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martes, 31 de diciembre de 2013

de Vinilos y CD's

No me sentiría cómodo sin reconocer aquí y ahora que esta entrada resulta algo forzada. Resulta que hoy termina el año y parece que esta circunstancia es la que me ha impelido a ponerme ante el teclado y «escribir algo», respondiendo al tópico que nos hace conceder categoría de excepcionalidad al simple hecho de finalizar y comenzar un ciclo de 365 días, el cual viene aconteciendo rutinariamente desde tiempo inmemorial de forma absolutamente independiente de nuestras pequeñas grandezas y miserias. Dicho esto, mentiría si, una vez puesto, no le agradeciera al tiempo la oportunidad de plasmar algunas reflexiones relacionadas con la efeméride en particular y con su devenir general.

Lo estoy oyendo (en CD, por supuesto).
El tema de hoy aparece al relacionar la noche de Fin de Año con la música, en particular con la música que envejece, como un buen vino en una buena bodega, en mi discoteca —bueno, también en mi CDteca—, en un deseo oculto, no siempre exitoso, de cortocircuitar la omnipresente TV y sus insufribles fiestas pre y post al rito atávico de la toma de uvas, rito televisivo soportable que, tras encarnizadas deliberaciones sobre el canal idóneo, se mantiene, a riesgo de terminar-empezar el año de mala manera. Y el caso es que, ahora mismo, mientras escribo esto, todavía no tengo la seguridad de poder «degustar» sólo música. Pero no importa. La TV, bien escrutada, proporciona también grandes dosis de entretenimiento y, por otra parte, la mañana de Año Nuevo resulta muy tranquila y agradecida y por unas horas no nos vamos a enfadar. Pero voy a abandonar ya esta cansina queja y me voy a concentrar en el tema principal, que no es otro que lo que vinilos y CD's me evocan.

Ante ellos me encuentro en un dilema casi metafísico. Hay ocasiones en las que prefiero el vinilo, a pesar de sus carencias y servidumbres, y esta extraña —incluso para mí— circunstancia requiere una explicación que voy a intentar desarrollar, aunque presumo no será fácil. Empezaré estableciendo una correlación metafórica entre ambos soportes y la permanente disputa entre racionalidad y sentimiento, extensible a todos los órdenes de la vida. Y ahora ya me empiezo a sentir cómodo.

Desde el punto de vista racional y utilitarista, no hay color: el vinilo es una kaka. No es preciso ser un experto en la materia para considerar insufribles los agresivos chasquidos que provoca la más mínima mota de polvo alojada en el microsurco, por no citar el recurrente «clock, clock» con que nos obsequia cualquier raya que se extienda a varios surcos. En menor medida, molesta sacarlos de la funda, pasar el paño para sacarles el polvo, acertar al posicionar la aguja —en «platos» manuales, que son los buenos—, bajar la tapa con cuidado extremo —con 1gr. de peso del brazo, es toda una proeza que no salte—, darles la vuelta —hay que ver que pronto se acaba una cara— y unas cuantas más que me (se) las ahorro. Si entramos en aspectos menos prácticos y más técnicos, la diferencia respecto al CD es abismal: menor relación señal-ruido, menor rango de frecuencia, menor resistencia mecánica, técnica constructiva antediluviana, casi de picapedrero, con la música esculpida a cincel, etc., etc. Pero, esta última debilidad es la que le concede una superior fuerza sentimental: el vinilo «tiene» realmente la música que almacena. Con mayor o menor fidelidad, pero la «tiene». Hace lo que puede, pero cuando se mueve la aguja apoyada en el surco —en ocasiones, excavando, incluso, sacando virutas—, restaura —o, por lo menos, lo intenta— la fuente de sonido original. Sin saltos ni escalones. De forma continua. No le falta nada. En cambio al CD sí.

