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viernes, 21 de diciembre de 2012

El Valor del Lenguaje

Siguiendo con mi costumbre, empezaré con un análisis del título, el cual, como todo buen título, debería ser expresión condensada y relevante del contenido que titula. Antes de empezar su autopsia, probablemente, la primera reflexión que provoca su lectura es: ¿y qué puñetas tiene que ver "el valor del lenguaje" con la ética personal? Pues responderé que mucho. Y el propósito de este artículo es, precisamente, justificarlo. Empecemos:
  • Valor: ¿se puede añadir algo a lo ya tratado? En el blog empresarial analizábamos el término desde el punto de vista de la excelencia, diferenciándolo claramente del concepto "coste", con el que, frecuentemente, se confunde. Recordemos un poco: Valor es "la relación entre la satisfacción de las necesidades y los recursos utilizados". Por lo tanto, utilizando esta acepción, una vez conozcamos las necesidades del lenguaje (su función), podremos conocer su valor, el cual estará en función de los recursos utilizados en su producción (entendiendo como tal, los esfuerzos que hayamos empleado para generar un mensaje con él). 
  • Pero existen más acepciones. Utilizaremos también la bastarda: el coste. Porque el lenguaje mal utilizado puede representar un coste. Y un coste nunca se amortiza. Es un peso, una losa, que será tanto mayor cuanto peor haya sido su utilización. Y por último, consideraremos la acepción 6 del RAE: "Fuerza, actividad, eficacia o virtud de las cosas para producir sus efectos". En ocasiones, el lenguaje ha de ser "valiente". Aparquemos el tema hasta analizar de nuevo la frase completa.
  • Lenguaje: no voy a pavonear de erudición gratuita, entre otras cosas, porque no puedo. Pero si daré mi definición, decantada por mi escaso conocimiento y la experiencia adquirida. El lenguaje es una convención simbólica que pretende (y casi nunca consigue) ser una representación del pensamiento. Y su resultado, su producto, su función, es la comunicación. Cuando lo empleamos en su forma verbal, por la inmediatez (no es conveniente pensar demasiado las frases, para evitar la somnolencia del interlocutor), el riesgo de no expresar lo deseado es altísimo. Este riesgo baja cuando lo empleamos en forma escrita, pero nunca tenemos garantía de éxito (este artículo ya lo querría empezar de nuevo, pero soy muy perezoso ¿es esto poco ético?). En cualquier caso, en este punto, podría ser adecuado ampliar este tema consultando el artículo "Entendimiento y comprensión".

Una vez comentados los dos componentes del título, analicemos el objeto del artículo:

De poco sirve aquí el lenguaje.
Debemos ser muy sensibles al valor del lenguaje. Teniendo en cuenta que su único objetivo es la comunicación, y que esta comunicación debe ser de calidad (eficaz, conseguir totalmente este difícil resultado: que los dos interlocutores hablen de lo mismo, se entiendan y se comprendan) y excelente (primera acepción analizada: máximo resultado con mínimo esfuerzo), tenemos que maximizar este valor. Adicionalmente, debemos minimizar el coste que nos puede suponer un empleo inadecuado del lenguaje. En ocasiones, la popular regla de contar hasta diez antes de responder a  lo que nos parece una inconveniencia, puede ser acertada.
Y, por último, no debemos temer la utilización del lenguaje. Cuando la ocasión lo requiere, se ha de hacer una utilización valiente del mismo. Decir las cosas como son. Llamar a las cosas por su nombre.

Para finalizar, incorporemos la preocupación por el valor del lenguaje a nuestra ética personal. Y digo preocupación, porque, a fuer de rigurosos, no podemos quedarnos mudos. Es suficiente con el compromiso de formarnos permanentemente, hablar con propiedad, atender al interlocutor y asegurar la comunicación. En resumen, "pensar antes de hablar" y "pensar antes de escribir". Todo empieza en el pensamiento.

Wittgenstein dijo "los limites de mi mundo son los límites de mi lenguaje". Procuremos disponer de un lenguaje amplio y preciso, para aumentar los límites de nuestro mundo. También dijo: "de lo que no se puede hablar, mejor callar". Sabias palabras. No nos engañemos. Para poder hablar, debemos tener recursos de lenguaje. Si no, mejor callar. Aunque si esta práctica se generalizara, con total seguridad, el "ruido" del mundo se parecería al de una biblioteca.

Karl Popper afirmó "es imposible hablar de tal manera que no se pueda ser malinterpretado". Hagámosle quedar mal.

Y una última frase, perteneciente a la película (absolutamente recomendable) “La herencia del viento”, pronunciada por Spencer Tracy, abogado defensor en el juicio a las teorías de Darwin: "El lenguaje es pobre para expresar las ideas. Sólo podemos utilizar las palabras que conocemos". Mejoremos entonces nuestro vocabulario.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Nada

Si siempre lo es, creo que hoy resulta más que obligado justificar el título. En más de una ocasión he expuesto mi costumbre de empezar cualquier escrito pensando y decidiendo su título. Esta forma de proceder me ha sido frecuentemente criticada con el falaz argumento de que empezaba la casa por el tejado. En cambio yo defiendo que, gracias a este ejercicio de abstracción, empiezo a escribir con una visión esquemática, pero bastante aproximada, del contenido del escrito (sea artículo o libro). En pocas palabras, no empiezo a escribir si no sé sobre lo que voy a escribir. Esta obviedad, para mí absolutamente necesaria en cualquier disciplina, no siempre se da en la práctica. Me vienen a la memoria numerosos ejemplos de tirarse a la piscina sin mirar si había agua, tanto en el campo profesional (por ejemplo, empezar diseños de nuevos productos sin definir sus especificaciones) como en el político (ejemplo reciente en las elecciones catalanas). Evidentemente, uno puede equivocarse, pero el esfuerzo de introspección racional previo sólo puede reportar beneficios. Entonces, en el caso del escrito, se cambia el título (reconozco que en otras disciplinas la solución no es tan fácil. Que se lo digan al convocante accidental).

Siempre hay "algo".
¿Y que relación tiene todo esto con el título de hoy? Acuño una nueva variante del "cogito ergo sum" de Descartes: "Escribo, luego pienso". Esto significa que escribir es el resultado de un proceso que se inicia en el pensamiento. Y, siendo coherente con la disquisición del párrafo introductorio, primero se debe pensar el título. Y lo que ha sucedido es que, por más que me rompiera el coco, (no)1 se me ocurría NADA. Y me he dado cuenta que ya tenía el título. ¿"Nada"? ¿con lo que ya llevo escrito? Menuda incongruencia. Pero esta incongruencia me va a servir para reflexionar sobre la Nada y su existencia (o inexistencia).

Creo que la Nada no existe. Por lo menos, a nivel intelectual. Y la prueba es este artículo. Es imposible (no) pensar en NADA. Es más, creo firmemente que, por más que lo intentes, cada vez piensas en más cosas. Discrepo con las filosofías o religiones, generalmente orientales, que pregonan la abstracción absoluta y el nirvana, aunque esto no quiere decir que niegue su posibilidad. Sólo defiendo mi personal punto de vista, el cual me satisface plenamente. Pensar, pero siempre pensar en ALGO. Y "pensar antes de actuar". Por lo tanto, el pensamiento siempre precede a una acción(2). Y toda acción es ALGO. Por lo tanto, la Nada, no existe. Y si existe, entonces, será el preludio de algo, luego no es Nada, es Algo. Potencial, pero, al fin y al cabo, algo.

Ahora cobra sentido la doble negación: cuando decimos coloquialmente "no somos nada", lo que estamos diciendo realmente es: "somos algo". No lo olvidemos. Siempre somos algo. Esta es la moraleja que da de sí la corta inspiración de un sábado. Toda una tontería. Pero lo que no se me podrá negar es que he escrito Nada. Pido condescendencia a los lectores.  

"Nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos" (Aristóteles).

