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domingo, 21 de diciembre de 2014

Reflexiones sobre La Confianza

«La confianza ni se compra ni se vende: se regala. Pero hay que merecerla». 

Además, resulta más fácil de perder que de ganar.
Estos últimos días he tenido oportunidad de experimentar en carne propia el grado de veracidad de la frase de cabecera, frase que pertenece a la categoría de «frases casi propias», debido a que, en tanto no se me corrija, asumo su paternidad con todas las reservas, reconociendo que todo está escrito y que, con toda probabilidad, en algún momento, esta idea, expresada de una u otra forma, habrá quedado alojada en alguna recóndita y polvorienta colección de mis neuronas.

No corresponde publicar aquí y ahora las circunstancias vitales que me han proporcionado tema, pero sí que resulta oportuno aprovechar la inesperada inspiración para desarrollar y justificar la idea que subyace en tan corta y lapidaria frase, idea que, por descontado, suscribo absolutamente.

Empecemos aceptando que la confianza, tal y como la entiendo, y con más frecuencia de la deseada, está mercantilizada. Quizá debido a un error de concepto, de conocimiento o de interpretación de su significado, dadas sus numerosas acepciones. Por lo tanto, empezaremos por aquí:

confianza.
(de confiar).
1. f. Esperanza firme que se tiene de alguien o algo.
2. f. Seguridad que alguien tiene en sí mismo.
3. f. Presunción y vana opinión de sí mismo.
4. f. Ánimo, aliento, vigor para obrar.
5. f. familiaridad (‖ en el trato).
6. f. Familiaridad o libertad excesiva. U. m. en pl.
7. f. desus. Pacto o convenio hecho oculta y reservadamente entre dos o más personas, particularmente si son tratantes o del comercio.

de ~.
1. loc. adj. Dicho de una persona: Con quien se tiene trato íntimo o familiar.
2. loc. adj. Dicho de una persona: En quien se puede confiar.
3. loc. adj. Dicho de una cosa: Que posee las cualidades recomendables para el fin a que se destina.

confiar.
(del lat. *confidāre, por confidĕre).
1. tr. Encargar o poner al cuidado de alguien algún negocio u otra cosa.
2. tr. Depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa. U. t. c. prnl.
3. tr. Dar esperanza a alguien de que conseguirá lo que desea.
4. intr. Esperar con firmeza y seguridad. U. t. c. prnl.

De esta confianza es de la que hablamos, de la segunda locución adjetiva, de la resaltada en rojo. Y a esta confianza es a la que nos referimos cuando aseguramos que, desgraciadamente, está bastante mercantilizada. Esto no quiere decir que rechacemos el resto de acepciones (en especial la 3, también llamada “del pavo real”), sino que no son tema de hoy. Y para que quede claro, reformulemos (con el permiso de la R.A.E.) la sintética frase de cabecera:

«Depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa, ni se compra ni se vende, se regala. Pero hay que merecerlo».

Y ya podríamos acabar. Quien crea que esta confianza es mercantilizable, no sólo no se la merece, sino que no merece más que una profunda compasión. Y dado que es una característica bi-direccional (de hecho, debe ser mutua), quien no sea «depositario» de alguien y «depositante» en alguien —en ambos casos, gratis—, también. Afortunadamente, aunque suene un tanto presuntuoso (acepciones 2 y 3), no es mi caso. A pesar de los frecuentes intentos de interesada «mercantilización» que siempre me he dado el gustazo de rechazar. 

Y hoy sí que el tema entra de lleno en el alcance del blog: Calidad, Excelencia y Ética personal a raudales. Ya tenía ganas.

Buenas Fiestas.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Saber de lo que hablas, Hablar de lo que sabes

Para centrar el tiro y enfocar de entrada el alcance del artículo, empezaremos con una enumeración resumida, no exhaustiva, de situaciones verídicas sufridas en carne y mente propias:
  • Conocer en más detalle las características de un coche que el propio vendedor: evidentemente, me habia preparado antes, pero su ignorancia sobre los detalles que a mí me interesaban realmente, más allá de los colores y el consumo era hiriente;
  • Idem de un vendedor de electrodomésticos (televisor, nevera, lavadora): por ejemplo, ventajas de la pantalla de led sobre plasma, diferencias competitivas entre varios modelos de mi interés, mantenibilidad, etc.;
  • Idem de todos los vendedores de servicios telefónicos / internet: dado que me vendían “más megas”, preguntados por el significado del término “mega”, balbucean estrepitosamente;
  • Idem de todos los vendedores de electricidad (impropiamente llamada "corriente" o "luz"): tras confirmar que los electrones comprados me llegarán por el mismo cable, son incapaces de explicarme si son mejores y cómo diferencian los míos de los del vecino;
  • Idem de todos los vendedores de gas: igual que en el caso anterior, pero con moléculas de gas y tubería en lugar de cable;
  • Idem de un servicio de mantenimiento de gas: ignora el significado de “monóxido de carbono” y me hace deletrear C... O... (creo recordar que antes me pregunta ¿GO?);
Además, normalmente, no piden turno.
Frecuentemente, me he preguntado si el problema reside en mí o en el resto del mundo, siendo la primera opción la que prevalece en mi entorno próximo, convencido que soy lo que en términos coloquiales se entiende como un “tocapelotas”, opinión que, en cierto modo, comprendo y que, reconozco, se ha agravado con el paso del tiempo. Pero, más allá de estos festivos e inofensivos ejemplos —afortunadamente, el criterio propio y la asunción responsable de errores todavía funcionan—, subyace una situación mucho más grave que, en mi modesta opinión, empeora a pasos agigantados. Pienso, que, en demasiadas ocasiones no triviales, la gente no sabe de lo que habla o, lo que es lo mismo, habla de lo que no sabe. Éste es el tema de hoy.

Reconozco que no se trata de aplicar de forma generalizada el método socrático a todos mis interlocutores, pero sí entiendo que en determinadas ocasiones, es absolutamente necesario. Porque ya no estamos ante la inevitable y omnipresente incertidumbre del lenguaje —tema que, como he expresado en múltiples ocasiones, me apasiona—, ni ante problemas de contexto —la cómoda escapatoria de todo cultivado incomprendido—, sino ante la ignorancia más supina, llevada de muy mala manera, porque ni es aceptada ni, en muchos casos —y esto es lo peor—, conocida. Es decir, no saben que no saben. Y eso es saber bien poco.

Por descontado, eximo de responsabilidad primaria al ignorante víctima de un sistema educativo cada vez más degradado, pero no puedo dejar pasar la intolerancia que impregna a muchos de ellos, incapaces de reconocer a interlocutores más preparados y aprender de ellos. Por no enseñar, el sistema no les ha enseñado ni eso. Y es con estos con los que aplico lo que he definido como “Tolerancia simétrica”, lo que implica una intolerancia equivalente a la diferencia entre la mía (mayor) y la suya (menor), diferencia, normalmente muy grande.

Un ejemplo particular es la omisión de las fuentes en los aforismos o citas con las que nos bombardean las redes sociales, omisión, siempre voluntaria, porque si el publicador tuviese una mínima sensibilidad ante la exigencia de “saber de lo que se habla” y proporcionar verdadero valor añadido al lector, se abstendría de publicar citas, a todos los efectos, de dudosa, por omitida, procedencia. Citaré que jamás se me ha respondido a mis solicitudes de fuente, realizadas con la mayor educación y con el interés real (no “tocapelotas”) de aprender y mejorar mi conocimiento. De nuevo: la gente “no sabe de lo que habla (o escribe)”.

Y para terminar, no digamos de los debates virtuales, donde se utilizan con profusión y ligereza términos tan absolutistas como “todo”, “nada”, “todos”, “nadie”, “siempre”, “nunca” etc., sin justificar mínimamente su empleo. Y encima, si preguntas, se enfadan.

De nuevo, mi querido y nunca bien ponderado Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, mejor callar» (1). El problema es la falta de criterio, por ignorancia o engreimiento, para sustituir el término «puede» por «debe». Y quien actúa de este modo, quien “no sabe de lo que habla” o “habla de lo que no sabe” demuestra muy poca Calidad, ninguna Excelencia, y revela su Ética, que, como siempre hemos defendido, no es mejor ni peor, sino la personal e intransferible, la de cada uno.

Antes de que me critiquen: Hablo mucho, pero también callo mucho. Y cuando hablo, procuro hablar siempre con rigor y propiedad, lo que no siempre consigo. Y esta preocupación por el rigor pasa factura. Pero se lleva con satisfacción.

