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domingo, 10 de junio de 2018

Ya me salto los semáforos


Ya me salto los semáforos. Y me refiero a los de peatones, claro (aunque espero y deseo -cualquiera sabe- que el futuro no me lleve a generalizar). Esto es un hecho, del cual me he apercibido de forma consciente hoy, hace un rato, en pleno paseo matutino, cuando sumido en lo más profundo de mis pensamientos, se ha superpuesto a los mismos la imagen progresivamente creciente de un monigote luminoso en forma de peatón estático de color rojo. Y me he dicho: caramba, estoy en plena calle, en el cruce de Diagonal con Numancia, cruzando en rojo.  Valga también citar que es domingo, las nueve de la mañana y que prácticamente no había tráfico automovilístico (ahora siempre hay que precisar, pues el adjetivo “rodado” ya no es unívoco ni concluyente). Pero claro, esto no es ningún atenuante, máxime cuando al protagonista se le ha llenado permanentemente la boca de llamadas al cumplimiento de todas las leyes, reglamentaciones y normativas aplicables, a las que les ha concedido siempre la categoría de requisitos establecidos por y para la sociedad, con objeto de garantizar un razonable grado de convivencia entre animales racionales, en oposición a la ley de la selva, sin duda más adecuada para los irracionales.

Y en ese momento, esfumado ya todo atisbo de abstracción mental, he tomado conciencia plena del hecho y, lo más importante, de que la decisión haya sido intuitiva, automática e irreflexiva. Y entonces, siguiendo mi camino (todavía me faltaban tres kilómetros) no he podido dejar de pensar en ello y ha empezado a aflorar en mis recuerdos la clara tendencia que comenzó con incumplimientos esporádicos, vagamente justificables, siguió con un lento y progresivo aumento de frecuencia, hasta llegar al día de hoy en el que he sido consciente de que “ya me salto los semáforos”. Como (casi) todos. Y aquí y ahora he sentido la necesidad de profundizar un poco en esta flagrante vulneración de la calidad (por incumplimiento de un requisito) y con ella, de la excelencia y de mi querida y publicitada ética personal.

Empezaremos por el elemental instinto de supervivencia, el cual doy por supuesto que sigue activo en mi caso. Es decir, aunque me haya encontrado de golpe (conscientemente) en medio de la calle Numancia pasando en rojo, creo que inconscientemente me habré apercibido con un cierto grado de fiabilidad de la ausencia de riesgo (realmente, en el momento del cruce pude verificar la inexistencia de amenaza alguna). Pero esto, más allá de definirme, a diferencia de muchos, como un cobarde que teme la ruleta rusa, tampoco es eximente de nada. Hace falta ir más lejos. Es necesario llegar a identificar una causa creíble que justifique este lamentable hecho, visto desde la perspectiva de mi ética “actual”. O, si es injustificable, cambiarla. Solo así podré saltarme otro semáforo.

Siempre he procurado “tomar decisiones basadas en hechos”, uno de los ocho principios de la calidad que por su simplicidad y lógica más me ha impactado. Y como creo que este principio lo tengo muy arraigado, aun aceptando que no siempre resulta fácil ni práctico, he reflexionado sobre cual o cuales pudieran ser los hechos que me han llevado a tomar la decisión de saltarme los semáforos peatonales. Y hurgando y hurgando en la memoria, me he visto de pie ante el semáforo en rojo en las incontables ocasiones que me he encontrado a lo largo de los casi 1.000 kilómetros que he caminado en los últimos once meses desde mi operación de cadera (aprovecho la ocasión para agradecer al Dr. Morales de Cano su pericia). Y ahí, parado como una estaca, recuerdo haber sido testigo de la infracción sistemática de personas andantes de todo tipo y condición (desde jóvenes imberbes a personas mayores con movilidad reducida), de personas montadas en VMP (vehículos de movilidad personal, según el ayuntamiento: ciclos mono-rueda, patinetes eléctricos, etc.), de usuarios de monopatines, skate-board y similares de tracción animal (nunca mejor dicho) y de los consabidos ciclistas fuera de su carril dedicado. Y recuerdo que a medida que se acumulaba el tiempo de espera semafórica y los kilómetros de paseo (1.000 kilómetros dan para mucho), mi percepción sobre la sociedad que me circundaba y que, obviamente, era una muestra perfectamente aleatoria y representativa de la sociedad en general, iba resultando más y más negativa. Y creo que en esta negativa percepción de la sociedad sobre la desobediencia semafórica peatonal (no peatonal semafórica, porque también la practican “no peatones”) puede residir la causa raíz del desaguisado.