1 - La forma coloquialmente utilizada incluye la doble negación, lo que, en lógica, significa exactamente lo contrario: "se me ocurría ALGO". Lo cierto es que "se me ocurría NADA". Esta precisión lingüística pretende adelantarse a eventuales críticas de puritanos lógicos. Y también introducir algo de humor es mi sequía intelectual de hoy.
2 - No actuar, de forma deliberada, puede también ser una forma de acción.

viernes, 30 de noviembre de 2012

El día después

En el último artículo me refería a un tema muy concreto: unas elecciones. El tema venía a pelo, porque el autor se encontraba inmerso en un mar de dudas, ante la necesidad inmediata de tomar una decisión: Votar o No Votar. Evidentemente, no desvelaré aquí cual fue mi decisión, la cual, con total seguridad, no fue determinante. Pero lo que si haré será aprovechar este hecho puntual (unas elecciones) para dedicar la atención a algo mucho más general: La poca atención que le prestamos a las consecuencias de nuestros actos. Y lo vamos a analizar desde dos puntos de vista: el preventivo y el correctivo. Y lo haremos apoyándonos en realidades objetivas: el resultado de las elecciones y las reacciones de sus actores principales, los antes candidatos y ahora electos.

Análisis preventivo: En este caso, nos referimos a "prever" las consecuencias. No al estilo de una pitonisa con su bola de cristal, sino con un análisis reflexivo y racional que nos permita estar preparados para las consecuencias de nuestros actos. A los lectores de este blog no les sonará extraña la máxima "Pensar antes de actuar". Aunque esta recomendable precaución no represente en absoluto garantía de éxito (esta obviedad es la que esgrimen los enemigos de la planificación), como mínimo, aporta (si se hace bien) una evaluación de riesgos que a su vez (si se hace bien) aporta una evaluación de beneficios u oportunidades, todo ello, en el caso que nos ocupa, aplicado (si se hace bien) tanto al candidato como a la sociedad en general (no sólo a los electores o a los votantes). Adicionalmente, el análisis de riesgos (si se hace bien) debe incluir algún que otro plan B, con objeto de evitar que se te quede cara de tonto (1). Extrapolo el ejemplo al plano general de la ética personal: El candidato es el sujeto (por ejemplo, yo mismo) y la sociedad es el entorno próximo y lejano del sujeto (el destinatario de nuestros compromisos personales).
  • Pues bien, volviendo al ejemplo, nada indica que el único responsable del proceso electoral (recordamos para lectores no locales, que se adelantaron las elecciones más de dos años) haya seguido las reflexiones anteriores. Y no crean que se trata de una impresión subjetiva. Ha aquí una frase textual del sujeto (dicho sin ánimo peyorativo): "Lo importante es el qué; el cómo ya lo veremos luego". Todo un prodigio de planificación. Claro que no tiene la exclusiva: He aquí otra frase impagable cuyo padre es otro presidente de comunidad autónoma: "No sé lo que voy a hacer hasta que tengo que hacerlo". Sabias palabras.
  • Sólo añadiré un consejo: A pesar de que ostentan la condición formal de líderes, no sigamos su ejemplo. Cualquier cosa que hagamos será mejor. Apliquemos el análisis preventivo. O, como mínimo, intentémoslo. También vale.

Análisis correctivo: Ya estamos en "el día después". Aquí es cuando cobra importancia la bondad de pensar antes de actuar. Lo que sea ya no tiene arreglo. Y sólo pueden suceder dos cosas: que se cumpla lo previsto o que no (evidentemente, si no se ha previsto nada, puede suceder cualquier cosa). Si se cumple lo previsto, con independencia de su valor ético o moral, nada que objetar. Pero si no se cumple, la alternativa es también binaria: Reconocer el error y obrar en consecuencia o no reconocerlo inventando una nueva realidad (ficticia, por supuesto).
Algunos no reconocen ni este error.
  • Asumiendo que la convencionalidad simbólica del lenguaje puede llegar a retorcer hasta niveles insospechados cualquier discurso (político o no), es responsabilidad de los analistas (este papel es el que me arrogo en este artículo) el destilar, como en un buen whisky de malta, la esencia. Y siguiendo con el ejemplo, la esencia es: a) antes de convocar elecciones, el sujeto (personificamos en él, tal y como él se ha vendido en la campaña) tenía 62 diputados; b) convoca para tener más fuerza para defender un cambio estructural profundo (observen la asepsia forzada) y c) consigue perder 12 diputados. Es decir, ahora tiene 50. No creo que se necesite ser un águila para concluir que el sujeto ha conseguido un fracaso estrepitoso. Lo dejo aquí. Pues bien, ni se ha puesto colorado.
  • De nuevo un ejemplo de lo que no hay que hacer. Recientemente, en un foro filosófico se debatía sobre la actitud ante las dificultades, desgracias o sufrimientos, llegando a la conclusión de que había que afrontarlas de cara. Pero claro, para ello hay que reconocer que la responsabilidad sobre las consecuencias de tus propios actos es tuya. No caer en el error de transferir la responsabilidad a los demás. De crear una realidad ficticia en la que caben infinitas causas ajenas a tu decisión (no te han entendido, intoxicación de los medios, etc.). Todo menos reconocer el error. Dado que éste no es un blog de crítica política, me abstendré de opinar sobre lo que se debería hacer en el caso de ejemplo, pero lo que no se puede negar es que el sujeto tiene posibilidades que nosotros, los simples mortales, tenemos vedadas. Me refiero, por poner otro ejemplo más próximo, a que ante un error palmario con nuestros hijos, nosotros no podemos dimitir de padres. Con esto queda todo dicho.
Concluyamos diciendo que "el día después" siempre llega. Y que lo olvidamos a menudo. Pensar antes de actuar ayuda, pero ante las dificultades y los errores, sólo vale el reconocimiento. Y de nuevo, pensar antes de actuar para resolver el problema. A esto, en terminología de calidad, se le llama mejora continua. No es mala incorporarla a nuestra ética.

"Sólo el hombre íntegro es capaz de confesar sus faltas y de reconocer sus errores" (Benjamín Franklin)

"Cuando el error se hace colectivo adquiere la fuerza de una verdad" (Gustave Le Bon)

"Un hombre nunca debe avergonzarse por reconocer que se equivocó, que es tanto como decir que hoy es más sabio de lo que fue ayer" (Jonathan Swift)

1. Es la cara que se te queda (por lo menos es la que pones mirando a los que has impedido el paso) cuando entras con tu vehículo en una zona señalizada sin tener la salida garantizada. Y no será porque haya que pensar mucho para "planificar" correctamente tu decisión. ¿Qué hará este energúmeno ante decisiones más complicadas?

sábado, 24 de noviembre de 2012

¿Votar o No Votar?

Periódicamente (quizá sería mejor decir "de vez en cuando"), a los que (afortunadamente, pese a todo) disfrutamos de una democracia representativa, nuestros representantes nos enfrentan a una decisión importante: Votar o No Votar. Y esta es una decisión que debería afectar profundamente en nuestra ética personal. Digo "debería" porque no siempre lo hace. Hay quien, por causas -para él- plenamente justificadas, ha tomado ya, en su momento, una decisión sobre el tema, de tal forma que, llegado el momento de las urnas, no cree necesaria reflexión alguna en uno u otro sentido. Aún comprendiendo esta postura, debo decir que no la comparto. Y lo voy a justificar.

Pensar (reflexionar) antes de actuar (votar)
Hoy mismo, en el momento de escribir este artículo, me encuentro en "jornada de reflexión". Y empezaré por una paradoja: defendiendo la necesidad de reflexionar no estoy en absoluto de acuerdo con la susodicha "jornada". Me resulta incomprensible, incluso ofensivo, que nos digan qué día debemos reflexionar. Es como si durante la campaña (o la anterior legislatura) no hubiésemos tenido tiempo de hacerlo. No veo porqué no se puede intentar ganar el voto incluso a las puertas de los colegios electorales, como se hace en democracias mucho más longevas y, a pesar de ello, avanzadas. Otro tanto respecto a la prohibición de publicar encuestas electorales durante la última semana de campaña. ¿Porqué? ¿Piensan que somos tan maleables, inmaduros o sensibles a la memoria próxima que puede  tergiversarse el voto con los últimos mensajes recibidos? Por favor... Pero esta digresión no nos debe alejar del objetivo principal del artículo: ¿Votar o No Votar?