Nota 1: Tractatus logico-philosophicus, Punto 7. 

sábado, 22 de noviembre de 2014

Los Superiores

Un Superior en acción.
Pertenece este artículo a la galería de tipos iniciada con los Destructores y los Privilegiados, pudiéndose considerar como un subtipo de los Yoístas (que no egoístas), todos ellos —a pesar del elevado número de algunos— anormales estadísticos. Y como resulta habitual, voy a dedicar las primeras líneas a justificar el tema de hoy:

Hace ya tiempo que he dejado de preocuparme por la ausencia de inspiración para acudir a esta cita de una forma periódica. Creo que es una pérdida de tiempo —sobre todo, cuando, por ley de vida, empieza a ser escaso—, el emplearlo en una estéril búsqueda de tema cuando es la propia realidad la que, en forma de estímulo, nos provee de los mismos, eso sí, de forma un tanto imprevista y aleatoria, lo que no deja de tener su atractivo. Y así ha sido esta vez.

A lo largo de mi existencia he participado en innumerables reuniones de trabajo, en las que, mayormente, los participantes se sentían felices y afortunados protagonistas de un hecho colectivo que superaba el ámbito individual. Y cuando así no ha sido, el conductor de la reunión (1), ante una actitud manifiestamente displicente o ausente, ha llamado al sujeto al orden o le ha invitado a dejar la reunión. A este respecto, siempre he defendido que «si quieres formar parte de un equipo, deberás dar algo de ti, porque si no lo haces, serás como un socio de club de fútbol que ve el partido desde la general (con prismáticos) (2)».

Esta actitud de displicencia viene acompañada, en la mayoría de ocasiones, por la suficiencia, y, ahora entramos ya en harina, por la superioridad, manifestándose de muy distintas formas, entre las que destaco dar golpecitos en la mesa con el boli (o el smartphone), mirar al techo frecuentemente, poner los ojos en blanco, adoptar una postura excesivamente relajada y, ésta es constante, una participación verbal nula o escasa (monosílabos o frases cortas un tanto crípticas, ignoro si de forma premeditada o porque no tienen realmente nada que decir).

Como he dicho antes, todo esto forma parte de mi acervo de experiencias y, hasta ahora, lo había metabolizado sin daño aparente, dando por sentado que formaba parte de la normalidad, hasta el punto de no considerarlo tema objeto de mayor atención. Pero hete aquí que nunca se aprende demasiado y que, también en este caso, existen displicencias de nuevo cuño —en este caso, tecnológico— que, en mis últimas dos reuniones, me han agredido como un mazazo y que espero evacuar —porque son desechos— con este artículo.

Imagínense un participante que se pasa la reunión sentado en pose desmadejada, jugando ostentosamente con una tablet a un juego al que llamaremos «Candy Crush», por llamarle algo, ya que no soy experto en juegos de este tipo y éste me suena. Su aportación, una vez requerido, se resume en un «me dais dolor de cabeza» y «estáis hablando del sexo de los ángeles», un mensaje por cada reunión, la primera de nueve horas, y la segunda de tres. Ni que decir tiene que esto es nuevo para mí. Por descontado, el tema de la reunión —que no viene a cuento— no versaba sobre juegos, sino sobre cosas un poco más importantes, por lo menos, para el resto de participantes, ninguneados por el sujeto.

Para concluir, no se me antoja otra explicación que ésta: el sujeto pertenece al tipo de Los Superiores, parte de la especie humana que está siempre de vuelta de todo (en mi caso, prefiero estar siempre de ida) y que manifiesta su superioridad mental permanentemente, aunque no se lo soliciten. Normalmente, ante discrepancias de criterio, empiezan la argumentación con un «Yo...» seguido de «he hecho esto, he hecho lo otro, etc.». Además, rehuyen el debate, de nuevo debido a una creída superioridad cognitiva, a una ignorancia supina (la peor, no saber que no se sabe) o a la dificultad de articular un discurso mínimamente entendible, pero, en cualquier caso, evidenciando una soledad extrema y una absoluta incapacidad para trabajar en equipo.

Y finalizaré con un acto de contrición No voy a negar que, en ocasiones, me he sentido Superior, en especial frente a sujetos de estas características, pero exclusivamente en temas en los que, objetivamente y de forma demostrable, me siento formado y experto, que no son muchos, pero los que son, son. Y cuando no es así, cuando reconozco a personajes de mayor nivel o maestros en disciplinas que no domino, normalmente prefiero el silencio, escuchar atentamente (que no oír) y aprender, siempre aprender. Una de las actividades, en mi opinión, junto con enseñar, más gratificantes. Pero con Los Superiores, no. Rotundamente no. Ni tienen nada que enseñarme ni desean aprender. Esta posición vital forma parte de mi ética personal, y procuro respetarla, con la pretensión de mantener una actitud, como mínimo, de Calidad. Hoy, de nuevo, la Excelencia queda para mejor ocasión.

Notas:
  1. Sí, no hablamos de asambleas igualitarias. Siempre debe existir un conductor, llámese moderador, boss o como sea.
  2. Los «cultivados» pueden sustituir el fútbol por el Liceo.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Comunicación: Tipología Geométrica

Después de un largo período de descanso desde mi último y musical artículo, abordo de nuevo un tema que siempre me ha preocupado: la comunicación. Y lo voy a hacer estableciendo una correlación metafórica entre las figuras elementales de la geometría plana y el proceso de comunicación, correlación que, espero demostrar, va más allá de la epidérmica forma y define con precisión el fondo de la cuestión.

En primer lugar, estableceremos las premisas que acotan el alcance de este escrito:
  • Por “comunicación” entendemos un proceso que transmite un mensaje entre dos sujetos, a los que llamaremos emisor y receptor; Esto incluye los tres modos típicos: unidireccional (simplex, por ejemplo, una conferencia de Sheldon Lee Cooper o una rueda de prensa de Mariano Rajoy), bidireccional alternativa (half-duplex, por ejemplo, un debate del Congreso o en FaceBook) y bidireccional simultánea (full-duplex, por ejemplo, una conversación telefónica);
  • Se entiende que existe comunicación en tanto ambos sujetos se reconocen como conectados, lo que implica siempre un inicio y un final de conexión identificable;
  • Esto significa que quedan excluidos, por ejemplo, clamar en el desierto o gritar desde la cumbre de un fiordo noruego y discusiones eternas y filosóficas como debatir sobre el sexo de los ángeles;
  • Además de tener límites temporales identificables, nuestra comunicación deberá tener un propósito, aceptado por ambas partes;
  • Por último, la comunicación en modo uno-a-muchos (broadcast, por ejemplo, un programa de radio), a nuestros efectos, siempre se tratará como una suma de uno-a-uno (simplex);
  • En cuanto a su final, se producirá por desconexión voluntaria del emisor o del receptor, ya sea por haber alcanzado su propósito, por la convicción de su imposibilidad o por puro aburrimiento.
Distintos tipos de comunicación geométrica.

Espiral:
Distinguiremos dos tipos, la repulsiva y la atractiva. Ambas se caracterizan porque los sujetos se sienten conceptualmente próximos y mantienen la conexión durante el tiempo suficiente para dar varias vueltas completas a la argumentación, sin lograr coincidencia plena en cada giro. Si se produce alejamiento de posturas, tenemos una espiral repulsiva. Si, por el contrario, se produce acercamiento, tenemos una espiral atractiva.

En el primer caso, la comunicación cesa cuando el alejamiento de posturas la impide, ya sea de modo real (no se escuchan) o figurado (uno, otro o ambos, se agotan).

En el segundo caso, la comunicación finaliza cuando la densidad del mensaje compartido se ha hecho tan masiva, que, a modo de agujero negro, se concentra en un punto (una singularidad) e impide la salida a la luz de toda discrepancia: en resumen, por ejemplo, en una discusión, los sujetos se han puesto de acuerdo o, en una conferencia, tras las dudas iniciales, hay coincidencia plena. Este es el modo más noble de resolver diferencias: el método de aproximaciones sucesivas.

Círculo:
Caso particular del anterior, en el que pueden suceder dos cosas: que estén completamente de acuerdo o que discrepen totalmente. En ambos casos, dar más de un giro al mismo mensaje resulta de una ineficacia absoluta, lo cual no impide que existan sujetos que disfrutan dando vueltas al tio-vivo conceptual sin más beneficio que la pérdida de tiempo, probablemente, porque les sobra. Si el final del proceso se produce en el primer giro, se trata de una decisión racional que honra a quien la toma. Si no es así, qué duda cabe de que se producirá por agotamiento físico o mental.