Nos encontramos pues ante unos hechos reales, generalizados y experimentados en primera persona, que, más allá que sean extrapolables (que lo son) a otras actividades o valores de la sociedad, hacen que mi opinión sobre la misma, en los aspectos estrictamente semafórico-peatonales haya caído bajo mínimos. Y me pregunto: ¿puede ésta ser la causa de mi decisión? Creo que sí. ¿Debería haber tomado la decisión antes de proceder a un análisis crítico de los hechos? Creo que no. Pero para esto estoy escribiendo esta entrada. Para analizarlos y justificarla. Veremos si lo consigo.

El hilo principal del razonamiento es que cuando me salto (yo) un semáforo no lo hago porque me molesta que esté ahí, o porque me la refanfinfla, o porque las normas son para los idiotas, o porque mi tiempo es más importante que el de los demás pardillos, o porque “solo es un semáforo”, sino porque mi respeto por la sociedad actual (repito, en los aspectos estrictamente semafórico-peatonales) es cero. Y por ello, mi compromiso personal con el cumplimiento del contrato social representado, en este caso, por la prohibición de saltarse un semáforo, que era total, ha dejado de serlo. Reconozco que esto no me coloca en un plano superior. A buen seguro habrá quien criticará la decisión tildándola de acomodaticia o de vulgar alineamiento con la manada. Y acepto que se puede ver así. Pero no me importa lo más mínimo. Ahora sé porqué lo hago y deseo a todos lo mismo: que sean conscientes del porqué de su infracción, lo que les convertirá en seres semafórica y peatonalmente racionales.

Por lo tanto, en el tema específico que nos ocupa, mi compromiso con el cumplimiento semafórico-peatonal pasa a ser discrecional, quedando este compromiso (eso sí, un tanto atenuado y relativizado) incorporado al catálogo que conforma mi ética personal. O sea, que ya puedo saltármelo (el semáforo, no el compromiso) sin sentirme mal. Uf, que descanso.

lunes, 2 de abril de 2018

El Pueblo


Vivimos una época en la que el vocablo “pueblo” está presente de forma machacona y recurrente en el discurso político. Cotidianamente asistimos a la utilización del mismo, oportunamente adjetivado con objeto de dotarlo de una cierta legitimación geográfica, cultural o tribal, en un sinfín de mensajes que incluyen la atribución colectiva de deseos, convicciones o preferencias, la posesión de derechos históricos inalienables, la exigencia de reconocimiento de los mismos, la denuncia de inacabables memoriales de agravios y ofensas y, por acabar, la llamada a la ejecución de acciones varias formalmente pacíficas que, una vez ejecutadas, en algunos casos no lo son tanto, benévolamente justificadas por la comprensible “indignación” del susodicho “pueblo”.

Resulta evidente que los utilizadores del término dan por supuesto que se trata de un vocablo normalizador e inclusivo que abarca a la totalidad del universo o población¹ situado bajo su égida², sinónimo del vocablo alternativo y para ellos intercambiable “país” utilizado, preferentemente en compañía de una preposición posesiva, en llamadas a la acción: “parada de país”, huelga de país”, etc., y en su forma plural para hacer referencia a imposibles ensoñaciones imperiales³.

Sin entrar en el fondo del asunto, fondo que por turbio y hondo es poco menos que invisible e inalcanzable, el objeto de este artículo es exponer mi punto de vista personal e intransferible sobre la forma, es decir, sobre la oportunidad o validez de la utilización del término “pueblo” en las circunstancias o situaciones expuestas en la introducción, así como mi identificación (o no) con la asignación implícita a determinados colectivos (“pueblo”, “país”) por el mero hecho de su ubicación geográfica o lugar de nacimiento, hecho que por su reiteración ha provocado el hartazgo que a su vez ha sido la causa objetiva de su publicación.

El problema puede plantearse en los siguientes términos: Se dice que el “pueblo piensa, exige, reclama, desea, sufre, lamenta, etc., etc. (la lista sería interminable) algo. Esto es inaceptable. Incumple la acepción 5 (aquí aparece la bicha) pero cumple la 3. O sea, estamos hablando de un “Conjunto de personas de un lugar, región o país”. Sigamos. Obviemos “lugar” y “región” (ningunean el mayestático concepto que le otorgan los esgrimidores del término) y nos quedamos con que “un conjunto de personas de un país hace algo”. Tratemos en primer lugar el vocablo “país. Descartamos la acepción 1 (mal que les pese) y la 2 (en ambas, convendrán conmigo que los territorios no pueden hacer nada) y aceptamos la 3 que refiere a los “habitantes”, término más específico que el genérico “personas”. Por lo tanto, la situación, expresada en su forma más detallada, es ésta: “el conjunto de habitantes de un territorio, con características geográficas y culturales propias, que puede constituir una entidad política dentro de un Estado, hace algo”.

