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viernes, 30 de noviembre de 2012

El día después

En el último artículo me refería a un tema muy concreto: unas elecciones. El tema venía a pelo, porque el autor se encontraba inmerso en un mar de dudas, ante la necesidad inmediata de tomar una decisión: Votar o No Votar. Evidentemente, no desvelaré aquí cual fue mi decisión, la cual, con total seguridad, no fue determinante. Pero lo que si haré será aprovechar este hecho puntual (unas elecciones) para dedicar la atención a algo mucho más general: La poca atención que le prestamos a las consecuencias de nuestros actos. Y lo vamos a analizar desde dos puntos de vista: el preventivo y el correctivo. Y lo haremos apoyándonos en realidades objetivas: el resultado de las elecciones y las reacciones de sus actores principales, los antes candidatos y ahora electos.

Análisis preventivo: En este caso, nos referimos a "prever" las consecuencias. No al estilo de una pitonisa con su bola de cristal, sino con un análisis reflexivo y racional que nos permita estar preparados para las consecuencias de nuestros actos. A los lectores de este blog no les sonará extraña la máxima "Pensar antes de actuar". Aunque esta recomendable precaución no represente en absoluto garantía de éxito (esta obviedad es la que esgrimen los enemigos de la planificación), como mínimo, aporta (si se hace bien) una evaluación de riesgos que a su vez (si se hace bien) aporta una evaluación de beneficios u oportunidades, todo ello, en el caso que nos ocupa, aplicado (si se hace bien) tanto al candidato como a la sociedad en general (no sólo a los electores o a los votantes). Adicionalmente, el análisis de riesgos (si se hace bien) debe incluir algún que otro plan B, con objeto de evitar que se te quede cara de tonto (1). Extrapolo el ejemplo al plano general de la ética personal: El candidato es el sujeto (por ejemplo, yo mismo) y la sociedad es el entorno próximo y lejano del sujeto (el destinatario de nuestros compromisos personales).
  • Pues bien, volviendo al ejemplo, nada indica que el único responsable del proceso electoral (recordamos para lectores no locales, que se adelantaron las elecciones más de dos años) haya seguido las reflexiones anteriores. Y no crean que se trata de una impresión subjetiva. Ha aquí una frase textual del sujeto (dicho sin ánimo peyorativo): "Lo importante es el qué; el cómo ya lo veremos luego". Todo un prodigio de planificación. Claro que no tiene la exclusiva: He aquí otra frase impagable cuyo padre es otro presidente de comunidad autónoma: "No sé lo que voy a hacer hasta que tengo que hacerlo". Sabias palabras.
  • Sólo añadiré un consejo: A pesar de que ostentan la condición formal de líderes, no sigamos su ejemplo. Cualquier cosa que hagamos será mejor. Apliquemos el análisis preventivo. O, como mínimo, intentémoslo. También vale.

Análisis correctivo: Ya estamos en "el día después". Aquí es cuando cobra importancia la bondad de pensar antes de actuar. Lo que sea ya no tiene arreglo. Y sólo pueden suceder dos cosas: que se cumpla lo previsto o que no (evidentemente, si no se ha previsto nada, puede suceder cualquier cosa). Si se cumple lo previsto, con independencia de su valor ético o moral, nada que objetar. Pero si no se cumple, la alternativa es también binaria: Reconocer el error y obrar en consecuencia o no reconocerlo inventando una nueva realidad (ficticia, por supuesto).
Algunos no reconocen ni este error.
  • Asumiendo que la convencionalidad simbólica del lenguaje puede llegar a retorcer hasta niveles insospechados cualquier discurso (político o no), es responsabilidad de los analistas (este papel es el que me arrogo en este artículo) el destilar, como en un buen whisky de malta, la esencia. Y siguiendo con el ejemplo, la esencia es: a) antes de convocar elecciones, el sujeto (personificamos en él, tal y como él se ha vendido en la campaña) tenía 62 diputados; b) convoca para tener más fuerza para defender un cambio estructural profundo (observen la asepsia forzada) y c) consigue perder 12 diputados. Es decir, ahora tiene 50. No creo que se necesite ser un águila para concluir que el sujeto ha conseguido un fracaso estrepitoso. Lo dejo aquí. Pues bien, ni se ha puesto colorado.
  • De nuevo un ejemplo de lo que no hay que hacer. Recientemente, en un foro filosófico se debatía sobre la actitud ante las dificultades, desgracias o sufrimientos, llegando a la conclusión de que había que afrontarlas de cara. Pero claro, para ello hay que reconocer que la responsabilidad sobre las consecuencias de tus propios actos es tuya. No caer en el error de transferir la responsabilidad a los demás. De crear una realidad ficticia en la que caben infinitas causas ajenas a tu decisión (no te han entendido, intoxicación de los medios, etc.). Todo menos reconocer el error. Dado que éste no es un blog de crítica política, me abstendré de opinar sobre lo que se debería hacer en el caso de ejemplo, pero lo que no se puede negar es que el sujeto tiene posibilidades que nosotros, los simples mortales, tenemos vedadas. Me refiero, por poner otro ejemplo más próximo, a que ante un error palmario con nuestros hijos, nosotros no podemos dimitir de padres. Con esto queda todo dicho.
Concluyamos diciendo que "el día después" siempre llega. Y que lo olvidamos a menudo. Pensar antes de actuar ayuda, pero ante las dificultades y los errores, sólo vale el reconocimiento. Y de nuevo, pensar antes de actuar para resolver el problema. A esto, en terminología de calidad, se le llama mejora continua. No es mala incorporarla a nuestra ética.