Parábola:
Consideraremos parabólica toda comunicación simétrica que está bien enfocada, es decir que el(los) mensaje(s) que intervienen convergen en el propósito, también llamado foco de atención de los sujetos. Por lo tanto, una comunicación parabólica está en los antípodas de una comunicación dispersa, de difícil, sino imposible, representación geométrica. Del mismo modo que la espiral, por tratarse de una figura abierta, el sentido del desplazamiento es significativo. Si nos aproximamos al vértice (discrepancia mínima) existe acercamiento de posturas y si nos alejamos, todo lo contrario.

Hipérbola:
La característica principal de una comunicación hiperbólica es que coexisten dos focos y dos vértices y que el desarrollo del proceso puede ser asintótico, es decir, tender a infinito. Por lo tanto, aunque existen, no son comunicaciones demasiado recomendables, porque requieren discutir de dos cosas a la vez. Aunque no debe confundirse con el término «hipérbole», su significado académico (RAE) nos viene al pelo: «Figura que consiste en aumentar o disminuir excesivamente aquello de que se habla; exageración de una circunstancia, relato o noticia». Más claro, el agua.

Línea:
Una comunicación lineal es la que presenta un inicio y final claro y meridiano. Empieza y termina de forma contundente, con independencia del resultado. Puede ser recta, curva, quebrada o sinuosa, cuyos significados son autoexplicativos. Pero lo que no se le puede negar es concreción y, si cumple el propósito, eficacia y eficiencia máxima.

Conclusiones:
Llegados a este punto, creo que la correlación geométrica de la comunicación es algo que puede sostenerse con cierto fundamento. Por descontado, pueden existir más figuras, en especial, las cerradas, de las que únicamente hemos tratado el círculo, el cual no es más que un polígono de infinitos lados. Pero su propia forma, ya sea elipse o polígono regular o irregular, nos dice claramente el tipo de comunicación que representan (abrupta, errática, desordenada, etc.). Por lo tanto, objetivo cumplido.

Ahora sólo resta justificar qué pinta toda esta digresión geométrica en este blog. Vamos a intentarlo también: Personalmente, intento practicar, prefiero y recomiendo la comunicación espiral atractiva y la rectilínea. Creo que son las de más Calidad (ambas) y Excelencia (la segunda).

miércoles, 9 de julio de 2014

2004: seis meses con Alan Parsons

Hace diez años, entre Enero y Junio, me encerré —literalmente— en un «estudio» de cuatro metros cuadrados, con dos sintetizadores, un PC y mucho software, y me propuse crear mi propia versión del que en mi opinión es uno de los mejores álbumes de la historia: «The turn of a friendly card» de Alan Parsons. Fue mi primer y último contacto con la auto-producción musical, probablemente debido al agotamiento físico y psíquico con el que llegué a Julio, un tanto decepcionado por el resultado.

He aquí el engendro, donde la Calidad y la Excelencia le corresponden a Alan Parsons y la Ética personal podría entrar con calzador si considero cumplido el compromiso que tomé conmigo mismo. Y ahora, diez años después, creo que quedó razonablemente bien. Debo decir que esta producción, nacida como proyecto y reto estrictamente personal, solo ha tenido recorrido en mi entorno próximo, y que hacía más de cinco años que no lo escuchaba de nuevo. Ayer me topé con el CD en mi discoteca y se me ocurrió compartirlo. Solicito comprensión a los oyentes con formación musical (yo no la tengo, soy un analfabeto académico, toco algo la guitarra de oído) y a los fans de Alan Parsons, pero lo que garantizo es su autenticidad. Gracias por la paciencia. Y, por favor, no dejen de (o vuelvan a) escuchar el original.





















martes, 1 de julio de 2014

La (des)Mejora Continua

«No esperes que las cosas cambien si sigues haciendo lo mismo» (Albert Einstein).

Para bien y para mal. Creo que estaremos todos de acuerdo en que somos animales de costumbres y que nuestra vida está condicionada por una multiplicidad de rutinas cuya ejecución llega, por repetición, a practicarse de un modo inconsciente, como algo intuitivo, casi como un reflejo condicionado. Y esta forma de actuar, profundamente humana, no es bien vista por muchos presuntos eruditos, detractores de lo que califican como una deshumanización robótica, que, como casi todo, solamente es nociva si se convierte en irreflexiva norma que presida todos nuestros actos. Porque existen rutinas ejemplares, en especial, las adoptadas tras una reflexiva consideración o como resultado de la aplicación del método de prueba y error, ambas rutinas «positivas» básicas. Con esto llegamos a la diferenciación entre dos tipos de rutinas opuestas, las «positivas», que son las que nos reportan un beneficio o mejora y, sensu contrario, las «negativas», es decir, las que nos producen un perjuicio, degradación o deterioro. Y el quid de la cuestión reside en su balance. Ni que decir tiene que me encuentro entre los fervientes defensores de la adopción de rutinas «positivas», lo que incluye una predisposición adquirida —indudablemente debida a mis padres y maestros— a aprender, experimentar y validar o descartar nuevos automatismos.

Dentro de las rutinas, también debemos distinguir entre las de simple ejecución —con inicio y final identificable— y los bucles de ejecución continua, lo que determina su alcance temporal, que, en el caso de las segundas, deviene en filosofía vital, en principio ético básico, en forma de vida. Y esto es aplicable indistintamente tanto a las «positivas» como a las «negativas».

Y de entre las rutinas «positivas» destaco especialmente la denominada «ciclo de mejora continua» (1), un bucle cerrado de aplicación universal que en sólo cuatro actividades encierra el secreto del éxito, pero cuya negación —sea por ignorancia, miopía o perversidad—, conduce al irreversible y permanente deterioro del proceso, actividad o empeño al que se le aplique, situación dominante en la actualidad, tanto en el plano individual como en el colectivo (2).

Mejora continua
En primer lugar, resulta obvio que un pre-requisito para la aplicación de este ciclo es definir los resultados (el producto, p.e., cocinar una paella) y los objetivos (p.e., que me felicite la familia) del proceso (3).

Dicho esto, veamos rápidamente su fases:

Rutina "positiva"
Planificar: En pocas palabras: «pensar antes». Por descontado, siempre y cuando se pueda —y se puede mucho más de lo que nos parece—, y a pesar de lo que nos digan los agoreros y maestros de nada, los cuales defienden que planificar no sirve por la simplista y simplificadora razón de que ningún plan se cumple. Benditos e incompetentes ilusos y, probablemente, ciegos. Pues claro, pero... ¿es que no han visto el bucle? 

Hacer: Es muy sencillo: «hacer lo previsto». Así de fácil y así de difícil. Mi experiencia me ha enseñado que la mayoría de individuos (4) nunca lo hacen. Las causas son múltiples, pero la más frecuente es por rebeldía y afirmación del individualismo, apoyados en un demoledor «yo yá sé lo que me hago» o «nadie me va a decir lo que he de hacer» o «nadie me va a enseñar cómo hacer mi trabajo».  

Verificar: En resumen: «ver si se cumple lo esperado». Más fácil, imposible.

Actuar: Hablando en plata: «actuar para mejorar». Si hay desviaciones, investigar las causas y eliminarlas, incorporando estas acciones a la planificación. Si se ha cumplido lo esperado, investigar posibles mejoras e incorporarlas a la planificación, es decir, modificarla. En ambos casos, pensar y vuelta a empezar.

Desmejora continua
Una imagen valdrá más que mil palabras:
Rutina "negativa"
No me negarán que, por lo menos a nivel colectivo (5), este ciclo les suena. Y tampoco me negarán que nuestro sistema social está desmejorando continuamente. Y que la incógnita es si también lo está haciendo irreversiblemente.

