tratado en detalle en
otra entrada del blog, entendiendo que nuestra
vocación, por ser algo ambicionado, es una de las distintas
funciones que deseamos ejercer en nuestra vida. Y el conjunto de
funciones o
compromisos que hemos adoptado voluntariamente, es lo que hemos definido como nuestra
ética personal. Y que lo que verdaderamente cuenta, más que la propia consecución, la verdadera
excelencia del
compromiso, es la
voluntad de cumplirlos. Y que, dada esta voluntad, su grado de cumplimiento afectará a la
calidad, pero es accesorio. Porque, en muchas ocasiones, no depende de nosotros. Y esto es particularmente aplicable a las
vocaciones. No siempre se cumplen. Especialmente, en el deplorable momento que nos ha tocado vivir, las de carácter laboral. Pero hay que tenerlas, poniendo especial atención en que los
beneficiarios reales sean más de uno, porque si sólo pensamos en nosotros, además de ser moralmente impresentable, será imposible compartir las dificultades. Y perseverar. Y no olvidar que podemos tener
vocaciones alternativas que, sin representar tu actividad principal, sean más accesibles y cumplan perfectamente nuestras
expectativas éticas. Y si ya no podemos más, nos pasamos a la
política (es broma).
«Un político es –o debería ser– un trabajador por cuenta ajena, es decir, al servicio de los electores que son los que le pagan. El problema –para nosotros, no para él– aparece cuando se convierte en un trabajador por cuenta propia (con perdón de los sufridos autónomos, también electores)».
Notas:
1 - La vocación de político no se ha incluido premeditadamente.
2 - Resalto el subrayado e hipotético «puede».
3 - Por cierto, nunca he comprendido porqué no son erradicados y expulsados a las tinieblas exteriores por parte de sus compañeros –facción «vocacional auténtica»–, lo que exacerba mi escepticismo.
4 - Entendido como «valor añadido»
5 - Una hiriente costumbre –especialmente utilizada por los políticos– es lamentarse de que no les «comprendemos».