Empezaré afirmando que creo que siempre, en cada llamada a las urnas, es preciso reflexionar. Y que tras esta reflexión, toda decisión es buena, incluso no votar (el proceso de "pensar antes de actuar" lo hemos tratado en detalle en el artículo "Decidir es lo que importa"). Analicemos ambas opciones:
  • Votar: Es la opción predeterminada. Es decir, es la que hay que tomar a menos de que se den las circunstancias o connotaciones negativas que, racionalmente, nos lleven a decidir no hacerlo. Por lo tanto, en primera instancia, la reflexión debe girar en torno a una evaluación de la trayectoria histórica de la opción política correspondiente, los programas electorales (los requisitos) y la presunción de cumplimiento del programa (presunción de inocencia, a pesar de que, en muchas ocasiones, esto puede calificarse de acto de fe). Normalmente, esta reflexión debería concluir en la elección de una opción de voto. Y esta elección no debería responder a la rutina, la costumbre o el sesgo político que todos tenemos, sino a una decisión racional en los antípodas de quien defiende "yo siempre voto a los mismos porque soy de...". En mi opinión, votar rutinariamente, como un robot, es uno de los males de cualquier sistema democrático (claro está que nuestros representantes no dan precisamente ejemplo, siguiendo las consignas, en todas las votaciones, de su pastor o jefe de grupo). Y si ninguna opción nos parece válida, se debe votar en blanco. De esta forma, a pesar de su inocuidad práctica, podemos respetar nuestra posición ética de respaldo al sistema. Aunque, personalmente, creo que, tras la toma continuada de esta decisión (no sé establecer el número de repeticiones) se tienen todos los números para dejar de votar.
  • No Votar: La primera causa ha quedado recién explicada. Se cree en el sistema, pero dicho sistema no genera opciones "votables" para el individuo. Y el efecto es dejar de creer en el sistema. Pero también pienso que, en cada ocasión, hay que replantearse de nuevo esta opción. Hay que estar seguro de ella con objeto de no violentar nuestra ética. No deseo hacer de este artículo un manifiesto antipolítico. Pero sí me parece oportuno incidir en que resulta perfectamente lícito el no estar de acuerdo con "determinado" sistema político. Y que no votar no es una decisión incívica o insolidaria. Es una opción (si es racional, no pasotismo) que, convenientemente justificada, puede servir de ejemplo a tu entorno próximo y que si cundiera (imaginemos una abstención -o un voto en blanco- del 80%), probablemente tendría más efecto que cualquier otra. Entre otras cosas, porque, para la clase política, al ignorar las causas reales, representaría una evidente disfunción de la salud del sistema (en estado grave o terminal). Recuerdo al respecto la excelente novela "Ensayo sobre la lucidez" de José Saramago.
Por lo tanto, ante una llamada a las urnas, incorporemos la reflexión a nuestra ética personal. Pensemos que existen muchos países donde no hay ni siquiera urnas. Y tomemos, en cada ocasión, una decisión racional. Sea la que sea.

Hoy, las frases reparten a todos lados:

"Nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería" (Otto Von Bismarck)

"La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados" (Grouxo Marx)

"Para el que no tiene nada, la política es una tentación comprensible, porque es una manera de vivir con bastante facilidad" (Miguel Delibes)

"Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje" (Aldous Huxley)

martes, 20 de noviembre de 2012

Ser buenos Clientes

Empezábamos nuestro anterior artículo afirmando que "nuestra tendencia natural es la de considerarnos únicamente clientes. Cuando no estamos comprando, esperamos cosas de los demás: atenciones, parabienes, regalos. Y cuando compramos, nos encontramos como pez en el agua, en el líquido elemento: regateamos, exigimos, discutimos, ...". Y aprovechábamos esta introducción para recordar que también somos proveedores y analizar esta importante y frecuentemente olvidada condición. Pero la simpleza de esta introducción es patente. Parece que justifique los comportamientos citados como producto de una necesidad natural que no precise mayor atención ni reserva. Nada más falso. Resulta absolutamente asimétrico y descompensado dedicar un artículo a analizar nuestra condición de proveedores y no hacer lo mismo con nuestra condición de clientes. En este artículo vamos a intentar resolver esta simpleza.

¿Qué es un Cliente? Empecemos por el Diccionario de la Real Academia:
  1. com. Persona que utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa.
  2. com. Parroquiano (persona que acostumbra a ir a una misma tienda).
  3. com. Persona que está bajo la protección o tutela de otra.
Huelga decir que ninguna de ellas me parece apropiada. Ni remotamente definen lo que caracteriza a un cliente en un entorno eminentemente interactivo como es el de la ética personal. Son definiciones absolutamente pasivas (utilizar, ir a una tienda) y nada generalistas, en las que la relación es puramente mercantil (servicios de un profesional, empresa), mafiosa (protección) o dominante (tutela). Por lo tanto, no nos sirven.

Para resolverlo, adoptaremos una definición oficial que, curiosamente, corresponde a la norma ISO 9000, referente de calidad empresarial (en su momento ya defendimos que la vida podía ser considerada una empresa): Cliente es "la persona que recibe un producto".

Simple y elegante, aunque con un pequeño problema de lenguaje: ¿qué es un producto? También nos lo soluciona la norma. Un producto es el "resultado de un proceso". Y, por último, para los detallistas: ¿qué es un proceso"Una secuencia de actividades que convierte unas entradas determinadas en un resultado determinado". Una vez analizada, nos quedaremos esta definición de cliente por su generalismo: Los procesos (incluso mentales) siempre generan productos (un pensamiento lo es) y cada vez que recibimos un producto (un regalo, un beso, un insulto, una cerveza o un coche nuevo) lo hacemos en condición de clientes. Veamos ahora cómo se caracteriza un buen cliente.

El hecho de aceptar nuestra condición de clientes en abstracto (de todo lo que recibimos) nos convierte inmediatamente en un eslabón de lo que se ha venido en llamar la "cadena proveedor-cliente" ya que, como vimos en el anterior artículo, dedicado a los proveedores, todos nosotros somos, simultáneamente, ambas cosas. No aceptar formar parte de esta cadena nos sitúa fuera de la realidad y del entorno, con lo que nuestra existencia deja de ser algo armónico y fluido convirtiéndose en una sucesión de hechos puntuales, aislados e inconexos (compras y ventas; recepciones y entregas) fuente permanente de insatisfacción y frustración.

En una primera clasificación podemos distinguir entre dos clases de clientes: el cliente activo y el cliente pasivo. El cliente activo es el que participa de forma proactiva en la determinación de lo que espera recibir. Podríamos definirlo de forma coloquial como "el que sabe lo que quiere". Esto implica que, antes de recibir el producto, se ha preocupado de definir lo que espera. Hablando en propiedad, ha definido los requisitos y las necesidades y ha sabido diferenciarlos de las expectativas (estos importantes términos se analizan en esta entrada y en esta otra) Volveremos más adelante a este tipo de cliente. En cambio, el cliente pasivo no tiene formada opinión racional de lo que espera. Cuando le llega algo (sea lo que sea) es cuando dispara su mecanismo comparativo con no se sabe qué (normalmente, con expectativas irracionales y exageradas) y monta en cólera o entra en una espiral de depresión, alimentando su amplio catálogo de agravios. No creo que este tipo de cliente merezca mucha más atención.

Terminaremos analizando algo más en profundidad a nuestro tipo de cliente preferido: el cliente activo (al que también podríamos llamar proactivo). Preferido, pero no exento de riesgos. Algunos, incluso peores que los que puede conllevar una pasividad ingenua o ignorante. La iniciativa, el adelantarse a la producción, el definir con precisión nuestros requisitosnecesidades expectativas debe realizarse dentro de unos parámetros realistas, ajustados a las capacidades de nuestros proveedores. De nada servirá "pedirle peras al olmo". Por mucho que nuestro ego nos diga que nos lo merecemos. En esta vida hay lo que hay. Y pasarnos de rosca no conduce a nada bueno. Evidentemente, asegurar esto implica una importante tarea de recogida de datos para, una vez procesados, disponer de información fiable para la toma de decisiones. Y si, a pesar de esto, no conseguimos lo que queremos, no será por nuestra culpa. Habremos hecho todo lo que estaba en nuestra mano. Afrontaremos y digeriremos el inconveniente y a otra cosa. No estamos trivializando. Porque, sea cual sea el tamaño o gravedad de la decepción (así puede llamarse a un incumplimiento visto desde el lado del cliente), la forma de afrontarlo es la misma. De cara. Pero debe tenerse en cuenta que una actitud proactiva realista siempre minimiza las decepciones. Sin ella, sin duda, tendríamos más. Esto es lo que nos debe importar. Y si recibimos más de lo esperado, aleluya. Satisfacción completa.