Conclusión
Incorporar esta simple rutina positiva a la máxima cantidad posible de nuestras actividades es de lo más recomendable. Enriquece y fortalece nuestra posición Ética y representa una mejora indudable de la Calidad, así como una notable aproximación a la Excelencia individual. Y si cunde el ejemplo, esta mejora podrá extenderse a la moral colectiva, que falta nos hace. Recordemos que la esencia de todo reside en un sencillo «cumplir lo prometido», con la no despreciable condición de que «lo prometido» sea también «lo esperado», condición más fácil de cumplir en el plano individual —lo lógico, si bien no descartable, es que no nos engañemos a nosotros mismos—, pero más difícil en el plano colectivo, donde las probabilidades de que nos engañen conscientemente son, desgraciadamente, mucho más elevadas (6)

Notas:
  1. Ciclo de mejora de Deming (William Edwards), PDCA (Plan, Do, Check, Act) o el autóctono PHVA (Planificar, Hacer, Verificar, Actuar).
  2. A fin de cuentas, lo colectivo (moral, corrupción política, etc.) no es más que la media estadística de lo individual (ética, manga lo que puedas como ellos, etc.). Y esto es otro bucle realimentado negativo (los políticos salen del pueblo) que no conduce a nada bueno. Pero esto es otro tema.
  3. Es de aplicación universal, tanto en productos como en servicios.
  4. Olvídense del agravio de género. Es un término estadístico y en justa compensación, la estadística es femenina.
  5. No quería, pero no hay manera de sustraerse. Me refiero a la política.
  6. Y de nuevo pienso en la política, en especial, en los programas electorales.

sábado, 28 de junio de 2014

La insoportable «complejidad» de una smartGate (II)

La insoportable complejidad de una smartGate (I)
Nota aclaratoria inicial: La re-lectura del título —obligada en cuanto estoy empezando a escribir esta segunda parte y me encuentro ante un blanco total— me lleva a dudar de la adecuada utilización del término «complejidad», el cual reconozco puede ser fuente de falsas interpretaciones, en especial por su inconsistencia con la elemental «simplicidad» tecnológica que representa cualquier smartGate. Aclaremos pues que la utilización del término, además de encerrar una ligera componente irónica, se refiere a su comportamiento, en especial a su errática y aleatoria imprevisibilidad. Para paliar en parte esta inconsistencia, entrecomillo el término. Definitiva, conceptual y estéticamente, queda mejor. 
Nos quedamos ayer en la reducción del 33,33...% del factor humano como paso previo a la solución final, que no es otra que la automatización absoluta del sistema. Sigamos con el relato:

Siguió a esta medida un período bastante largo en el que los usuarios tuvimos que convivir con obras de infraestuctura relativamente molestas entre las que destaco la práctica de numerosas regatas en el suelo con objeto de alojar cables eléctricos y bucles de inducción, bases de obra para sustentar las torres de interfaz con el usuario, el repintado de las plazas —por descontado, maximizando su número y minimizando su área, es decir, optimizando— y el pintado de flechas estableciendo la dirección única de circulación. Todo esto, convenientemente agravado con el lógico y humano desapego —cuando no resistencia activa o pasiva— de los dos vigilantes supervivientes (1).
Finalizado el período de obras la situación quedó así:
  • Desaparición del teatro de operaciones de los dos vigilantes;
  • Motorización de la antigua puerta metálica (2) de acceso a/desde la calle;
  • Barrera estándar de parking en el interior;
  • Una smartCard contactless para cada usuario abonado;
  • Dos torres de control e interfaz con el usuario, cuyo aspecto parecía inspirado en Star Wars o 2001 Space Oddysey, dispensadoras de tickets para el público general y sensores de proximidad para las smartCards;
  • Un software pretendidamente smart para controlar todo el cotarro.
Y con esto empezó realmente la pesadilla. Empezaré con una descripción de la funcionalidad que en mi ingenua y básica mentalidad tecnica debía quedar garantizada:
  • Al acercar la smartCard al intimidante círculo de leds ultrablancos en cualquiera de las 2 torres: a) si estaba cerrada, abrir la smartGate (rotación de 90º en el plano horizontal); b) si la smartGate estaba abierta (3), no hacer nada; c) levantar la barrera (rotación de 90º en el plano vertical).
  • Una vez superados ambos obstáculos, cerrar la smartGate y bajar la barrera;
  • Llevar el recuento de plazas disponibles para el parking público, lo que implica sumar las entradas y restar las salidas, a partir de la situación inicial o de inventarios físicos periódicos y la correspondiente actualización de la ocupación real (4) y el no overbooking de plazas reservadas para el Hotel.
El ojo de HAL ¿Miopía o perversidad?
Pues bien, a los pocos días de la inauguración del smartParking, en una salida, tras observar extrañado que la smartGate metálica estaba abierta, acerqué la smartCard al intermitente y expectante círculo luminoso  (5) y observé perplejo la apertura de la barrera y el cierre simultáneo de la smartGate. No me lo podía creer. Tras verificar mi humana soledad frente al infortunio, pulsé el botón de pánico de la torre sin obtener respuesta. Entonces, retiré el vehículo del paso, maniobra que bajó la barrera pero dejó cerrada la smartGate, me acerqué a los barrotes con un incipiente complejo de encarcelado y comprobé que, afortunadamente, el pestillo de cierre podía abrirse manualmente y que la puerta no estaba embragada con el servomecanismo, por lo que, con algo de esfuerzo, la pude abrir, dirigiéndome a la recepción del Hotel para explicar la absurda disfunción detectada. Supongo que el resumen de mi intervención, que tuvo que esperar pacientemente la atención a varios turistas foráneos, concretado en un escueto y conciso «una puerta abierta no se debería cerrar cuando quieres salir», me hizo merecer una mirada de escéptica conmiseración y un serio y circunspecto requerimiento de mayores explicaciones, el cual atendí con una dosis considerable de autocontrol. Tras tomar buena nota y acompañarme al lugar de los hechos, donde la puerta metálica permanecía como la había dejado, repetí la operación y entonces todo funcionó perfectamente (la smartGate permaneció impávidamente abierta mientras se levantaba la barrera), lo que me hizo quedar como un verdadero idiota, abandonando humillado el lugar, pudiendo verificar que a mi espalda ambos obstáculos se cerraron correctamente, acompañados de unos leves chirridos que, en ese momento, me sonaron a pedorreta contenida.

Por no aburrir, este hecho persiste con una aleatoriedad insultante, entres o salgas. La smartGate parece tener vida propia. En ocasiones, sin causa aparente, permanece abierta tras la entrada o salida de un vehículo, pero no siempre se te cierra en las narices. De hecho, hacía bastante tiempo que lo verdaderamente grave, el atentado a la inteligencia que representa una funcionalidad absolutamente opuesta a la lógica, no se manifestaba, hasta el punto que ingenuamente llegué a pensar había sido resuelto. Pero ayer, al intentar entrar, volvió a suceder. Y esto es lo que me ha llevado a esta, ya demasiado extensa, introducción a la reflexión o moraleja de la fábula, reflexión que entra de lleno en el alcance del blog.

Hemos perdido tres puestos de trabajo y a cambio hemos ganado una puerta que hace lo que le da la gana. Una puerta que cuando quieres entrar o salir te lo impide, pero no por inacción, sino por acción inversa, perversa y malévola. Un sistema presuntamente inteligente que, por no saber, no sabe ni sumar, porque en ocasiones, te permite la entrada y resulta que no hay plaza. Un atentado a la Ética sin ninguna Calidad ni Excelencia. Y no achaco la responsabilidad a la "smartificación" de los artefactos tecnológicos. Se la achaco al humano, cada vez más smartMan pero menos inteligente y responsable. Se la achaco, en primer término, a los teóricamente responsabilizados del escaso soporte humano al sistema, a su pasotismo y a su incapacidad  manifiesta para asumir la existencia de un problema y, en origen, a la absoluta incompetencia del diseñador de este fiasco muy "tecno" pero nada "lógico".

Me pregunto, si esto sucede con una simple puerta, qué puede suceder con sistemas verdaderamente complejos. Por incapacidad o incompetencia o por la perversidad consciente en sus objetivos, por ejemplo, en la recogida y tratamiento de datos personales y en la utilización interesada de la información derivada. Cualquier cosa, menos buena.