El formato de grabación de un CD divide cada segundo de señal —de música— en 44.100 rebanadas (44,1 kHz) y cada rebanada en una escala cuantificada de amplitud de 65.536 valores (16 bits). Esto significa que un segundo de música se compone de 44.100 pulsos, cada uno de ellos de amplitud variable entre el silencio (0) y el máximo (65.535). Nada existe más alejado de la fiel continuidad analógica que la «discretización» inherente a la técnica digital. Le falta información. Poca, pero el hecho objetivo es que le falta. Y entonces... en la restauración, se la inventa. Y, claro está, emocionalmente, para quien lo conoce, esto suena un poco a estafa y resulta un tanto desagradable. Lo que no es óbice para que le conceda mejor nota útil, práctica, como cliente. Porque el resultado, su calidad, la percepción del cliente —a pesar de ser un sucedáneo, una aproximación—, es enormemente mejor. Y mientras disfrutas de un CD, te olvidas del vinilo. Como en tantas otras circunstancias de la vida donde la apariencia prima sobre la realidad. Pero veamos ahora más ventajas sentimentales —y otras no tanto— del vinilo. Que las tiene.

El vinilo envejece con el uso —como nosotros— y el CD no. Un vinilo en estado comatoso sigue sonando, permitiendo al oyente aplicar sus filtros sensoriales para atenuar lo indeseable y disfrutar lo deseado (en muchos casos, insustituible). En cambio, un CD, un buen día dejará de funcionar de golpe (el tiempo medio de vida sin traumas ni hongos —uno de sus mayores enemigos— se estima en 10 años; a mí me ha sucedido con algún CD de 20 años).
Además, si el vinilo estaba rayado —situación más que habitual—, te levantabas y desplazabas la aguja un poco hacia adelante. En un CD deteriorado en el que se atasca una pista...¿cómo se hace?

Es el progreso. El triunfo de lo digital, lo discreto, lo cuántico, lo aproximado y lo racional sobre lo analógico, lo continuo, sobre el sentimiento, sobre la realidad percibida, distorsionada, pero más real, en suma, que la fría y aséptica «realidad» actual. Ahora las cosas funcionan o no funcionan. Lo vemos en la TV (ya no hay nieve, se ve o no se ve), los ordenadores (antes con el DOS, en blanco y negro, se hacían maravillas), los coches (al 600 siempre lo hacíamos arrancar) y tantas y tantas smart-cosas que mientras funcionen no nos importa cómo ni porqué lo hacen. Y cuando dejan de funcionar llega el llanto, el crujir de dientes y el mirarnos unos a otros con desolación. Paradójicamente, en la época de la típica y tópica sostenibilidad, predomina la obsolescencia programada y el despilfarro. Hoy todo es irreparable. A comprar una nueva cosa —que será mucho más smart— y listo.

Entiéndase: no es debilidad nostálgica ni crítica al progreso. Son simples reflexiones de quien ha vivido otra cotidianidad. Ni mejor ni peor, sino distinta. Esto es lo que me ha evocado mi repaso a la discoteca y la CDteca. Desde el punto de vista del cliente, la Calidad se la concedo al CD, pero la Excelencia al vinilo, el cual vive hoy, incomprensiblemente, una nueva primavera elitista y cool, a la que le doy, interesadamente, la bienvenida. En cuanto a la relación de todo esto con la Ética personal, ni idea, pero alguna tendrá.

Feliz Año Nuevo y bienvenidas sean muchas remasterizaciones en CD de los viejos vinilos. Que no se diga.

martes, 24 de diciembre de 2013

Mejor Rechazar que Aceptar

«La verdadera libertad no consiste en PODER HACER lo que quieras sino en PODER NO HACER lo que otros quieren que hagas»:

Nunca veo el discurso del Rey, pero me gusta que esté ahí, cada año, permitiéndome no verlo. Hoy, en la TV de mi tribu, han convocado una huelga que, de forma para mí pueril y para ellos –supongo– imaginativa, se anuncia para el período exacto (al minuto) previsto para el discurso. Pues se van a fastidiar, porque hoy lo voy a ver. No entienden nada. Espero que la repitan con el discurso del «president». Conseguirán que, por primera vez, también lo vea. Ya me las arreglaré. 