"Sólo el hombre íntegro es capaz de confesar sus faltas y de reconocer sus errores" (Benjamín Franklin)

"Cuando el error se hace colectivo adquiere la fuerza de una verdad" (Gustave Le Bon)

"Un hombre nunca debe avergonzarse por reconocer que se equivocó, que es tanto como decir que hoy es más sabio de lo que fue ayer" (Jonathan Swift)

1. Es la cara que se te queda (por lo menos es la que pones mirando a los que has impedido el paso) cuando entras con tu vehículo en una zona señalizada sin tener la salida garantizada. Y no será porque haya que pensar mucho para "planificar" correctamente tu decisión. ¿Qué hará este energúmeno ante decisiones más complicadas?

sábado, 24 de noviembre de 2012

¿Votar o No Votar?

Periódicamente (quizá sería mejor decir "de vez en cuando"), a los que (afortunadamente, pese a todo) disfrutamos de una democracia representativa, nuestros representantes nos enfrentan a una decisión importante: Votar o No Votar. Y esta es una decisión que debería afectar profundamente en nuestra ética personal. Digo "debería" porque no siempre lo hace. Hay quien, por causas -para él- plenamente justificadas, ha tomado ya, en su momento, una decisión sobre el tema, de tal forma que, llegado el momento de las urnas, no cree necesaria reflexión alguna en uno u otro sentido. Aún comprendiendo esta postura, debo decir que no la comparto. Y lo voy a justificar.

Pensar (reflexionar) antes de actuar (votar)
Hoy mismo, en el momento de escribir este artículo, me encuentro en "jornada de reflexión". Y empezaré por una paradoja: defendiendo la necesidad de reflexionar no estoy en absoluto de acuerdo con la susodicha "jornada". Me resulta incomprensible, incluso ofensivo, que nos digan qué día debemos reflexionar. Es como si durante la campaña (o la anterior legislatura) no hubiésemos tenido tiempo de hacerlo. No veo porqué no se puede intentar ganar el voto incluso a las puertas de los colegios electorales, como se hace en democracias mucho más longevas y, a pesar de ello, avanzadas. Otro tanto respecto a la prohibición de publicar encuestas electorales durante la última semana de campaña. ¿Porqué? ¿Piensan que somos tan maleables, inmaduros o sensibles a la memoria próxima que puede  tergiversarse el voto con los últimos mensajes recibidos? Por favor... Pero esta digresión no nos debe alejar del objetivo principal del artículo: ¿Votar o No Votar?