Notas:
  1. Era práctica habitual ayudar al cliente —normalmente no tocado de mono de trabajo— tanto a aparcar como a extraer el vehículo de las ya entonces exiguas plazas, llegando incluso, conociendo sus hábitos, a situar el mismo en las proximidades de la salida.
  2. Para más detalles: puerta metálica de barrotes pivotante de simple hoja.
  3. Misteriosamente, en ocasiones, la puerta metálica se mantenía abierta durante largos períodos de tiempo.
  4. En honor de la verdad, se debe hacer constar que la "smartificación" del sistema no llegaba a disponer de sensores de ocupación de plaza.
  5. La detección del vehículo frente a la torre siempre ha funcionado y se manifiesta con la activación de un festival luminoso en el que destaca de forma exagerada la intermitencia del círculo, cual ojo de HAL apremiante.

viernes, 27 de junio de 2014

La insoportable complejidad de una smartGate (I)

Pizarra no-smart, probablemente usada en el diseño de la smartGate
«Se debe hacer todo tan sencillo como sea posible, pero no más sencillo» (1) 

Hoy me ha vuelto a suceder. Hoy he vuelto a experimentar la impotencia frente a una realidad que te supera, la absoluta imposibilidad de comprender la enorme complejidad que se puede esconder en lo simple —puntualicemos, en lo que a mi me parece simple—, la confirmación de que existen realidades paralelas a las que nunca tendremos acceso, la necesidad práctica de aceptar las cosas tal como vienen porque no está en tu mano cambiarlas, qué digo cambiarlas, influir mínimamente en su peculiar e imprevisible comportamiento, algo que, por otra parte, me está bien merecido, dada mi condición de impenitente defensor de la incertidumbre como única verdad absoluta, excepción hecha de la última, de la definitiva bajada de telón de la función en la que actuamos como protagonistas.

Pero este convencimiento no impide mi frustración frente a determinadas situaciones —y ésta, por su compleja simplicidad, es paradigmática— que escapan a mi comprensión, probablemente en una reacción inconsciente de mi instinto de supervivencia intelectual, necesitado de un nivel básico de baldosas estables sobre las que sostenerse, a pesar de que, con el paso del tiempo y el consiguiente aumento de experiencia, mi catálogo de "verdades" es cada vez más corto y elemental (2).

Desvelaré que me estoy refiriendo a la smartGate de un parking —vulgo, puerta “inteligente” de garaje (3)—, algo que, por su propia esencia y función, debería ser el arquetipo de la simplicidad, de lo binario, un abrirse y cerrarse on demand, para dejar entrar o salir, principalmente, a los smartCars, con la ayuda de una práctica smartCard, dotada, por descontado, de tecnología contactless. Y quizá en esta omnipresencia de lo smart, en esta materialización de la espiritual e inaprensible inteligencia, en la ausencia de factor humano, incluso de contacto físico a modo de "misteriosa acción fantasmal a distancia" (4), se encuentre la clave de todo. Veamos cuál es la historia.

Erase una vez un prosaico y vulgar garaje con puerta manual y vigilantes de carne y hueso que funcionaba razonablemente bien. La puerta permanecía abierta durante el día y se mantenía cerrada durante la noche, aunque el vigilante nocturno la abría puntualmente en respuesta a las luces, ruido del motor o, en último término, al timbre dispuesto a tal efecto —supongo que el estímulo desencadenante dependía del estado de vigilia del humano, al cual, además de un camastro, se le permitía, como única concesión tecnológica, un pequeño televisor portátil con el que animar un tanto sus aburridas y solitarias noches—. Como se puede suponer, un arreglo de este tipo requería (5) de una simple y económica puerta —no smart— y de tres seres humanos a ocho horas por turno, configuración elemental con la que quedaba garantizada una eficacia (o calidad) del 100%, aunque saltaba a la vista que la eficiencia (o excelencia) económica era más que mejorable. Y, claro está, se pusieron a ello.

La primera medida fue prescindir del humano nocturno a dedicación plena, lo cual, además de un ahorro sustancial, aportó, como efecto positivo colateral, la desaparición del camastro y de la pequeña tele. Es de justicia resaltar que, a diferencia del impacto letal sobre el amortizado vigilante, la nueva configuración nocturna resultó neutra para la clientela, ya que la funcionalidad  permaneció intacta, si exceptuamos la ligeramente incómoda variante de tener que tocar siempre el timbre para alertar al nuevo portero, recepcionista de guardia en el Hotel al que pertenece el garaje, el cual, hasta este momento, alojaba en amigable y práctica convivencia (5), tanto vehículos particulares en régimen de alquiler —mi caso—  como vehículos de clientes. Pero ahí no quedó todo. Indudablemente, los planes de optimización seguían su inapelable curso, como indicaba claramente el rostro preocupado y las veladas quejas de los dos humanos supervivientes del primer corte.

Continuará...

Notas:
  1. Frase de Albert Einstein (probablemente, lo entendieron al revés).
  2. Prácticamente, ya sólo me queda la tabla de sumar.
  3. A partir de aquí utilizo para los términos tecnológicos la terminología cool tan en boga en todos los ámbitos.
  4. Einstein dixit, refiriéndose al esquivo entrelazamiento cuántico.
  5. Nótese el tiempo pasado.

miércoles, 18 de junio de 2014

Análisis y/o Síntesis

«Paradójicamente, alejarse es acercarse», vulgo (acepción 4) «Los árboles te impiden ver el bosque».


análisis.
(Del gr. ἀνάλυσις).
1. m. Distinción y separación de las partes de un todo hasta llegar a conocer sus principios o elementos.
síntesis.
(Del lat. Synthĕsis, y este del gr. σύνθεσις).
1. f. Composición de un todo por la reunión de sus partes.
2. f. Suma y compendio de una materia u otra cosa.
vulgo.
(Del lat. vulgus).
1. m. El común de la gente popular.
2. m. Conjunto de las personas que en cada materia no conocen más que la parte superficial.
3. m. germ. Mancebía (‖ casa de prostitución).
4. adv. m. vulgarmente (‖ comúnmente).

Y con esto —y con la ayuda inestimable del DRAE—, que creo resuelve con claridad el dilema planteado en el título, ya podríamos terminar. Pero voy a analizar un poco más el tema, con un enfoque especial en el vulgo, aunque en esta ocasión en su acepción 2.

El antecedente inmediato de esta entrada es, precisamente, un análisis publicado sobre un documento —cuyo contenido no es relevante aquí y ahora—, publicación que generó, como réplica o refutación, un análisis del análisis y como crítica constructiva, la contraposición del pensamiento analítico (es decir, el mío) con el sintético (es decir, el del crítico). En honor de la verdad, debo decir que se trata de dos personas distintas.

Puestos ya en materia, empezaré con el análisis del análisis. En mi opinión, cuando alguien desea refutar un análisis, lo que tiene que hacer es contraponer el suyo propio. Por lo menos, esto es lo que yo haría. Empezar de cero y proponer el mío, sin hacer mención ni referencia alguna al análisis que creo errado. Esta es la posición correcta, en especial, si el autor del análisis objeto de refutación (en este caso, yo) ha dejado muy claro de entrada que no desea polémica sino estimular análisis alternativos. Cuando se actúa de esta forma, que me parece una acción cómoda y seguidista absolutamente exenta de creatividad, uno se expone a ser objeto de un análisis al cubo (análisis de tu análisis del análisis), juego iterativo que, por estéril, me abstuve de practicar. En cualquier caso, esta primera consecuencia de mi análisis la considero absolutamente anecdótica y carente de valor, si la comparamos con la segunda, representada por  la contraposición conceptual de análisis y síntesis.

Empezaré por el final, declarando que me inclino por la conjunción copulativa (y) y descarto la disyuntiva (o). Y además, en el orden citado: primero análisis y después síntesis, lo cual no quiere decir en absoluto que siempre deban darse ambos en secuencia temporal continua. Lo que quiero decir es que no puede existir síntesis (composición de un todo por la reunión de sus partes) sin análisis (distinción y separación de las partes de un todo hasta llegar a conocer sus principios o elementos). Y que quien actúa de forma distinta, entra en categoría de vulgo, es decir, del conjunto de las personas que en cada materia no conocen más que la parte superficial.

En síntesis, «es imposible reunir las partes de algo sin conocerlas». Así de simple. Por lo tanto creo que todos somos a la vez, aunque en distinto grado, analíticos y sintéticos. Y los que lo niegan, los que se adscriben sin matices a una u otra categoría, pertenecen también a la negada, aunque de forma inconsciente. Y esta última proposición conduce inevitablemente a las conclusiones:

Un buen análisis es garantía de éxito, tanto en la toma de decisiones como en adquirir conocimiento en cualquier tema. Y este análisis —que siempre existe— debe ser consciente y racional, lo que tampoco quiere decir eterno, sino práctico, es decir orientado a un fin concreto. Creo que es un principio de calidad digno de incorporar a nuestra ética. En mi caso, me considero principalmente analítico, y dejo lo sintético para cuando hace falta.

 «Es bueno tener la mente abierta, pero no tanto como para que se te caiga el cerebro» (Richard Feynman).