Volvamos a la versión abreviada. Esto es: “El conjunto de habitantes del país hace algo”. Esta elemental oración nos identifica el sujeto⁷ de la acción o acciones (cualesquiera que ellas sean) como “el conjunto de habitantes del país”. ¿Acaso este sujeto es un ser? No. Descartado que sea el sujeto, seamos un poco más flexibles, haciendo abstracción del rigor gramatical, y en aras de la comprensión de la perseverancia de los apelantes al protagonismo del “pueblo”, asignemos al “conjunto de habitantes del país” el papel de agente⁸ o actor⁹ de las supuestas acciones que se le atribuyen o demandan. Pues bien, tampoco puede ser un agente porque “el conjunto” no puede ser una “persona o cosa” (acepción 6) ni, obviamente, “la persona, el animal o la cosa que realiza la acción del verbo” (acepción 7). Por último, ¿será un actor? Tampoco. Indudablemente, parte del conjunto participa. Pero… ¿el conjunto? No, el conjunto no. En absoluto.

Entonces ¿Cuál es su papel? ¿Cuál es el papel del "conjunto de habitantes del país"? Ni sujeto, ni agente, ni actor. Espectador. Todos lo somos. Todos asistimos al espectáculo, el cual, según la exposición de principios del artículo, me abstendré de calificar. Todos somos espectadores. El "conjunto de habitantes" (incluso muchos de los no habitantes) lo somos.

Resumiendo, las referencias al “pueblo” como detentador de derechos o ejecutor de acciones pasadas, presentes o futuras son inaceptables desde un punto de vista objetivamente gramatical, representando una grosera simplificación tan evidente que me hace dudar sea desconocida por quienes las utilizan de forma recurrente, por lo que me inclino a considerar que se realizan con objetivos espurios¹⁰.

Para terminar, mi posición personal es no sentirme identificado con (ni miembro de) “pueblo” o “país” alguno, fruto de mi profunda convicción en anteponer los derechos individuales a los colectivos, excepción hecha del Estado y de asociaciones, colegios, clubes u organizaciones de adhesión voluntaria y, a poder ser, con cuota de miembro. Eso sí que da derechos 😃.

NOTAS:
(todas las definiciones son del Diccionario R.A.E.)
  1. Ambos términos en terminología estadística.
  2. égida: 3. f. Protección, defensa.
  3. Por su alcance “multinacional” (Francia, Italia) y “multiautonómico” (Aragón, Valencia, Islas Baleares). 
  4. pueblo: 3. m. Conjunto de personas de un lugar, región o país. 5. m. País con gobierno independiente.
  5. país: 1. m. Territorio constituido en Estado soberano. 2. m. Territorio, con características geográficas y culturales propias, que puede constituir una entidad política dentro de un Estado. 3. m. Conjunto de los habitantes de un país.
  6. En mi humilde opinión los territorios son un conjunto de campos, árboles, pedruscos y demás accidentes geográficos o elementos vegetales y minerales, los cuales ni piensan ni detentan derechos históricos ni pueden sentir herida su dignidad ni...
  7. sujeto: 6. m. Fil. Ser del cual se predica o enuncia algo.
  8. agente: 6. m. Persona o cosa que produce un efecto. 7. m. Gram. Expresión gramatical que designa la persona, el animal o la cosa que realiza la acción del verbo;
  9. actor: 1. m. y f. Participante en una acción o suceso.
  10. espurio: 1. adj. bastardo (‖ que degenera de su origen o naturaleza). 2. adj. falso (‖ fingido).



sábado, 20 de enero de 2018

Diez segundos

Fue hace más de cinco años cuando publiqué un artículo donde reflexionaba un tanto filosofalmente sobre la importancia de “Pensar antes de actuar”, poniendo especial énfasis en la primera fase del proceso, fase que, aún en acciones aparentemente irreflexivas, existe en todos los casos. Defendía en este artículo que “lo deseable es que este proceso sea racional y consciente” lo que nos debía llevar a hacer “lo que nosotros queremos hacer”. No trataba sobre los actos reflejos o instintivos, en especial los producidos por el instinto básico de supervivencia, lo que en una interpretación literal podía llevar equivocadamente a calificar estos últimos como “indeseables”. Nada más lejos de la realidad. Lo que sucede es que esta primera fase, como todo en la vida, consume tiempo, y este tiempo, en el caso de acciones reflejas o instintivas es muy corto. Tan corto que no somos conscientes de su existencia. Pero bienvenido sea porque nos permite apartar instintivamente la cabeza, aparentemente sin pensar, para evitar un puñetazo (1).