La frase de apertura (1) y el párrafo anterior, me han asaltado tras escuchar —durante el aseo matinal— la noticia. Y la reacción en caliente ha sido publicarlas en Facebook, programa, aplicación o red social —que más da— que se está convirtiendo a pasos agigantados en mi particular muro de las lamentaciones, el cual, a modo de terapia y desahogo, cumple con la inestimable función de permitirme clamar en el desierto (2). Pero sucede que mi paseo matinal — como es habitual, pienso con los pies— me ha servido para desarrollar el tema que seguía martilleando en mi cabeza, hasta el punto de obligarme a aumentar el ritmo de zancada con objeto de verter el resultado en este artículo antes de que se disipase el recuerdo. Y con esto se acaba la introducción y empieza el desarrollo, el fondo del cual queda resumido fielmente en el título.

Aceptar o Rechazar. Ésta es la cuestión.

¿Cuál es la decisión correcta?
Partimos de la base de que la vida (3) nos somete a una continua exigencia de toma de decisiones y que las decisiones tomadas son las que, en un bucle cerrado y continuo, configuran y determinan nuestra vida particular presente y futura. Y que estas decisiones representan siempre una elección entre diversas opciones —normalmente muchas—, lo que la hace, en principio, difícil. Resulta pues obvio que nuestra vida se construye a partir de un sinnúmero de aceptaciones, el cual, siendo enormemente grande, resulta enormemente pequeño si lo comparamos con el infinitamente mayor número de rechazos que a lo largo de nuestra vida hemos practicado. Este planteamiento revela la mayor importancia cuantitativa y cualitativa del rechazo: como rechazamos mucho más que aceptamos, debemos asegurarnos de que rechazamos bien. Esta condición es la que, por sí misma, resulta necesaria y suficiente para asegurar una aceptación de calidad.

Justificada la importancia del buen rechazo en que es el que hace buena la aceptación, conviene dedicar ahora la atención a la sistemática que nos va a facilitar la toma de la decisión adecuada. En mi opinión, la clave está en la reducción de la variedad de opciones a dos. Y esto se consigue también mediante el rechazo. En tanto no nos quedemos con dos opciones, no hay ni que pensar en aceptar. Sólo debemos concentrarnos en rechazar. De forma racional y tras el oportuno análisis, pero rechazar, siempre rechazar.

Y si lo vemos desde la lógica, cuando ya sólo nos queden dos opciones, aceptar también es rechazar, porque si elegimos la opción que rechazamos rechazar, la aceptamos.

Valgan estas reflexiones para intentar revertir el tradicional sentido negativo que se asocia al rechazo y reivindicar para él un papel preponderante en la toma de decisiones, mucho mayor que la aceptación, mucho más propensa al clientelismo, el seguidismo y la comodidad derivada de la natural aversión de la especie humana hacia el esfuerzo y las dificultades que a menudo se ocultan tras el descarte de las opciones que se nos proponen (4).

Pero, claro está, este ejercicio retórico no pasaría de (mala) anécdota literaria si no se establecieran algunas condiciones para validarlo. El rechazo debe siempre responder a un análisis «razonablemente» racional, totalmente desprovisto de emotividad, sentimiento más que frecuente cuando nos encontramos en alguna disyuntiva. Debe estar apoyado en hechos, completamente exento de pueril pataleo, de afirmaciones de ego, de acción «reactiva» o «punitiva» frente a personas o ideas, debiéndose limitar de forma estricta al dominio o alcance de la decisión a tomar, con el objetivo de conseguir el máximo beneficio vital sin vulnerar los principios o compromisos representados en nuestra ética personal.

Sólo si se dan estas condiciones, el(los) rechazo(s) determinará(n) automáticamente la aceptación. Por lo tanto, repito, en este caso: Mejor Rechazar que Aceptar.

¡Qué gozada, un escenario en el que te pasas la vida sin aceptar nada. Sólo rechazando!