«El exceso de análisis conduce a la parálisis» (aforismo que tengo gastado, del cual ignoro la fuente concreta, aunque lo atribuyo a uno de mis excelentes profesores).

jueves, 12 de junio de 2014

Compromiso no es Intención

«A los efectos de poseer conocimientos, es mucho mejor estar en el error que en la confusión. El error te permite rectificar si te convencen nuevos argumentos. En cambio, la confusión implica siempre un desorden mental que te recluye en un laberinto sin salida.» (Francesc de Carreras)(1).

Esta es la imagen del verdadero compromiso
Las causas que llevan a una publicación pueden ser varias, pero creo que se pueden resumir en dos: a) introspección pura, y en este caso resulta casi imposible establecer el origen real de la misma, y b) un hecho desencadenante, circunstancia en la que hoy me encuentro y que agradezco, porque me evita el estrés de convocar a las musas y esperar a que llegue la inspiración.

El hecho desencadenante ha sido una afirmación vertida por mi interlocutor en el curso de un debate virtual sobre un tema que no viene al caso, porque lo verdaderamente determinante es el propio hecho de mi participación, vulnerando lo que creía un compromiso (2) cuando en realidad se trataba de una intención. Y con esta introducción creo que queda claro que, para mí, ambos términos no son lo mismo.

Y esto es lo que mantenía mi interlocutor, el cual, refutando mi opinión señalando la debilidad de manifestar la intención frente a declarar el compromiso, argumentaba que eran sinónimos. Y para ello, recurría al diccionario, de la siguiente guisa:

«Recurramos a la RAE como Germán hace con la palabra “manifiesto”
intención.
(Del lat. intentĭo, -ōnis).
1. f. Determinación de la voluntad en orden a un fin.»

Y concluye:

«Intención, determinación, compromiso… son sinónimos.»

Como se puede apreciar, reforzaba su argumento con un pretendidamente equitativo «como hace Germán», argumento que no veo que soporte realmente su conclusión, porque lo de que son sinónimos no lo dice la RAE, lo dice él. En cualquier caso, esto, por la debilidad de la argumentación (3), no es lo realmente importante. Lo realmente importante es la omisión en su análisis de lo que dice la RAE del término «compromiso», que es precisamente ésto:

compromiso.
(Del lat. compromissum).
1. m. Obligación contraída.
2. m. Palabra dada.

De lo que se deduce que, según mi interlocutor, la «determinación de la voluntad con respecto a un fin» es sinónimo de una «obligación contraída» o de una «palabra dada». Pues para mí, no lo son (4).

Pero quiero dejar muy claro que esta publicación no trata, cual un Mourinho cualquiera, de meter el dedo en el ojo a mi oponente, sino de profundizar en la enorme diferencia existente entre ambos términos y en la facilidad con la que, aun quien tiene las cosas claras, puede caer en la trampa, como ha sido mi caso.

Siempre he definido la ética como la colección de compromisos adoptados con el entorno próximo y lejano, lo que deja meridianamente clara la importancia que le concedo al término. Porque la ética se nutre de compromisos, no de intenciones, porque «de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno»(5). Pienso honestamente que declarar tener intención de hacer algo es una proposición débil, que deja siempre vías de escape o justificación para no hacer ese algo. Convenientemente justificado, claro. No siempre de forma premeditada —aunque creo que la mayoría de políticos comen aparte—, pero, qué duda cabe que una declaración de intenciones es más cómoda que una declaración de compromisos.

Porque es muy distinto declarar un compromiso y no cumplirlo que el hecho de no cumplir una intención, porque, volviendo a la RAE —atento interlocutor, si lees este artículo—, siempre tenemos la coartada de argumentar que el fin ha cambiado (6). En cambio, el compromiso es incondicional. Y de esto se deduce también que existe una condición, sólo una, para que se puede defender su similitud: que el fin al que se aplica la intención sea berroqueño e inamovible. En cualquier caso, para qué complicarlo: Compromiso no es Intención.

Por lo tanto, llenemos nuestra ética de compromisos, no de intenciones. Y si el compromiso no se cumple, aceptemos las consecuencias. Porque tanto si el compromiso ha sido externo como interno, las tendrá. Y no olvidemos que la Calidad es el grado de cumplimiento de nuestros compromisos, no de nuestras intenciones. Y que la Excelencia representa hacerlo de la forma más sencilla, sin exteriorización, sin exigencia de medallas ni reconocimientos.

Y no me gustaría terminar sin hacer referencia a una definición paradigmática de lo que significa comprometerse. Hace ya muchos años, en uno de los primeros seminarios a los que asistí como ingeniero, se nos hizo a los bisoños asistentes esta pregunta:

En un plato de huevos fritos con jamón, ¿quién está más comprometido, la gallina o el cerdo? 

Tras risas y murmullos, surgieron respuestas discrepantes. Entonces llegó la solución por parte del ponente:

La gallina está simplemente «involucrada», pero quien está verdaderamente «comprometido» es el cerdo(7).

Notas:
  1. No es la primera vez que utilizo esta frase, pero creo que en pocas ocasiones habrá estado más justificada.
  2. Decidí tiempo ha —tomé el compromiso— no participar más en debates virtuales, tras llegar a la conclusión de la enorme dificultad (implícita y forzada) de establecer una verdadera comunicación.
  3. Que digo debilidad, ausencia.
  4. En este punto, comprendí que era una pérdida de tiempo continuar con el debate y, con el mayor de los respetos, lo abandoné, con lo que reafirmo mi compromiso.
  5. Anónimo.
  6. Excusa de mal pagador.
  7. Yo, normalmente, prefiero ser cerdo a gallina.

domingo, 8 de junio de 2014

Abstención «ejecutiva», Libertad y Responsabilidad

«Lo peor que podemos hacer los que nos inventamos las mentiras es creérnoslas». 

La lectura de esta frase en un excelente artículo de Gregorio Morán en relación con la Madre de Todas las Noticias me ha hecho reflexionar sobre los tres conceptos que titulan este artículo, quizá activados en mi memoria por la recurrrencia con la que determinadas fuerzas políticas reclaman una consulta popular sobre la forma del estado.

Con frecuencia caemos en la tentación de practicar un discurso ejemplarizante mediante el cual intentamos justificar el popular aforismo, atribuido a Winston Churchill, de que «todo pueblo tiene los gobernantes que se merece». Y cuando lo hacemos, por el mero hecho de hacerlo, abjuramos implícitamente de responsabilidad alguna en ello, en una suerte de coartada o blindaje para nuestra ética —quizá en este caso sería mejor hablar de ego—, atribuyéndonos el papel de bichos raros, de excepciones estadísticas que confirman la regla, es decir, el aforismo, olvidando que si preguntásemos, nadie aceptaría de buen grado su condición de borrego (facción ecológico-naturalista) o de robot tele-dirigido (facción tecnológica), lo que nos lleva a concluir que, en realidad, somos miembros normales de un universo muy poco estadístico, compuesto en su totalidad por ciudadanos que, pretendidamente, se tienen a sí mismos como libres y responsables.

Ya me está bien... ¡Pero quiero que TODO siga igual!
Y es que, a pesar de contravenir nuestras convicciones más intimas, nuestra pretendida condición de poseedores de certezas absolutas —por lo menos, en el tema que nos ocupa—, nuestra elitista y distante actitud producto de nuestra envidiable clarividencia, no hace más que abonar la veracidad del aforismo. Y esto es porque la postura que defienden estos privilegiados del conocimiento frente a las consultas a la ciudadanía es la abstención, eso sí, convenientemente vestida como abstención «consciente» o, mejor aún, «racional», en un perverso intento de distanciarse del pobre rebaño que se mantiene en su miserable reducto de ignorancia o indiferencia. Yo mismo era un defensor impenitente y radical de esta posición (ver «La inacción activa»), si bien —en mi defensa— con el objetivo ejemplarizante de extender este no-voto a todo el electorado, en un utópico nadie-vota-a-nadie, el cual, se supone, actuaría de revulsivo definitivo. Ya no pienso así. He cambiado de utopía y ahora participo, es decir, voto. Pero éste es otro tema, que no viene ahora al caso. Lo que interesa es no perder el hilo del título. Y aviso que lo que sigue tiene mucho de política-ficción, porque se va a centrar en lo que llamaré abstención «ejecutiva», lo que, en cierto modo, no es más que una forma especialmente radical de «inacción activa».