Un último apunte dedicado al nivel de exigencia. ¿Debemos ser exigentes? En la medida de que esperemos productos racionalmente suministrables, sí. Sin duda. Del mismo modo, en el caso de que nuestros proveedores se hayan comprometido formalmente a la entrega de un futurible sin historia previa. Tenemos un ejemplo paradigmático en los programas políticos en campaña electoral. Hoy mismo, en Cataluña, estamos en campaña. Si nos convencen los programas y decidimos ejercer nuestro derecho al voto, nos hemos convertido en clientes del partido (político, no de fútbol. Aunque a veces lo parezca). Y si después incumplen lo prometido, nuestro nivel de exigencia debe ser máximo. Y así con cualquier proveedor. Sea el lampista, el taller del coche o un familiar. También así se reconoce a un buen cliente. Y también así ponemos nuestro granito de arena para la mejora del proveedor. La cadena funciona.

En resumen, ser buenos clientes es una de las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para conseguir nuestra satisfacción (Calidad) y felicidad (Excelencia). Incorporemos este sencillo principio a nuestra ética personal.

"El cliente: Dios hizo el mundo en seis días, y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses. El sastre: Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón" (Samuel Beckett)

"El señor sólo exige de las personas aquello que está dentro de las posibilidades de cada uno" (Paulo Coelho)

domingo, 4 de noviembre de 2012

También somos Proveedores

Este importante hecho se olvida fácilmente. Nuestra tendencia natural es la de considerarnos únicamente Clientes. Cuando no estamos comprando, esperamos cosas de los demás: atenciones, parabienes, regalos. Y cuando compramos, nos encontramos como pez en el agua, en el líquido elemento: regateamos, exigimos, discutimos, ... Pero no somos conscientes de que también damos. Todos lo hacemos. Sería imposible la existencia (y la convivencia) sin un intercambio transaccional, sin esa especie de mercadeo constante que es la vida. Y esa condición de suministradores de cosas materiales e inmateriales es la que nos confiere la categoría de Proveedores.

Proveedor (y cliente) satisfecho
Acabamos de tratar la "Construcción de la realidad" a través de nuestros actos. Tengamos en cuenta que gran parte de estos actos tienen como destinatarios a nuestro entorno próximo y lejano. Y el resto, causan efecto sobre nosotros mismos.Y que la totalidad de nuestros actos representan nuestra producción como Proveedores. Proveemos al entorno y a nosotros mismos, de cosas  fundamentalmente necesarias y discrecionalmente deseables. De cosas importantes comprometidas en nuestra ética personal y de cosas, no menos importantes, que configuran nuestro día-a-día, las cuales requieren adecuada y, en ocasiones, inmediata respuesta. Todas estas cosas deben verse como consecuencia de los pedidos que nos llegan de nuestros Clientes y que debemos atender con la disposición de un buen Proveedor (en la entrada "Compromisos y Entorno" se abordan en detalle los conceptos requisito, necesidad y expectativa relacionados estrechamente con nuestra producción como Proveedores).

Una vez presentado y justificado el concepto de Proveedor aplicado a nuestra persona, me gustaría exponer otro concepto básico: "Todos somos a la vez Proveedores y Clientes",  y nuestra persona está en el medio. En un hipotético proceso, el diagrama de flujo sería muy simple:

Entorno -> Recibimos (Clientes) -> Nuestra persona -> Entregamos (Proveedores) -> Entorno

y, como se puede observar, recursivo: formamos parte del entorno, recibimos de él y aportamos a él. Por lo tanto, somos igualmente responsables de su mejora o de su degradación. Y esto me lleva a la última frase, que también puede ser calificada como un concepto, como una filosofía de vida:

"Hacer las cosas bien a la primera"

Esta es la base del éxito, de la calidad y de la excelencia. Si no podemos hacerlo (en ocasiones, resulta imposible), por lo menos, intentarlo. Tener esta preocupación como un norte, como una máxima vital. En múltiples ocasiones, conferencias y clases, he utilizado este ejemplo: Si te piden una fotocopia, que no salga torcida y que se pueda leer. Es lo mínimo que se le puede pedir. De esta forma, serás un buen Proveedor. Te evitarás broncas, malas caras y volverla a hacer. Extrapola este ejemplo a cualquiera de tus actos. Y, si piensas con detenimiento, hacer las cosas bien, no cuesta tanto.

Creo que, sentirse Proveedor y "hacer las cosas bien a la primera" son dos conceptos que deberían incorporarse a nuestra ética personal. Nos iría mejor a nosotros y a todos los demás. Porque, desde un punto de vista egoísta, ¡se siente uno tan bien al hacer las cosas bien!...

"El mundo se compone de los que dan y de los que reciben. Puede que los segundos coman mejor, pero duermen mejor los primeros" (Séneca).

"Da y tendrás en abundancia" (Lao-Tsé).

"No des a nadie lo que te pida, sino lo que entiendas que necesita; y soporta luego la ingratitud" (Miguel De Unamuno)

domingo, 28 de octubre de 2012

Construyendo la Realidad

No es la primera vez y, con toda probabilidad, no será la última, que me refiero a la mecánica cuántica. Este hecho, más allá de lo que se podría calificar como una fijación mental, lo fundamento en mi reciente afición por el tema y en las coincidencias que encuentro entre la interpretación de sus claves principales y la cotidiana "normalidad" de nuestra existencia. Siento como si la mecánica cuántica, dejando aparte sus complejos entresijos teóricos, "a todos los efectos prácticos" (esta es la escapatoria de los científicos a los incómodos retos cuánticos), hubiese conseguido acercar la ciencia a la vulgaridad y simpleza de nuestro día a día, dándole un potente soporte científico. De hecho, está ampliamente reconocido (exceptuando a los filósofos fundamentalistas) que la irrupción de la relatividad y de la mecánica cuántica (ésta última en mayor medida) marcó el encuentro de la Conciencia con la Ciencia y la reducción de la frontera entre el pensamiento abstracto y la "racionalidad" científica (las comillas expresan el reto a la intuición y al sentido común, propio del nuevo paradigma). Pero no me quiero extender más. Las consecuencias de este encuentro ya merecieron detallada atención en "Ética cuántica, rampas y escaleras". Sigamos.

Construyendo "nuestra" realidad.
Algunas interpretaciones de la mecánica cuántica sostienen que la observación crea la realidad. Esta afirmación está basada en el principio de incertidumbre, tratado someramente en el artículo "El Nobel de Física y la Libertad", por lo que no pienso ponerlo en el foco del tema (aunque, si no está fresco, recomiendo la lectura del artículo antes de continuar). La intención de hoy es extrapolar el concepto y las consecuencias del colapso cuántico de la función de onda (provocado por nuestras decisiones) al ámbito de nuestra relación con el entorno y nuestra influencia en el devenir de la realidad. A tal efecto, planteo y me respondo las siguientes cuestiones:

¿En cuántas ocasiones no hemos provocado con nuestros actos una realidad que no hubiese existido sin nuestra interacción con el medio?

En general, antes de realizarlos, no somos demasiado conscientes del efecto de nuestros actos. Las consecuencias de una decisión, perfeccionada en un acto (o en una omisión), siempre crean una realidad, una situación, específica. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta es: en todas. Resulta obvio: todos nuestros actos provocan consecuencias. De nosotros depende minimizar (o intentarlo conscientemente) los riesgos. No es garantía de éxito (aquí entra en juego la incertidumbre y su maquiavélico cálculo probabilístico), pero no intentarlo, aunque acertemos, es sinónimo de fracaso. A menos que nos guste jugar al bingo. Aunque, convendrán conmigo, que hacer esto con nuestra vida no resulta demasiado recomendable.

¿Acaso nuestras acciones no precipitan la creación de una realidad concreta de entre una nube de realidades potenciales no concretadas?