Notas:
1 – Perteneciente a mi catálogo de frases (casi) propias.
2 – Un desierto, la verdad sea dicha, con algunos oasis excepcionales.
3 – Entendida aquí de forma general, como un compendio de la existencia, el entorno, la sociedad, etc., etc.
4 – Ni que decir tiene que, frecuentemente, la aceptación irreflexiva de las propuestas tiene consecuencias mucho peores que el rechazo.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Ignorancia, Humildad, (in)Tolerancia

¿mejores megas?  ¿mejores voltios?
 ¿mejores electrones? ¿más fotones?
¿el color tiene fiebre?





«La máxima expresión de la ignorancia es no saber lo que sabes ni saber lo que no sabes. En pocas palabras:  (no) saber nada».








Situación 1:
Suena el teléfono (normalmente en día u hora intempestiva):
—Buenas señor... ¿tiene Internet?
—Usted ya lo sabe. ¿Porqué lo pregunta?
—Queremos hacerle una muy buena oferta ¿En qué compañía está?
—Usted ya lo sabe, pero no me interesa. Estoy contento con la mía.
—Pero señor...¿no desea usted ahorrarse mucho dinero?
—¿Qué me ofrece?
—50 megas.
—Pero... ¿usted sabe lo que es “un mega”? —enfatizo, olvidándome deliberadamente de los hercios y los segundos.
—...
—Además, ya tengo 100 —le digo, sabiendo que es objetivamente falso.
—Pero señor... los nuestros son mejores.
—¿En qué sentido? Dígame el ancho de banda típico que me garantizan.
—...

Situación 2:
Suena el teléfono (idem):
—Buenas señor... Somos su compañía de gas y deseamos presentarle una oferta para el suministro de la luz.
—Dirá usted de la electricidad.
—Bueno... Tendrá un considerable ahorro y factura unificada.
—Pero es que no me importa sólo el dinero. ¿Su “luz” es mejor?
—Por descontado —con un deje de triunfo y suficiencia.
—Entonces ¿tendrán que llevar su línea propia hasta mi casa?
—... Noooo... —responde dubitativo—, la línea es la misma.
—Entonces... ¿marcan “mis” electrones para que entren en “mi” casa?
—...
—¿Cómo me asegura que me entregan “su” luz, la que he comprado?
—...

Situación 3: Se desenvuelve en términos parecidos, cambiando gas por luz, con la variante de la tubería en lugar de la línea. Debo decir que fue bastante más divertida.

Situación 4:
En la tienda de material eléctrico, comprando una lámpara de bajo consumo:

— Buenos días, quiero una lámpara como esta.
La observa atentamente y desaparece en la trastienda. Tras unos segundos, reaparece y me entrega una.
—Pero la deseo de la misma temperatura de color.
—... —Silencio. Su cara es todo un poema.
—Vea. Este número y la letra K representa la temperatura de color en grados Kelvin. Quiero la misma o parecida.
Desaparece de nuevo y escucho una conversación con, supongo, el experto. Reaparece con la misma lámpara (6000 K).
— Es que esta es mejor. Hace más luz —argumenta satisfecho.
—No quiero más luz. Quiero una luz diferente. No quiero luz de quirófano, quiero una luz más amarillenta, más cálida —replico empleando un lenguaje metafórico y, forzosamente, inexacto.
—Ah, bueno... Acabáramos. De esas no tenemos.
—...
Ahora el que pone cara de tonto soy yo. Abandono el campo de batalla (conviene puntualizar que la lámpara de muestra que yo aportaba indicaba claramente 4000 K).

Situación 5:
Llamada al servicio técnico de la compañía que, tras una revisión rutinaria, me había instalado en verano (hace cinco meses y, lógicamente, no probamos la calefacción) un nuevo sistema de extracción (tubería y ventilación forzada) en la caldera, sobre una pequeña incidencia relacionada con la frecuente entrada automática en protección por insuficiente extracción de humos, tras una concienzuda investigación por mi parte que establecía una estrecha ventana de temperaturas de calefacción (precisamente la de confort para nosotros) donde aparecía el problema por falta de sensibilidad del sensor del extractor (con temperaturas más bajas o más altas todo funcionaba perfectamente).