Todos estaremos de acuerdo en el dicho popular «el que calla otorga» y en que, según se dice, la principal consecuencia de la abstención es que las cosas «sigan como estaban» porque a los que no votan, la cosa «ya les está bien». Pero nada más alejado de la realidad. En la mayoría de ocasiones —un ejemplo caliente lo tenemos en las recientes elecciones europeas—, la abstención es responsable de cambios notables en la aritmética parlamentaria y, consecuentemente, en el equilibrio del poder real, lo que puede provocar consecuencias políticamente sísmicas, tales como, también se dice, la abdicación de un rey.

Pero claro está, la falta de reglamentación de las consecuencias de la abstención, hace de éstas mismas algo aleatorio e imprevisible, lo que, en mi modesta opinión, confiere al sistema un grado de inestabilidad absolutamente inaceptable. Por todo ello, abogo por una institucionalización electoral de la abstención, que se puede resumir en garantizar la correcta y estricta aplicación de que el que se abstiene lo hace porque «lo que está le parece bien» o, dicho de otra forma, porque «no quiere cambios». Así de claro y así de democrático. Porque si no piensa así, si quiere cambiar o reforzar sus preferencias, tiene a su alcance una amplia panoplia de acciones, tales como votar a un partido, votar nulo, o votar en blanco.

Debemos considerar que, en la reglamentación electoral actual, una consulta siempre representa escoger una opción (en unas elecciones, entre varias; en un referéndum, entre dos; y en lo que sea la prometida e hipotética consulta catalana, 1 + 1), pero no existe forma alguna de expresar que se quiere seguir exactamente igual a como se está en el momento de la consulta (ya hemos visto que la abstención no lo garantiza), lo cual, a mi entender, es un déficit democrático fundamental, porque condiciona la libertad (no están claras las reglas del juego de todas las opciones) y ningunea la responsabilidad (no se conocen las consecuencias reales de la decisión de abstenerse). En cambio, la abstención «ejecutiva» lo resolvería. Veamos cómo:
  • Elecciones: el número de abstenciones se repartiría proporcionalmente a la representación actual entre todos los partidos del arco parlamentario.
  • Referéndums: dado que un referéndum se convoca para refrendar (obvia tautología) una opción de cambio, el número de abstenciones se computaría en su totalidad como "NO", es decir, seguir como hasta ahora.
  • Consulta catalana: a pesar de su peculiar y retorcido planteamiento, toda la abstención se asignaría al NO a la primera pregunta, lo que haría innecesaria la respuesta a la segunda (creo).
Con esta regulación, la abstención «ejecutiva» se convertiría en un paradigma de libertad y responsabilidad, enfrentaría a la clase política con la realidad «real» (otra tautología), ejercería un efecto pedagógico y ejemplarizante sobre la sociedad y, en el plano individual, la ética personal de los que se abstienen –lo que ya no es mi caso– se vería libre de los complejos de culpabilidad y de elitismo intelectual que ahora les agobian, lo que redundaría en un notable aumento de su calidad y excelencia. Todo son ventajas. Ahí queda la propuesta.

martes, 3 de junio de 2014

La Madre de Todas las Noticias

«Es imposible hablar de tal manera que no se pueda ser malinterpretado».

A esta lúcida reflexión de Karl Popper le voy a añadir —eludo conscientemente el condicional «le añadiría» tan en boga— que ello es absolutamente independiente de tus esfuerzos, porque de quien depende realmente es de la voluntad de los otros, voluntad, en la mayoría de los casos, mala y en el resto de casos, condicionada por la ignorancia o la pereza mental.

Viene todo esto a cuento de la imparable hemorragia que sigue, sigue, sigue... de declaraciones en forma de chistes, chirigotas, frases supuestamente cultas, fotomontajes, llamadas a la lucha, reivindicaciones utópicas —por absolutamente irrealizables— y demás formas de pretendida comunicación (la mayoría, monólogos, deposiciones o manifiestos), servidas en todos los medios (redes sociales y mass media) por personal de toda clase y condición, incluyendo profesionales del periodismo y líderes políticos —clásicos y recién llegados— a los que, en mi humilde opinión, cabría exigir algo más de rigor y algo menos de oportunismo y demagogia, hemorragia motivada por la inopinada —a pesar de que ahora, casi todo el mundo lo sabía— noticia de ayer: la abdicación del Rey.

Ante esta situación y dado que no quiero ser malinterpretado, lo mejor es callarse. Por lo tanto, me voy a abstener de opinar. Porque también creo que, a diferencia de lo que se desprende de muchos de los mensajes enviados a quien quiera escuchar, la verdad absoluta no existe y, como la verdad no es opinable, todo es opinión. Y las opiniones, si no te las piden, lo mejor es guardártelas. Te ahorrarás muchos sinsabores

No quisiera terminar sin declarar que, con toda probabilidad, yo también he malinterpretado todas y cada una de las píldoras que me han llegado, algunas —pocas— realmente ingeniosas y gratificantes, pero el denominador común, la media de todas ellas, me ha resultado de muy baja Calidad y nula Excelencia (de la Ética, hoy, mejor no hablar). Pero claro, esto sí que es una opinión personal. Porque seguramente, no es verdad. Y con toda seguridad, también será malinterpretado.

NOTA: Esta efeméride marca el regreso a la actividad blogera, tras un largo período en el que ha coexistido una lacerante falta de inspiración con un aumento circunstancial de tareas que no favorecían en absoluto la introspección necesaria para «pensar antes de escribir» (cosa que no parece hayan practicado demasiado algunos de los autores mencionados).

domingo, 23 de febrero de 2014

Un Equipo no es un Club


«Para ser miembro de un equipo deberás ceder una parte de ti. Si no estás dispuesto, podrás tener un carnet, pero no más que eso, que es bien poco».

Supongo que la proposición del título podrá ser reconocida como verdadera por la mayoría de personas. Resulta evidente que, por ejemplo, en el caso del fútbol, no es lo mismo el Equipo (1) que el Club (2). Por lo tanto, si esto es así, podría pensarse que la proposición, por obvia, no debería dar mucho más de sí. Podría quedarse en una simple declaración irrebatible, una perogrullada, una tautología retórica similar a tantas otras –p.e., el hielo no está caliente– que no precisan demostración alguna.

Pero de lo que ya no estoy tan seguro es que, aceptando su diferencia, la gente no confunda su significado. Es más, estoy seguro que muchas personas piensan –y defienden– que están en un Equipo y se comportan como si estuvieran en un Club. Y este es el núcleo de la entrada de hoy, resumido en la reflexión introductoria, con la que se pretende, de entrada, ir al fondo de la cuestión: la vinculación personal, la diferencia fundamental que existe entre integración (en un Equipo) y afiliación (a un Club). A eso vamos.

Dado que el género humano es gregario por naturaleza –los solitarios son etiquetados invariablemente de «bichos raros»– la adscripción vegetativa, voluntaria o forzada a un colectivo es la norma, por lo que la posición inteligente consiste en tener plena conciencia de ello, asumir, en cada caso, el papel adecuado, minimizar los inconvenientes y maximizar las ventajas de los largos períodos de «existencia colectiva».

Porque, de hecho, todos pertenecemos a algún colectivo. Incluso quien exhibe su individualismo con una diferenciación extremada –sea de fondo o de forma– olvida que se ha afiliado al mayor de los rebaños: el de los «distintos».      

Y, puestos a elegir, mi opinión es que el Equipo se sitúa en la cúspide cualitativa de todos los colectivos. Aunque para justificar esta afirmación es preciso detallar con precisión los rasgos diferenciadores que lo caracterizan:
  • Un Equipo –como un cuerpo humano– tiene miembros (un Club tiene socios, afiliados o simpatizantes).
  • Por la misma razón, uno debe sentir –y aceptar– que pertenece al Equipo, al que le ha cedido parte de su autonomía (en cambio, nadie le pertenece a un Club).
  • Un Equipo siempre está orientado a la producción de un resultado concreto (un Club está ahí, es una comunidad de simpatías, afinidades o intereses, pero nada más).
  • Como miembro de un Equipo debes ejecutar la(s) Tarea(s) asignada(s) por el Jefe (3), lo que le da una componente activa a tu participación (en un Club no se puede hablar propiamente de participación, más allá de actividades puramente pasivas o contemplativas, tales como asistir a un partido de fútbol –bueno, puedes desgañitarte o hacer la ola– o a la lectura de una obra literaria).
  • Del mismo modo, como miembro de un Equipo puedes –y debes– aportar sugerencias o conocimientos que enriquezcan el fin común, supeditándolas sin recelos al escrutinio de la mayoría y a la autoridad del Jefe (nada de esto tiene paralelismo en un Club).
  • Normalmente, la pertenencia a un Equipo se gana por méritos propios y el acceso se consigue por designación o invitación (a diferencia de un Club, nadie se afilia a un Equipo), con la confianza –interesada– de que tu aportación será beneficiosa para los fines del mismo.
  • Por último, el Jefe, antes que Jefe es otro miembro, cuya Tarea principal es conseguir una unidad de propósito y coherencia en el cumplimiento de los objetivos del Equipo.
Por todo ello, repito, puestos a elegir, prefiero pertenecer a Equipos que afiliarme a Clubs o a otros colectivos tales como Partidos (4), Pandillas (5) o Bandas (6), nombres bajo los que, frecuentemente, se ocultan verdaderos Equipos con fines perversos o bastardos, generalmente antisociales o ilegales.