Normalmente, el abanico de posibilidades a nuestra disposición es amplio. Bien es verdad que existen ocasiones en las que todo este rollo resulta superfluo, en las que la decisión es inconsciente e instintiva (p.e. riesgo de supervivencia) u obligada. Pero, en una existencia normal, alejada de catástrofes naturales o personales, son las menos. El problema es que actuemos siempre como si nos encontrásemos en situaciones límite. Sin pensar, de forma instintiva (hay quien hace gala de su "buen" instinto). Por lo tanto, debemos ver la vida como un cálculo de probabilidades. Estar atento a todas las opciones y a sus consecuencias y, racionalmente, elegir la que creemos mejor opción. Estos temas los tratamos en "Pensar antes de actuar" y en "Decidir es lo que importa".

¿No es cierto que nuestra existencia se evidencia por las consecuencias de nuestros actos, los cuales concretan nuestra realidad, y que sin actos, sin observación, sin medición, no existiría realidad alguna?

Esta razonamiento ya ha quedado expuesto en múltiples ocasiones. Si no hiciésemos nada, no existiríamos. Cuando se me ha discutido este planteamiento (recientemente, uno de mis hijos) se ha argumentado que ésto (no hacer nada) es imposible. Obvio. Y este argumento es, precisamente, la clara demostración de la bondad de mi aseveración: "Actúo, luego existo". Un ente que "sólo" piense, puede que exista, pero nadie se entera. No es precisamente la forma de existencia que a mí más me gustaría.

¿No suena ésto sospechosamente a colapso de la función de onda?

Pues yo creo que sí. La realidad (nuestra realidad) se concreta (¿porqué no decir "se crea"?) tras la toma de una decisión y el acto (u omisión) correspondiente. Cuando interaccionamos con nuestro entorno. Del mismo modo que la indefensa partícula hace acto de presencia en el mundo físico como consecuencia de nuestra observación. La obligamos a abandonar su cómoda "nube" de probabilidades. Lo que "podía" suceder, ya "ha" sucedido. La potencia se ha convertido en acto. Se ha roto la incertidumbre. Pero...¿qué tal nos ha ido?

¿No es la incertidumbre la que nos induce a reflexionar antes de tomar una decisión?

Pues no a los que se creen poseedores de la verdad absoluta. Citaré aquí dos frases de líderes políticos recolectadas del barrizal en la última semana: "No sé lo que voy a hacer hasta que tengo que hacerlo" y "Lo importante es el qué; el cómo ya lo veremos luego". Nótese que no ha dicho "No pienso...", ha dicho "No sé...". Es decir, no piensan, saben. Deciden y punto. En cambio, los pobres de a pie, deben "pensar antes de actuar". Deben ser conscientes de que la verdad no existe. De que la única verdad es la incertidumbre. Y que en esta incertidumbre debemos basar nuestra reflexión. Previa a nuestros actos.

Bienvenida sea pues la incertidumbre. Creo que, basados en ella, estaremos en mejores condiciones para construir una mejor realidad. Y si la hemos de fabricar, fabriquemos productos de calidad y excelentes. A fin de cuentas, estamos hablando de nuestra propia existencia. Incorporemos la consideración de la incertidumbre a nuestra ética personal. Abandonemos el dogmatismo y las verdades absolutas. Por una sencilla y aplastante evidencia: no existen (y entenderé que se me aplique mi medicina y que alguien me pregunte: ¿estás seguro?). Debo reconocer que cada vez me gusta más la física cuántica.

"La realidad es aquello que, cuando uno deja de creer en ello, no desaparece" (Philip Dick).
"Las observaciones no sólo perturban lo que se mide, sino que lo producen" (Pascual Jordan).
"Los átomos o las partículas elementales en sí no son reales; constituyen un mundo de potencialidades o posibilidades y no cosas o hechos" (Werner Heisenberg).

Y yo me pregunto: ¿acaso no estamos hechos de átomos y de partículas elementales?

sábado, 13 de octubre de 2012

El Nobel de Física y la Libertad

En el reciente artículo Ética cuántica, Rampas y Escaleras reflexionaba sobre el potencial impacto de la "nueva" física sobre la Ética y, por elevación, sobre la Filosofía. Este impacto queda evidenciado por las consecuencias del descubrimiento, en el inicio del siglo pasado (de ahí las comillas anteriores) de la "cuantización", hecho que representó la obsolescencia de términos tan trascendentales como "continuo" e "infinito" y la entrada en escena de un micro-límite universal, conceptual y dimensionalmente insalvable, el cual llevó a la incertidumbre al primer plano del discurso científico y filosófico. Por primera vez, la Ciencia rezumaba humildad y sancionaba la imposibilidad de alcanzar la verdad absoluta. Quedaba desmontado el determinismo clásico y la causalidad sufría un fuerte embate por parte del azar, concediéndose además soporte científico al libre albedrío y a la noción misma de "realidad". Toda una revolución del conocimiento.

El concepto de incertidumbre tiene su origen en una característica de las partículas elementales que, extrapolada al ser humano, podría calificarse de "trastorno de personalidad disociativa", ejemplificado por la novela "Dr. Jekyll & Mr. Hyde". El llamado "principio de complementareidad" consiste en que una partícula puede manifestar dos comportamientos: como objeto físico o como una "nube" de probabilidades donde encontrarse. Este sorprendente hecho es verificable mediante el famoso experimento de la doble rendija. Esta "nube" de probabilidades corresponde a un estado de movimiento permanente y ondulatorio al que se la ha dado el nombre de "función de onda". Por lo tanto, mientras la partícula no es observada, se encuentra libre, en movimiento y en una posición indeterminada. Cuando se produce una observación (también llamada, medida), "aparece" la partícula (se dice que se colapsa la función de onda) y, consecuentemente, su realidad física. Y el principio de incertidumbre establece que no es posible conocer con precisión, y simultáneamente, la posición y velocidad de la partícula, porque la observación la ha "perturbado". En pocas palabras, "donde está ahora no es donde estaba al observarla" ni "como está ahora es como estaba al observarla".

Esta indeterminación plantea fundamentalmente dos interpretaciones de la realidad con alcance profundamente filosófico, correspondientes a distintas interpretaciones científicas que, en la práctica, en un alarde de pragmatismo (a todos los efectos prácticos), se obvian en favor de la primera:
  • a) la interpretación epistemológica, la que se apoya en el conocimiento práctico y experimental, en la cual se asume que las partículas "existen" y que en cada momento disponen de características o atributos totalmente definidos, pero que son "perturbados" por la observación y
  •  b) la interpretación ontológica que, más allá de la "existencia", pone el énfasis en la "esencia" y defiende que las partículas no tienen características hasta que no se observan. Es decir, la observación "crea" la característica observada y, consecuentemente, la realidad física (resulta interesante resaltar una cierta analogía con la metáfora de la caverna de Platón).
En éstas y otras claves que caracterizan la física cuántica, como la "superposición" y el "entrelazamiento", reside lo que se ha dado en llamar "el encuentro entre la conciencia y la ciencia",  justificado por su fuerte impacto sobre la intuición y el sentido común.

Antes del Nobel.
Por lo tanto, nos encontramos con que los objetos cuánticos (esto incluye a todos, porque la mecánica cuántica es de alcance universal), mientras no son observados, se encuentran en total libertad, en constante movimiento dentro de su "nube" ondulatoria y que esta libertad termina cuando son observados, medidos, estudiados... Y también sabemos que esta observación (y la consecuente pérdida de libertad), les perturba. Pues como a nosotros, supongo.

Y en estas, se concede el Premio Nobel de Física 2012 a Serge Haroche y David J. Wineland por sus estudios en física cuántica y cito textualmente (los resaltados son míos):

"Trabajando de manera independiente, Wineland y Haroche consiguieron un hito que se consideraba inalcanzable: manipular partículas individuales sin que se perdieran sus propiedades cuánticas. Wineland lo consiguió utilizando fotones para inmovilizar átomos con carga eléctrica (iones) y poder estudiar sus propiedades. Haroche lo consiguió utilizando la estrategia opuesta: utilizó átomos para inmovilizar fotones y estudiar sus propiedades cuánticas. Antes de que Wineland y Haroche presentaran sus avances, no era posible estudiar experimentalmente las propiedades cuánticas de las partículas. Tampoco era posible desarrollar nuevas tecnologías basadas en estas propiedades. Esta limitación se debía a que las partículas individuales pierden sus propiedades cuánticas en cuanto interactúan con su entorno. Por ello, las investigaciones se veían limitadas a trabajos teóricos hasta que Wineland y Haroche lograron capturarlas y estudiarlas una a una."