Empezaré afirmando que creo que siempre, en cada llamada a las urnas, es preciso reflexionar. Y que tras esta reflexión, toda decisión es buena, incluso no votar (el proceso de "pensar antes de actuar" lo hemos tratado en detalle en el artículo "Decidir es lo que importa"). Analicemos ambas opciones:
  • Votar: Es la opción predeterminada. Es decir, es la que hay que tomar a menos de que se den las circunstancias o connotaciones negativas que, racionalmente, nos lleven a decidir no hacerlo. Por lo tanto, en primera instancia, la reflexión debe girar en torno a una evaluación de la trayectoria histórica de la opción política correspondiente, los programas electorales (los requisitos) y la presunción de cumplimiento del programa (presunción de inocencia, a pesar de que, en muchas ocasiones, esto puede calificarse de acto de fe). Normalmente, esta reflexión debería concluir en la elección de una opción de voto. Y esta elección no debería responder a la rutina, la costumbre o el sesgo político que todos tenemos, sino a una decisión racional en los antípodas de quien defiende "yo siempre voto a los mismos porque soy de...". En mi opinión, votar rutinariamente, como un robot, es uno de los males de cualquier sistema democrático (claro está que nuestros representantes no dan precisamente ejemplo, siguiendo las consignas, en todas las votaciones, de su pastor o jefe de grupo). Y si ninguna opción nos parece válida, se debe votar en blanco. De esta forma, a pesar de su inocuidad práctica, podemos respetar nuestra posición ética de respaldo al sistema. Aunque, personalmente, creo que, tras la toma continuada de esta decisión (no sé establecer el número de repeticiones) se tienen todos los números para dejar de votar.
  • No Votar: La primera causa ha quedado recién explicada. Se cree en el sistema, pero dicho sistema no genera opciones "votables" para el individuo. Y el efecto es dejar de creer en el sistema. Pero también pienso que, en cada ocasión, hay que replantearse de nuevo esta opción. Hay que estar seguro de ella con objeto de no violentar nuestra ética. No deseo hacer de este artículo un manifiesto antipolítico. Pero sí me parece oportuno incidir en que resulta perfectamente lícito el no estar de acuerdo con "determinado" sistema político. Y que no votar no es una decisión incívica o insolidaria. Es una opción (si es racional, no pasotismo) que, convenientemente justificada, puede servir de ejemplo a tu entorno próximo y que si cundiera (imaginemos una abstención -o un voto en blanco- del 80%), probablemente tendría más efecto que cualquier otra. Entre otras cosas, porque, para la clase política, al ignorar las causas reales, representaría una evidente disfunción de la salud del sistema (en estado grave o terminal). Recuerdo al respecto la excelente novela "Ensayo sobre la lucidez" de José Saramago.
Por lo tanto, ante una llamada a las urnas, incorporemos la reflexión a nuestra ética personal. Pensemos que existen muchos países donde no hay ni siquiera urnas. Y tomemos, en cada ocasión, una decisión racional. Sea la que sea.

Hoy, las frases reparten a todos lados:

"Nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería" (Otto Von Bismarck)

"La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados" (Grouxo Marx)

"Para el que no tiene nada, la política es una tentación comprensible, porque es una manera de vivir con bastante facilidad" (Miguel Delibes)

"Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje" (Aldous Huxley)

martes, 20 de noviembre de 2012

Ser buenos Clientes

Empezábamos nuestro anterior artículo afirmando que "nuestra tendencia natural es la de considerarnos únicamente clientes. Cuando no estamos comprando, esperamos cosas de los demás: atenciones, parabienes, regalos. Y cuando compramos, nos encontramos como pez en el agua, en el líquido elemento: regateamos, exigimos, discutimos, ...". Y aprovechábamos esta introducción para recordar que también somos proveedores y analizar esta importante y frecuentemente olvidada condición. Pero la simpleza de esta introducción es patente. Parece que justifique los comportamientos citados como producto de una necesidad natural que no precise mayor atención ni reserva. Nada más falso. Resulta absolutamente asimétrico y descompensado dedicar un artículo a analizar nuestra condición de proveedores y no hacer lo mismo con nuestra condición de clientes. En este artículo vamos a intentar resolver esta simpleza.

¿Qué es un Cliente? Empecemos por el Diccionario de la Real Academia:
  1. com. Persona que utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa.
  2. com. Parroquiano (persona que acostumbra a ir a una misma tienda).
  3. com. Persona que está bajo la protección o tutela de otra.
Huelga decir que ninguna de ellas me parece apropiada. Ni remotamente definen lo que caracteriza a un cliente en un entorno eminentemente interactivo como es el de la ética personal. Son definiciones absolutamente pasivas (utilizar, ir a una tienda) y nada generalistas, en las que la relación es puramente mercantil (servicios de un profesional, empresa), mafiosa (protección) o dominante (tutela). Por lo tanto, no nos sirven.

Para resolverlo, adoptaremos una definición oficial que, curiosamente, corresponde a la norma ISO 9000, referente de calidad empresarial (en su momento ya defendimos que la vida podía ser considerada una empresa): Cliente es "la persona que recibe un producto".