—Buenos días señor ¿Qué desea?
Explico lo más detalladamente posible la parrafada anterior y solicito educadamente la presencia de un técnico en mi domicilio para verificar o no mi teoría —la instalación tenía 6 meses de garantía.
—Señor, el extractor no tiene nada que ver con la caldera. Deberá llamar al servicio de la caldera —argumenta con un tono monocorde y condescendiente.
—Señora, pues claro que están relacionados. ¿Podría pasarme con un técnico?
—Espere un momento —me espeta con sequedad forzada.
Tras casi cinco minutos...
—El técnico me confirma que si el extractor se pone en marcha, funciona bien y que el problema es de la caldera.
Les ahorro los casi cinco minutos de diálogo telefónico de sordos que concluyeron en esto, dicho ya con un tono abiertamente ofensivo:
—Pues si viene, sómo mirará el extractor, que es lo único que le instalamos.
—Pues que venga, pero mejor que mire más cosas, sino se dará contra la puerta.

Llegó un técnico (no el iluminado asesor de la simpática interlocutora) y, tras escuchar mi análisis —no se habían tomado la molestia de informarle—, coincidió totalmente conmigo, introdujo ligeramente el sensor en la caldera y, tras decirme que era algo frecuente, el problema quedó resuelto en 5 minutos (adicionalmente, extrajo trozos de cinta del interior que se habían dejado los instaladores de su propia empresa y atornilló debidamente la tapa —también se habían dejado de poner un tornillo— con lo que desparecieron unas molestas vibraciones a las que yo nunca me había referido). Con esto se confirma mi convicción de que los sistemas (en abstracto) no existen: los sistemas los hacen las personas. El mismo «sistema» ejecutado por personas distintas puede producir resultados absolutamente imprevisibles.

Y por hoy, ya está. Tengo más ejemplos, pero es suficiente. Lamentable y frecuentemente, la ignorancia viene exenta de humildad y henchida de suficiencia e intolerancia. Quiero dejar muy claro que no me refiero a todos los que no saben, sino a los que por su función, cargo o posición no saben y deberían saber. Y que además, no lo reconocen y te ningunean con escasa o nula tolerancia hacia tu pretendida ignorancia. Aquí caben desde los comerciales telefónicos, los vendedores presenciales y los servicios técnicos de los ejemplos anteriores —reales, por supuesto— , hasta los políticos y todos los cargos representativos puestos por nosotros para saber hacer las cosas para las que los hemos designado, como clientes que somos de todos ellos.

Moraleja ética: conviene reconocer con humildad la propia ignorancia y manifestar la máxima tolerancia hacia los que saben menos y lo reconocen(1).

«La ignorancia que se ignora a sí misma no tiene arreglo porque no lo sabe o no lo quiere saber».

1 – En caso contrario, lo reconozco, me resulta muy difícil. Debo ser un intolerante.

domingo, 8 de diciembre de 2013

La (in)mutabilidad de los Principios

«Todos tenemos nuestros Principios, pero lo realmente importante son nuestros Finales».

Esta es la cuestión. Se trata del permanente antagonismo entre teoría y práctica, entre expectativas y necesidades, entre idealismo y pragmatismo, entre apariencia y realidad, entre convicciones y hechos consumados o, por terminar, entre tantos y tantos elevados conceptos hasta que dejan de serlo, se desploman sobre nuestras cabezas y aparecen ante nuestros ojos como una evidencia concreta, objetiva y, frecuentemente, desagradable.

Un mal Final.
Como hago frecuentemente en temas espinosos —y este creo que lo es—, empezaré, a modo de cobarde mecanismo de autodefensa, con una declaración de principios que, por considerarla fuertemente arraigada, espero no termine mal: Toda generalización es injusta. Pero también considero que las excepciones confirman la regla. Por lo tanto, las reflexiones siguientes no son de aplicación a la parte excepcional de la especie humana que es coherente con sus Principios y que los mantiene hasta el Final, salvo causas de fuerza mayor o exigencias de supervivencia que justifiquen lo contrario, porque la condición de héroe o mártir es una opción personal e intransferible no exigible por nadie ajeno al propio sujeto. En cambio, debe aplicarse exclusivamente a quienes se pasan los Principios por el forro cuando se les presenta la mínima oportunidad o, dicho de otra forma, a quienes no los cambian porque no pueden. Espero que quede claro.