No soy físico, por lo que ignoro las consecuencias teóricas y prácticas del descubrimiento, pero aquí y ahora quiero reflexionar sobre las profundas consecuencias filosóficas e, incluso, sentimentales. O sea, no hay libertad que valga. Probablemente, se ha perdido su último reducto. Al átomo lo "inmovilizan" con fotones y al fotón con átomos. Y una vez "capturados" e "inmovilizados" los "manipulan" y los "estudian". ¿A qué les suena ésto? Individualmente. Uno a uno. Pues que pena. La "extrañeza" y la "magia" de la cuántica ha bajado muchos enteros. Diría que ha desaparecido. Se ha vulgarizado.
Termino con esta reflexión:

 "Si la libertad ya no es aplicable ni a las partículas elementales, ¿qué podemos esperar los objetos macroscópicos, con o sin conciencia?"

Y me respondo: Precisamente en esto, en la libertad, ninguna incertidumbre. La certeza absoluta: no podemos esperar Nada.

Nota: Pido excusas y consideración a los ortodoxos y eruditos por la simple y festiva forma de referirme a cuestiones tan complejas y trascendentales. Considérenlo una licencia literaria.

jueves, 11 de octubre de 2012

Ética y Redes sociales

La experiencia adquirida desde los aproximadamente seis meses de interacción con alguna de ellas (las de bajo nivel, después me explico) me ha llevado a plantearme seriamente la potencial o real incidencia de las mismas en nuestra ética personal. Durante este tiempo he tenido tiempo de asistir pasiva y activamente a toda una pléyade de hechos variopintos que en algunos casos simplemente me han divertido y en otros, la mayoría, me han despertado reflexiones de un cierto calado.

Me gustaría empezar con una puntualización sobre el significado del manido concepto de red "social". En principio, distingo entre tres tipos:
  • La red social por excelencia, Internet. Esta red se caracteriza porque no es necesario definir perfil personal alguno ni exige control de acceso. Es la red universal. Por el mero hecho de abrir un navegador ya estamos "socializados" y su "conciencia" oculta es la que se encarga de mantener adecuadamente actualizado, no sabemos para beneficio de quién, nuestro perfil personal. No debemos preocuparnos de nada más. Es la capa superior de la jerarquía de las sub-redes (también "sociales", por supuesto). Todas ellas la utilizan. Su perversa importancia radica en que registra todas nuestras actividades de forma absolutamente taimada y transparente para el usuario;
  • los buscadores, en particular el predominante: Google. A pesar de su querencia por competir con redes de tercer nivel (Google+), la creación de un perfil personal es voluntaria y su acceso es tan fácil como el acceso a la madre de todas las redes. Proporciona servicios de tan amplio espectro que resulta realmente difícil sustraerse a sus encantos. Y nuestra exposición a no se sabe cuales o cuantas bases de datos, de ignorado y no siempre deseable propósito, aumenta exponencialmente. Pero a este nivel, a menos de que nos declaremos "resistentes" tecnológicos, resulta realmente difícil sustraerse. Quiero decir con esto que las posibles consecuencias o impacto en nuestro día-a-día ético no nos deben preocupar demasiado porque son las mismas a que se enfrentan la mayoría de las personas, sino todas, que tienen y utilizan acceso a Internet. Lo tenemos metabolizado. Es "el progreso". Veamos ahora el tercer nivel; 
  • las propiamente dichas "redes sociales", entre las que destaco (son las únicas con las que he tonteado) Facebook y Twitter. Se caracterizan porque son de adscripción voluntaria, lo cual es lo que les confiere características muy especiales. Nos exigen la creación de un perfil personal así como una contraseña de acceso. Más voluntareidad, imposible. Y es en este momento cuando ya nos encontramos con la primera cuestión ética. ¿Nos desnudamos o creamos un perfil ficticio? Si decidimos desnudarnos, ¿hasta dónde? No son cuestiones baladíes. Y nos ponen rápidamente frente a nosotros mismos. Todavía no hemos empezado y ya estamos ante el espejo.
Una vez presentado el tema, resulta justificado y obvio que nos vamos a centrar en el tercer nivel y en la fuerte diferenciación existente entre las dos redes citadas y en su impacto en nuestra ética. A este respecto quiero dejar muy claro que el análisis que sigue se nutre de mi escasa experiencia en ambas y, lógicamente, estará sesgado. Pero, por lo menos, creo puede tener algún interés general. Concretamente, a mí me ha servido para estimular la reflexión y, en algún caso, para reconsiderar dogmas internos (que no desvelaré, por supuesto).

Facebook: Libro de caras. Tengo que aceptar que mi primer contacto con él fue descorazonador. No entendía nada. Que si el muro por aquí, que si no tienes ningún amigo por allá, que si quieres "buscar" amigos, etc., etc. Y lo más impresionante: esa cara sin cara omnipresente que te lleva a la convicción de que hasta que no resuelvas esta indefinición no eres nadie. Luego empiezas por tu familia y poco a poco le vas pillando el tranquillo. No tardas demasiado en apreciar una compleja simplicidad engañosa. En esta complejidad es donde me he sumergido en búsqueda de "valor añadido" respecto a los tiempos en los que no estaba socializado en red. Y la verdad es que los resultados han sido dispares. Un resumen de mi situación: pocos amigos, "me gustan" pocas páginas, pertenezco a dos grupos filosóficos donde ejerzo sólo de oyente (por agotamiento intelectual), a dos grupos de física cuántica donde participo realmente poco (por falta de conocimientos) y he creado recientemente un grupo donde pretendo "socializar" a la Ciencia y la Filosofía (ímproba tarea). Este es mi discreto bagaje. Y en todo este periplo es donde he coleccionado tal variedad de experiencias, todas positivas, que no puedo por menos que estar satisfecho (en el sentido de que no me arrepiento, que volvería a hacerlo). A pesar de la profunda insatisfacción puntual que he sentido en muchos momentos. Pero, sinceramente, aunque parezca una contradicción, "valor añadido", poco.

Por ejemplo, ha aprendido que existen coleccionistas de amigos "virtuales" (doy fe de quien tiene más de 2.000) y a los que "les gusta" más de 200 páginas. Este hecho me provocó (temporalmente) un grave complejo de inferioridad al no comprender cómo le podían prestar atención a todos estos estímulos voluntarios, habida cuenta de que cualquier nueva actividad de "tus amigos" y "tus páginas" aparece bajo el estimulante epígrafe de "Últimas noticias" (yo, con "sólo" 24 amigos y "sólo" 6 páginas me paso un buen rato cada mañana). Pero enseguida comprendí que uno mismo podía decidir lo que aparecía en las "últimas noticias". Por lo tanto, esto resolvía el problema de la avalancha de datos, pero me dejaba un tanto perplejo de porqué a la gente no le importaba conocer inmediatamente su actividad. Y entonces comprendí que el concepto de amigo "virtual" era muy polifacético. Que cada uno de nosotros establece en su ética personal lo que caracteriza a una amistad (sin adjetivos) y que, posteriormente, se trata de decidir cuales de estas características no son de aplicación (se excluyen) en el caso de una amistad "virtual". Por lo tanto, para mí, una amistad "virtual" es un subconjunto de una amistad. Por ello, una amistad virtual tiene siempre atributos positivos, menos que la amistad física, pero pertenece a la misma categoría. Esto es lo que me lleva a no comprender a los coleccionistas de amigos virtuales a los que califican, a mi modo de ver, peyorativamente, de "agregados". Para ellos, pertenecen a otra categoría. Ante esta disyuntiva, mi elección es clara: me quedo con mi ética.