Simple y elegante, aunque con un pequeño problema de lenguaje: ¿qué es un producto? También nos lo soluciona la norma. Un producto es el "resultado de un proceso". Y, por último, para los detallistas: ¿qué es un proceso"Una secuencia de actividades que convierte unas entradas determinadas en un resultado determinado". Una vez analizada, nos quedaremos esta definición de cliente por su generalismo: Los procesos (incluso mentales) siempre generan productos (un pensamiento lo es) y cada vez que recibimos un producto (un regalo, un beso, un insulto, una cerveza o un coche nuevo) lo hacemos en condición de clientes. Veamos ahora cómo se caracteriza un buen cliente.

El hecho de aceptar nuestra condición de clientes en abstracto (de todo lo que recibimos) nos convierte inmediatamente en un eslabón de lo que se ha venido en llamar la "cadena proveedor-cliente" ya que, como vimos en el anterior artículo, dedicado a los proveedores, todos nosotros somos, simultáneamente, ambas cosas. No aceptar formar parte de esta cadena nos sitúa fuera de la realidad y del entorno, con lo que nuestra existencia deja de ser algo armónico y fluido convirtiéndose en una sucesión de hechos puntuales, aislados e inconexos (compras y ventas; recepciones y entregas) fuente permanente de insatisfacción y frustración.

En una primera clasificación podemos distinguir entre dos clases de clientes: el cliente activo y el cliente pasivo. El cliente activo es el que participa de forma proactiva en la determinación de lo que espera recibir. Podríamos definirlo de forma coloquial como "el que sabe lo que quiere". Esto implica que, antes de recibir el producto, se ha preocupado de definir lo que espera. Hablando en propiedad, ha definido los requisitos y las necesidades y ha sabido diferenciarlos de las expectativas (estos importantes términos se analizan en esta entrada y en esta otra) Volveremos más adelante a este tipo de cliente. En cambio, el cliente pasivo no tiene formada opinión racional de lo que espera. Cuando le llega algo (sea lo que sea) es cuando dispara su mecanismo comparativo con no se sabe qué (normalmente, con expectativas irracionales y exageradas) y monta en cólera o entra en una espiral de depresión, alimentando su amplio catálogo de agravios. No creo que este tipo de cliente merezca mucha más atención.

Terminaremos analizando algo más en profundidad a nuestro tipo de cliente preferido: el cliente activo (al que también podríamos llamar proactivo). Preferido, pero no exento de riesgos. Algunos, incluso peores que los que puede conllevar una pasividad ingenua o ignorante. La iniciativa, el adelantarse a la producción, el definir con precisión nuestros requisitosnecesidades expectativas debe realizarse dentro de unos parámetros realistas, ajustados a las capacidades de nuestros proveedores. De nada servirá "pedirle peras al olmo". Por mucho que nuestro ego nos diga que nos lo merecemos. En esta vida hay lo que hay. Y pasarnos de rosca no conduce a nada bueno. Evidentemente, asegurar esto implica una importante tarea de recogida de datos para, una vez procesados, disponer de información fiable para la toma de decisiones. Y si, a pesar de esto, no conseguimos lo que queremos, no será por nuestra culpa. Habremos hecho todo lo que estaba en nuestra mano. Afrontaremos y digeriremos el inconveniente y a otra cosa. No estamos trivializando. Porque, sea cual sea el tamaño o gravedad de la decepción (así puede llamarse a un incumplimiento visto desde el lado del cliente), la forma de afrontarlo es la misma. De cara. Pero debe tenerse en cuenta que una actitud proactiva realista siempre minimiza las decepciones. Sin ella, sin duda, tendríamos más. Esto es lo que nos debe importar. Y si recibimos más de lo esperado, aleluya. Satisfacción completa.

Un último apunte dedicado al nivel de exigencia. ¿Debemos ser exigentes? En la medida de que esperemos productos racionalmente suministrables, sí. Sin duda. Del mismo modo, en el caso de que nuestros proveedores se hayan comprometido formalmente a la entrega de un futurible sin historia previa. Tenemos un ejemplo paradigmático en los programas políticos en campaña electoral. Hoy mismo, en Cataluña, estamos en campaña. Si nos convencen los programas y decidimos ejercer nuestro derecho al voto, nos hemos convertido en clientes del partido (político, no de fútbol. Aunque a veces lo parezca). Y si después incumplen lo prometido, nuestro nivel de exigencia debe ser máximo. Y así con cualquier proveedor. Sea el lampista, el taller del coche o un familiar. También así se reconoce a un buen cliente. Y también así ponemos nuestro granito de arena para la mejora del proveedor. La cadena funciona.