Sólo quien ha disfrutado –literalmente– de la pertenencia plena a un Equipo –definido tal y como hemos hecho– puede comprender la bondad de esta práctica y la extrema satisfacción que representa ceder parte de tu libertad y autonomía en aras de la consecución de un objetivo común. Pienso, por ejemplo, en un grupo musical, en lo bien que suena cuando suena bien (cuando se siente la Calidad), en cómo se eriza el vello –lo que no siempre sucede, a pesar de «tocar como siempre»– al conseguir la Excelencia, al ser partícipe de ese quehacer colectivo en el que no siempre te toca hacer el papel que (como) te hubiese gustado. Pero el resultado final todo lo compensa. Nada que ver con la actividad pasiva de un Club.

Y esto es extrapolable a todas las actividades vitales, empresariales y laborales. Mejor formar Equipos (esto es particularmente gratificante). Mejor pertenecer a Equipos. Y siempre, trabajar en Equipo. Y los Clubs dejarlos para el entretenimiento y las actividades lúdicas. Que tampoco deben faltar.

«Un Equipo es absolutamente lo contrario a un Rebaño, del mismo modo de un Jefe de Equipo (vulgo, Líder) es absolutamente lo contrario de un Pastor».

Notas:
1 - Equipo (RAE): 2. m. Grupo de personas organizado para una investigación o servicio determinado.
2 - Club (RAE): 1. m. Sociedad fundada por un grupo de personas con intereses comunes y dedicada a actividades de distinta especie, principalmente recreativas, deportivas o culturales.
3 - Un «Jefe» (de Equipo) es socialmente más tolerable que un «Líder», asociado –en mi opinión, erróneamente– con actitudes más «totalitarias».
4 - Partido (RAE): 5. m. Conjunto o agregado de personas que siguen y defienden una misma opinión o causa.
5 - Banda (RAE):
     1. f. Grupo de gente armada.
     2. f. Parcialidad o número de gente que favorece y sigue el partido de alguien.
     3. f. Bandada, manada.
     4. f. Pandilla juvenil con tendencia al comportamiento agresivo.
6 - Pandilla (RAE):
     3. f. Liga que forman algunos para engañar a otros o hacerles daño.
     4. f. Bando, bandería.
     5. f. Grupo de amigos que suelen reunirse para divertirse en común.

sábado, 8 de febrero de 2014

(no)Romper la Baraja

«Romper la baraja es fácil, pero te quedas sin cartas».

Esta atracción mía por la síntesis y la metáfora me provoca sensaciones encontradas. Normalmente, acostumbro a resaltar y registrar físicamente todos los aforismos o declaraciones sucintas, ingeniosas o irónicas con las que me encuentro en mis lecturas, siempre que ostenten la virtud –evidentemente, subjetiva– de encapsular principios de mayor calado que espoleen el análisis y la reflexión. Y en este caso, en el de frases cortas de producción ajena, no existe mayor problema. Quedan archivadas físicamente –libretita o ".doc"– a la espera de su utilización o desarrollo, el cual, en la mayoría de casos, no llega nunca. Pero han cumplido su función: por el mero hecho de copiarlas, en algún lugar del cerebro permanece su recuerdo, quizá inconsciente, incorporadas al acervo del conocimiento en forma de pequeñas píldoras, de las que, por su reducido tamaño, podemos suponer que caben muchas. Es una extensión del sistema de apuntes que me enseñaron de niño mis excelentes maestros de primaria y que me ha acompañado toda mi vida con muy buenos resultados: resumir, destilar y registrar. Y, probablemente, ésta es la causa de mi afición por la frase corta, por la concreción, por la expresión minimalista de los conceptos, en un reduccionismo extremo que en ocasiones roza lo obsesivo y que no siempre es aceptado ni entendido.

Pero la sensación incómoda aparece en el caso de la «producción propia». Ya he explicado en alguna ocasión, que no soy capaz de empezar un escrito, sea artículo corto o libro extenso, sin consensuar conmigo mismo el título. Me parece imposible no hacerlo así. Esta práctica no es habitual y frecuentemente me ha sido criticada con el peregrino –para mí– argumento de «empezar la casa por el tejado». Pero no se trata aquí y ahora de justificarla, mas allá de declarar que me proporciona un excelente instrumento para «ver» mentalmente el escrito antes de su materialización física. Y qué duda cabe que un buen título debe ser capaz de expresar con rigor y precisión razonable el contenido que se esconde bajo su escueta y concisa redacción (1). Con todo, este caso particular de producción propia, siendo producto de la introspección voluntaria, de la búsqueda, en ocasiones, muy trabajosa, de un resumen válido, me resulta bastante gratificante. Entonces... ¿dónde está la incomodidad? Pues en los aforismos o frases cerradas de menor calado que, frecuentemente, «aparecen» de forma súbita sin ser –aparentemente– consecuencia inmediata de proceso reflexivo alguno o de hecho material acaecido. De repente, ahí están. Y entonces, es cuando empieza el «problema».

Porque, más allá de identificar sus orígenes, su causa –algo que no me parece especialmente práctico–, lo que me interesa inmediatamente es su potencial desarrollo, es decir, lo que se encuentra encapsulado en los estrechos límites de la corta frase y, paradójicamente, a pesar de ser el autor, lo más habitual es que en esta labor me encuentre con enormes dificultades, agravadas de forma radical si la frase es metafórica, lo que abre un abanico infinito de posibilidades.

Por lo menos, que te quede ésta.
Y con esto llegamos a la frase de hoy, donde la expresión «romper la baraja», resulta metafórica donde las haya. ¿De dónde sale? Tal y como he dicho, conscientemente no tengo ni idea (2). Algo la habrá desencadenado, quizá un refrito de estas píldoras almacenadas en recónditas neuronas cuyo recuerdo ha sido reactivado por algún acontecimiento cotidiano, de los que, hay que decir, no faltan. Porque ganas, lo que se dice ganas, de «romper la baraja», incluso de tirarle las cartas a la cara de alguien, me asaltan continuamente (y no creo ser el único).

Y aquí me quedo. Aceptando que, en ocasiones, resulta inevitable, pienso que no es bueno «romper la baraja», porque «te quedas sin cartas». Comprendo que hay casos y casos, pero la actuación predeterminada debe ser no hacerlo. Evidentemente, si te queda alguna carta, si no te las han quitado todas. Porque, en este caso, ya da lo mismo, porque no hay baraja.

Por lo tanto, lo inteligente es ser capaz de detectar tus cartas y saberlas jugar (las tuyas y las de los demás). En muchas ocasiones, nos parece que ya no hay salida (que no tenemos cartas) pero estamos equivocados. Hay baraja y hay cartas. Y si las rompes, se acabó el juego.

No me parece mal principio ético. Aplicar los principios ya tratados de tolerancia, ofensa y daño, afrontar las dificultades y no sucumbir a lo fácil: romper la baraja, tirar las fichas, pegar un puñetazo (en la mesa o en otro sitio más blando), etc., etc.. La alternativa: jugar bien tus cartas y estar preparado para el abandono –pasivo o activo– del oponente.

Hoy, el tema no da más de sí. Los ejemplos, a gusto del consumidor.

Notas:
1 - Un ejemplo paradigmático lo tenemos en «La Broma Infinita», broma inconmensurable, se mire como se mire. 
2 - Personalmente, a estas frases les llamo «frases (casi) propias», con lo que quiero reconocer que su remoto e ignorado origen siempre es ajeno, porque –tómese como una licencia literaria– también pienso que, en el fondo, «todo está escrito».