Lo que se va a tratar en este artículo es un caso particular de este proceso (pensar > actuar) que gravita sobre gran parte de los miembros de nuestra pequeña tribu entre los que sin comerlo ni beberlo me encuentro. Y lo defino como particular porque, en este caso, la acción, que es un término genérico, consiste en hablar, conversar, opinar o debatir (2). Y es en este caso y en este momento también particular de nuestro devenir existencial (3) cuando creo que es más necesario y conveniente “pensar antes de hablar” huyendo de calentones de boca o respuestas irreflexivas o instintivas vulgarmente definidas como hacer “lo que nos pide el cuerpo”.

Esto determina la necesidad de “pensar antes”, es decir, dedicar un cierto tiempo a esta fase, llevándola al terreno de lo consciente, permitiéndonos aceptar de buen grado las potenciales consecuencias de nuestros actos. En este caso, nuestras palabras.

Y ¿qué decir de estas potenciales consecuencias? Pues que dependiendo de tu interlocutor (4), de tu grado de “reflexión” y de tu acierto, pueden ser muy reales y nada buenas. Incluso relativizando estos factores, el riesgo de chasco o destrozo anímico es notable. ¿Vale la pena correrlo? A la respuesta de esta importante pregunta nos dedicamos a continuación. Y adelanto la respuesta: NO. Veamos porqué.

En línea con nuestra argumentación, se considera una buena práctica contar hasta 3 antes de dar respuesta a una cuestión importante. Y la que nos ocupa lo es. No puede ser menos puesto que divide a la sociedad. Ahora bien, en nuestro caso particular, debemos tener en cuenta que contar hasta tres sigue siendo muy rápido. No son los tres segundos que parece. Cronométrese y verá que le lleva un misérrimo segundo (otra cosa sería respirar profundamente y contar pausadamente a partir del 100: 101, 102, 103). En cualquier caso, incluso los tres segundos me parecen cortos. En el complejo y espinoso tema que nos ocupa me declaro incapaz de reflexionar e hilar argumentos mínimamente coherentes en menos de 10 segundos. Probablemente mucho más. Pero dejémoslo en estos diez. ¿Ustedes son conscientes de lo largos que son? Pruebe a mirar su reloj (obviamente, si tiene segundero) y suponga que durante todo este tiempo la conversación está suspendida, usted aparenta estar en babia, su interlocutor le dedica una mirada escrutadora y empieza a esbozar una sonrisa triunfante, dando por sentado que usted se ha quedado sin argumentos. ¿Puede haber algo más hiriente? A esto se suma el hecho de que los interlocutores lo tienen tan claro, tan interiorizado, tan asumido, que sus respuestas son inmediatas (diría que instintivas), invariablemente vestidas con trascendentes y aplastantes seudoargumentos de gran peso histórico, cultural o identitario, lo que hace que la ¿conversación? entre en una espiral que te lleva a aumentar tus tiempos de respuesta. ¿Qué sentido tiene seguir? Mejor dicho: ¿Qué sentido tiene empezar?

Me gustaría terminar con una figura metafórica. En la atmósfera terrestre la velocidad del sonido es de 343,2 m/s (a 20 °C de temperatura, con 50 % de humedad y a nivel del mar). Esto quiere decir que si mi interlocutor tarda 10 segundos en oír mi respuesta equivale a estar situado a una distancia de mí de 3.432 m (en las condiciones expuestas, a pesar de que la temperatura de la conversación, incluso la presión, con toda probabilidad subirá). Más de tres kilómetros. Indudablemente, en estas condiciones, resulta  humana y físicamente imposible mantener una conversación.

Diez segundos. Ésta es la distancia a que me encuentro de ellos. Física y conceptual. Por esto no converso: Pienso… y no actúo. Eso es lo que quiero hacer. Y esto es lo que hago.

NOTAS:
  1. Este tema se trata en mi canción “Mejor dudar”.
  2. Se excluye la palabra escrita. Es imposible escribir sin “pensar antes” (bueno, pensando en las redes sociales, la afirmación resulta excesivamente categórica).
  3. Me refiero ahora al otro “proceso”, al grande, al omnipresente, al absoluto, al …
  4. Deseo dejar muy claro que el “interlocutor” puede pertenecer a los dos Todos tratados en este artículo.