Luego nos encontramos con los no "amigos". Normalmente, te los encuentras en los grupos. Aquí, al no haber filtro alguno, nos encontramos con la misma fauna no virtual, pero, en mi opinión, corregida y aumentada. Grandezas y miserias. Trolls, suplantadores de personalidad, ladrones de perfiles, maleducados, intolerantes, perfiles ocultos o inexistentes, destructores gratuitos de la convivencia amigable y muchos, pero muchos, espectadores pasivos. No me voy a olvidar de los educados, de los críticos constructivos, de los realmente interesados en intercambiar conocimientos y en el enriquecimiento mutuo. Pero pocos, muy pocos. Y a pesar de que la ética es una característica personal e intrasferible, gracias a mi estéril lucha contra los molinos de viento he llegado a la conclusión de que los grupos de Facebook tienen una suerte de ética colectiva propia en la que la tolerancia se manifiesta como un caso particular de "relativismo" (ver "Las Cuatro Tolerancias"). Veamos: normalmente participan muy pocos. En un ejemplo de un grupo con 2.000 miembros, no participan habitualmente más de 20. Nadie objeta nada a los insultos, desmanes y vejaciones de algún miembro, pero cuando montas en cólera y publicas razonamientos serios y educados solicitando reacción de la comunidad, incluso la expulsión del salvaje, lo único que consigues es que aparezcan inmediatamente los "invisibles" y te tilden, como poco, de intolerante y autoritario (como poco). Y de esto si que he aprendido. He modulado mi natural explosividad y he confirmado la bondad del principio asumido de "pensar antes de actuar". Y creo que es una buena adquisición ética. También para la vida real. Las cosas son como son. Hay que saber identificar los retos. El discurso en un grupo virtual no es más que un discurso virtual. Sólo tiene sentido si te enriquece. Creo que en este tema es aceptable adoptar un enfoque egoísta y utilitarista. Todos los miembros de una red social son voluntarios. Y cada uno se manifiesta como quiere. ¿Quién soy yo para pretender cambiarlo? Ahora bien, nuestro comportamiento debe responder a nuestra ética. Y el comportamiento de los demás evidencia la suya. Y ya está.

Por último ¿qué decir de los silencios y de los "me gusta"? Las consecuencias de la no actividad (silencio) y de la mínima actividad (pulsar "me gusta") son también dignas de atención. El silencio sólo tiene sentido en los grupos donde se dispone de un indicador que revela si un miembro ha "visto" una publicación. Si no la ha "visto", el miembro se encuentra más allá del silencio. A menos que no te dediques a una investigación de actividad en otros foros o en su muro, se encuentra en la misma situación que un usuario cualquiera, amigo o no. Nunca sabrás si está de vacaciones o si, sencillamente, pasa del grupo. Está en una especie de limbo, por lo que nos olvidaremos de él. Pero quien ha "visto" una publicación y no pulsa "me gusta", con su inacción está transmitiendo un mensaje claro. Esta publicación "vista" no le interesa lo más mínimo. Y esto puede hacer mella en el ego del publicador. No debe, pero puede. Si publicamos, debemos ser refractarios a esto. Es el equivalente a quien se pasea por una librería y no se interesa por ningún libro. Yo compararía un "me gusta" con coger un libro, leer la contraportada y volverlo a dejar o comprarlo. Hemos mostrado interés. Esto es lo que hago yo. Pienso en el publicador. Creo en su motivación. Y si el tema me parece interesante y bien planteado, "me gusta". Porque me ha hecho pensar. Bien mirado, el paralelismo con la vida real debería ser total. Cuando alguien te plantea algo, si lo hace educada, inteligente y adecuadamente, debería merecer tu atención. A pesar de que no lo compartas. Y él merece que se lo hagas saber. En la vida real, mirándole a los ojos, poniéndote a su altura, atendiéndole. En Facebook, pulsando "me gusta". Después hablaremos o no, debatiremos o no. Estaremos de acuerdo o no. Esto es lo que significa para mí "me gusta".

Twitter. Pío, pío. A mi modo de ver, simple y efectivo. Reglas de juego claras. Mensajes de longitud acotada. Tribunas y seguidores. Prácticamente no lo utilizo. Pero nada que ver con Facebook. En mi opinión impacta menos a la ética personal. Mi análisis será casi tan corto como un "twit": Estrellas de la música, del deporte, personajes populares, etc., tienen una herramienta inmejorable para difundir sus mensajes y sus seguidores de estar al día. Y además, es una herramienta simple y práctica para la comunicación entre usuarios. Más que Facebook. El riesgo principal es que sus estadísticas, rankings y tendencias puedan ser sobrevalorados, mas allá de lo que significan realmente, por parte de seguidores con déficit de información externa al propio Twitter. Se autoalimenta y creo que es fácilmente manipulable. Pero no más que otros medios, virtuales o no.

En resumen, las redes "sociales" nos brindan una excelente oportunidad para revisar y practicar muchos de nuestros principios éticos. Resultan espejos y, a la vez, escaparates de nuestra personalidad. A pesar del aparente anonimato, nuestras acciones y publicaciones nos delatan. Seamos coherentes con nuestra ética. No es bueno caer en un trastorno de personalidad y crear una ética "virtual".  No olvidemos que estamos en ellas de forma voluntaria y que nuestros "amigos" tienen el derecho de saber con quien están tratando. De otro modo, nos engañaremos a nosotros mismos.

"Una pantalla grande sólo hace el doble de mala a una mala película" (Samuel Goldwyn)

sábado, 6 de octubre de 2012

Las Tres Calidades

Para quien haya seguido los artículos de este blog no le representará ninguna novedad que volvamos a centrar la atención en los dos atributos que caracterizan a la Ética que estamos desarrollando: la Calidad y la Excelencia. Hemos definido ambos conceptos de forma precisa y también los hemos considerado como los únicos indicadores válidos para valorar el grado de satisfacción de nuestro entorno en el cumplimiento de los compromisos adquiridos por nosotros mismos.

Resumiendo, hemos dicho también que "Calidad es compromiso" y que la Excelencia está más allá de la Calidad. Podríamos definirla como la "metacalidad". Estos temas se desarrollaban en el artículo específico Calidad y Excelencia personal y, posteriormente, han ido apareciendo de forma recurrente a lo largo del blog hasta llegar a donde estamos ahora.

Pero de lo que nunca habíamos hablado era de la existencia de tres calidades. Se podrá argumentar que si no teníamos bastante con una. Resulta comprensible, pero tengo la esperanza de que al terminar el artículo habrá quedado desvelado el misterio.

Para visionar adecuadamente el gráfico, se recomienda no padecer miopía mental.
De la definición de Excelencia se desprende que ésta no existe sin Calidad. Por lo tanto, la Calidad siempre será el punto de referencia de la Excelencia. Vamos a emplear una línea de argumentación que nos permita comprender gráficamente el significado de la Excelencia. Para ello nos serviremos del gráfico de las tres calidades, frecuentemente empleado en gestión empresarial para analizar el concepto de Calidad Total, aunque convenientemente adaptado a nuestros propósitos.

Si "Calidad es compromiso", cada uno de los círculos representa distintos conjuntos de compromisos. A saber:
  • La Calidad programada. Lo que has decidido dar. O lo que es lo mismo, tus compromisos contigo mismo y con el entorno. En definitiva, tu ética personal;
  • La Calidad entregada. Lo que das realmente. Tu producción. Tus actos;
  • La Calidad esperada. Lo que se espera de ti. Tanto tu entorno, como tú mismo. Los compromisos que a ambos les gustaría que fuesen asumidos como propios.
Pues bien, obviamente, la Excelencia únicamente se consigue cuando los tres círculos son concéntricos. Cuando coinciden exactamente las tres calidades. Por esto la Excelencia es un estado. Se tiene o no se tiene. Se es excelente o no se es. Y la Calidad admite seis categorías e infinitos grados, determinados por las áreas que encierran las intersecciones de los tres círculos. Pero la Calidad resultante, la que nos interesa, es la Zona Común, que deviene en máxima con la Excelencia.