En resumen, ser buenos clientes es una de las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para conseguir nuestra satisfacción (Calidad) y felicidad (Excelencia). Incorporemos este sencillo principio a nuestra ética personal.

"El cliente: Dios hizo el mundo en seis días, y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses. El sastre: Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón" (Samuel Beckett)

"El señor sólo exige de las personas aquello que está dentro de las posibilidades de cada uno" (Paulo Coelho)

domingo, 4 de noviembre de 2012

También somos Proveedores

Este importante hecho se olvida fácilmente. Nuestra tendencia natural es la de considerarnos únicamente Clientes. Cuando no estamos comprando, esperamos cosas de los demás: atenciones, parabienes, regalos. Y cuando compramos, nos encontramos como pez en el agua, en el líquido elemento: regateamos, exigimos, discutimos, ... Pero no somos conscientes de que también damos. Todos lo hacemos. Sería imposible la existencia (y la convivencia) sin un intercambio transaccional, sin esa especie de mercadeo constante que es la vida. Y esa condición de suministradores de cosas materiales e inmateriales es la que nos confiere la categoría de Proveedores.

Proveedor (y cliente) satisfecho
Acabamos de tratar la "Construcción de la realidad" a través de nuestros actos. Tengamos en cuenta que gran parte de estos actos tienen como destinatarios a nuestro entorno próximo y lejano. Y el resto, causan efecto sobre nosotros mismos.Y que la totalidad de nuestros actos representan nuestra producción como Proveedores. Proveemos al entorno y a nosotros mismos, de cosas  fundamentalmente necesarias y discrecionalmente deseables. De cosas importantes comprometidas en nuestra ética personal y de cosas, no menos importantes, que configuran nuestro día-a-día, las cuales requieren adecuada y, en ocasiones, inmediata respuesta. Todas estas cosas deben verse como consecuencia de los pedidos que nos llegan de nuestros Clientes y que debemos atender con la disposición de un buen Proveedor (en la entrada "Compromisos y Entorno" se abordan en detalle los conceptos requisito, necesidad y expectativa relacionados estrechamente con nuestra producción como Proveedores).

Una vez presentado y justificado el concepto de Proveedor aplicado a nuestra persona, me gustaría exponer otro concepto básico: "Todos somos a la vez Proveedores y Clientes",  y nuestra persona está en el medio. En un hipotético proceso, el diagrama de flujo sería muy simple:

Entorno -> Recibimos (Clientes) -> Nuestra persona -> Entregamos (Proveedores) -> Entorno

y, como se puede observar, recursivo: formamos parte del entorno, recibimos de él y aportamos a él. Por lo tanto, somos igualmente responsables de su mejora o de su degradación. Y esto me lleva a la última frase, que también puede ser calificada como un concepto, como una filosofía de vida:

"Hacer las cosas bien a la primera"

Esta es la base del éxito, de la calidad y de la excelencia. Si no podemos hacerlo (en ocasiones, resulta imposible), por lo menos, intentarlo. Tener esta preocupación como un norte, como una máxima vital. En múltiples ocasiones, conferencias y clases, he utilizado este ejemplo: Si te piden una fotocopia, que no salga torcida y que se pueda leer. Es lo mínimo que se le puede pedir. De esta forma, serás un buen Proveedor. Te evitarás broncas, malas caras y volverla a hacer. Extrapola este ejemplo a cualquiera de tus actos. Y, si piensas con detenimiento, hacer las cosas bien, no cuesta tanto.

Creo que, sentirse Proveedor y "hacer las cosas bien a la primera" son dos conceptos que deberían incorporarse a nuestra ética personal. Nos iría mejor a nosotros y a todos los demás. Porque, desde un punto de vista egoísta, ¡se siente uno tan bien al hacer las cosas bien!...

"El mundo se compone de los que dan y de los que reciben. Puede que los segundos coman mejor, pero duermen mejor los primeros" (Séneca).

"Da y tendrás en abundancia" (Lao-Tsé).

"No des a nadie lo que te pida, sino lo que entiendas que necesita; y soporta luego la ingratitud" (Miguel De Unamuno)