Con esta introducción hemos llegado al meollo del asunto: la oportunidad. Nadie conoce el camino a tomar hasta que se le presenta la disyuntiva. Y quien crea sinceramente lo contrario, está errado. Por lo tanto, únicamente está legitimado para presumir de Principios quien los ha puesto a prueba y —hecha la salvedad anterior— los ha mantenido. Refuerzan esta tesis los famosos experimentos de Milgram en la Universidad de Yale y  Zimbardo en la cárcel de Stanford.

Este planteamiento es de aplicación general, válido para todas las circunstancias, desde la nimiedad de saltarse la cola del cine hasta alargar la mano en comisiones fraudulentas. La única seguridad que tenemos sobre su no violación es que no se presente la oportunidad. En cambio, si se presenta, es cuando aparece la incertidumbre, estrechamente dependiente de la ética del individuo. Y dado que, debido a la galopante crisis que estamos viviendo en todos los órdenes de la sociedad, la bandera de los Principios se saca frecuentemente del cajón para criticar legítimamente actitudes inmorales o ilegales punibles desde todo punto de vista, resulta verdaderamente lamentable tener la impresión de que muchos de los que se quejan, lo que echan realmente en falta es el Principio de Igualdad de Oportunidades, porque... ¿si todos lo hacen, porqué no yo?

Y, como hemos visto en los experimentos citados anteriormente, a pesar de que éste sea el tema estrella del momento, no hablamos solamente de corrupción. Para demostrar que siempre ha existido, citaré un caso experimentado en carne propia: hace más de 40 años, siendo Director de Operaciones y responsable de Compras en una empresa privada abrimos un concurso para dotarnos de un sistema informático que incluía el Hardware y Software necesario para un MRP (Planificación de recursos de fabricación) al que concurrieron tres empresas punteras que no citaré (aunque en aquel tiempo no había tantas). Pues bien, en las oficinas de la más importante —un edificio de siete pisos— se me transmitió información nada subliminal en el sentido que, de elegir su oferta, habría una sustanciosa contraprestación económica para el «elegidor». Ni que decir tiene que elegí a otra. Valga la ocasión para comentar que en aquel tiempo —no hablo de ahora, porque lo desconozco— era frecuente «obsequiar» a los responsables de Compras con gabelas dinerarias u obsequios en especias, los cuales siempre rechacé exigiendo el descuento equivalente en los precios que se nos cobraban. Con esto no quiero alardear de ejemplaridad, sino enfatizar el hecho de que hasta que no te pruebas —o te prueban— no conoces tu reacción. En el servicio militar he conocido a militares de reemplazo —no profesionales— que cobraban por asignar buenos servicios a sus «compañeros». También he conocido a presidentes de comunidad de vecinos a los que le arreglaban el jardín y le pintaban el piso los afortunados subcontratistas. Es lo que hay. Los numerosos nombres propios hoy presuntamente imputados por corrupción —no cabrían todos en el artículo— no lo hubiesen sido sin presentarse la oportunidad. Y a poco que reflexionemos, oportunidades no faltan.
 
Personalmente, soy pesimista. La moral colectiva es pura estadística, fiel reflejo de la moral de cada uno de sus miembros —en realidad, de su ética— a la que realimenta en un sistema dinámico que, en mi escéptica opinión, no hace sino empeorar con el tiempo. Creo firmemente que pertenezco a la generación de los Privilegiados, en el sentido de que —en comparación con la generación anterior y con la actual— no se nos ha puesto verdaderamente a prueba, pero esto no es óbice para considerar que el Verdadero Enemigo somos nosotros, todos nosotros y que sería bueno, en coincidencia con la reciente desaparición de Nelson Mandela y en su honor, adoptar el sabio aforismo de Albert Einstein:

«Dar ejemplo no es la mejor forma de influir en los demás. Es la única».