Comentemos brevemente las seis áreas:
  • Compromisos inútiles: Te has comprometido a algo que ni cumples ni esperan de ti;
  • Satisfacción personal inútil: Estás cumpliendo compromisos adquiridos que nadie espera;
  • Esfuerzo inútil: Entregas algo que ni has asumido ni espera tu entorno;
  • Ética amenazada: Estás cumpliendo necesidades o expectativas de tu entorno no asumidas;
  • Entorno insatisfecho: No estás cumpliendo compromisos adquiridos y esperados;
  • Zona Común: La potencial Excelencia.    
Para conseguirla debemos cumplir algunas condiciones, necesarias, pero no suficientes: extremar nuestra sensibilidad para identificar las necesidades y expectativas de nuestro entorno (Calidad esperada), asumir como propias estas necesidades y convertirlas en compromisos (Calidad programada) y extremar el rigor en su cumplimiento (Calidad entregada). Cumplidas estas condiciones, podremos empezar el camino.

Por lo tanto, no resulta difícil presumir de cierto nivel de Calidad. Pero hablar de Excelencia son palabras mayores. En nuestras manos está. Intentemos conseguirlo. Busquemos la Excelencia.

"La vida es como una obra de teatro: no es la duración sino la excelencia de los actores lo que importa" (Séneca)

lunes, 1 de octubre de 2012

Ética cuántica, Rampas y Escaleras

"Pero se me ocurre que podría existir una ética de lo cuántico, ya que este pensamiento (física cuántica) podría servir como bálsamo filosófico a aquellos que perdieron su fe en las religiones. Intuyo que, al ser una forma nueva de percibir el mundo, también debería poseer las herramientas (ética) para relacionarnos con él" (Joseba Rast).

Esta razonada frase de un apreciado amigo, combinada con la fascinación que despierta en mí esta rama del conocimiento, me ha llevado a reflexionar sobre el potencial impacto de este encuentro "cuántico" entre la Conciencia y la Ciencia. Puntualizaré que mi sensibilidad hacia la frase no reside ni en mi pérdida de fe en las religiones (no se puede perder lo que no se tiene), ni en la necesidad de bálsamo filosófico alguno. Reside en la evidente "forma nueva de percibir el mundo" que representa la mecánica cuántica, entendiendo como "novedad" la extrañeza o admiración que causa lo antes no visto ni oído (de hecho, la mecánica cuántica no tiene nada de nueva, ya que sus orígenes conceptuales se remontan a los inicios del siglo pasado).

En mi opinión, que creo será compartida, el cambio conceptual determinante ha sido el abandono de lo continuo en favor de lo discontinuo, de los valores discretos. Esto es lo que representa el "cuanto". Y este cambio de paradigma es el que va a ser objeto principal de este artículo, el cual, dada mi ignorancia matemática y mi egoísta preocupación por no abusar de la paciencia de los sufridos lectores y conseguir mantener su atención, será desarrollado en forma de reflexión metafórica.

Me parece bastante apropiado asociar la concepción clásica del universo con una rampa. Una rampa evoca inmediatamente el concepto de continuidad y determinismo. En principio, podríamos decir que su bondad radica en la facilidad para alcanzar una meta más elevada. También proporciona una cierta sensación de seguridad. De ver "lo que viene". Pero esta bondad es algo ficticio. Paradójicamente es perversa. No te puedes parar. Irremisiblemente, tu destino está determinado. O sigues subiendo o te caes. Si te paras, necesitas soporte externo, un apoyo. En definitiva, no dependes de ti mismo. En cierto modo, representa el paradigma de la inestabilidad. No hay más que ver al pobre Sísifo con toda su carga a cuestas, sin poderse parar a recuperar el resuello.

En cambio, me gusta la escalera. Y esto es lo que representa el "cuanto". Escalones. Avanzar paso a paso. Estabilidad. Libre albedrío. Dependes de ti mismo. Si te paras, puedes recuperarte y continuar tranquilamente tu ascenso o descenso. Sin posturas intermedias. Sin relativismos. Sin equidistancias. Estás donde estás y punto.

Y si consideramos la pendiente de la rampa o la altura de los escalones, más de lo mismo. Una rampa de gran pendiente es un gran incordio. En cambio, un escalón alto te estimula. Puedes escalarlo con mayor o menor dificultad. Pero sabes que cuando llegues a lo alto, has culminado una etapa. La consolidas, descansas y a por otra.

Resumiendo: Libre albedrío frente a determinismo. Libertad individual frente a "la fuerza del destino". En definitiva, me gusta la ética cuántica. Me parece más humana. Me parece más "ética". Incorporemos su "aroma" a nuestra ética personal. Sin duda, le podemos conceder los atributos que perseguimos: Calidad y Excelencia.

"Es la comprensión revisada de la naturaleza del ser humano, y del papel causal de la conciencia humana en el despliegue de la realidad, esto es, creo yo, la cosa más apasionante sobre la nueva física y, probablemente, en el análisis final, la contribución más importante de la ciencia al bienestar de nuestra especie." (Henry Stapp)

domingo, 23 de septiembre de 2012

Miopía y Cataratas

Recientemente, he sido protagonista de una experiencia extraordinaria que, a pesar de afectar exclusivamente a los aspectos físicos de mi persona, han causado mella en el compañero inmaterial que nunca nos abandona, como quiera que se le llame (conciencia, intelecto, espíritu, etc.). Por cierto, no deja de ser curioso que después de tantos años juntos, no nos pongamos de acuerdo ni su nombre ni en sus características. Pero esta es otra cuestión, vayamos al asunto.

Dado que no todo el mundo está aquejado de la disfuncionalidad física objeto de este artículo, dedicaré un poco de espacio a presentar el tema, desde el punto de vista (en principio, poca; ahora, bastante) del sujeto, por lo que pido comprensión a oculistas y optometristas.

Miopía es una afección bastante común que, en mayor o menor grado, provoca el desenfoque de objetos lejanos. Esto significa, lisa y llanamente, que de lejos, lo ves todo borroso. Curiosamente, quizá por una extraña ley de compensación de la madre naturaleza, un miope puede enfocar muy bien de cerca, lo que facilita extaodinariamente la visión próxima en personas de edad avanzada, sufridores naturales de la llamada "vista cansada".
Y además cataratas. Ufff. Pero es físico y resoluble.

Cataratas es la metafórica forma de llamar a una opacidad del cristalino que consigue que lo veas todo como a través de una cortina de agua o de una niebla más o menos espesa. Todo, tanto lo que está cerca como lo que está lejos.

Pues bien, comprenderemos que quien esté afectado por ambos problemas no lo tiene nada claro (en el sentido literal, no metafórico). Afortunadamente, la miopía tiene arreglo fácil. Ponerte gafas (en mi caso, desde los diez años). Otro método externo, las lentillas, a pesar de ser mínimamente invasivo, a mí nunca me han gustado. Y el tercer método, la cirugía, más o menos invasiva, mucho menos. Pero la catarata es un enemigo paciente y cauteloso. Empieza de forma inadvertida y su avance es implacable. Hasta que el extremo de ser invalidante. Y entonces (incluso antes), hay que tomar una decisión: extirparla. Y esto, señores, si que es invasivo. Te extraen una parte de tí (bueno, de tu ojo: el cristalino) y te ponen una lente (una microgafa) con filtro de ultravioletas y todo. Y la maravilla es que esta lente ¡¡corrige la miopía!!

Por lo tanto, en el plano físico, tras 57 años llevando gafas y casi 10 con una turbiedad progresiva en uno de mis ojos, me han reparado. Veo perfectamente claro, veo de lejos como una ave rapaz y necesito como cualquier viejecito una gafas para lectura (al dejar de ser miope, me he vuelto "normal").

Y me diréis ¿a qué viene todo este rollo? Pues a que este proceso me ha hecho reflexionar sobre el paralelismo entre la miopía y la catarata física y la mental.

Ya es un tópico que la realidad la crea el observador, siendo por lo tanto subjetiva. "Tú ves lo que ves, no lo que es". Esta frase propia resume el concepto. Evidentemente, un miope sin correción, con su percepción agravada por una catarata, tiene una visión parcial, borrosa e incompleta de la realidad que está al alcance de sus semejantes "normales". A pesar de que es una realidad ficticia. Pero igual de ficticia para la mayoría. Aunque, como hemos dicho, esto, afortunadamente, tiene arreglo.

Lo que no tiene fácil arreglo es la miopía mental. Esto significa que, a pesar de que tu percepción física funciona correctamente, el proceso que consiste en llevar las señales eléctricas desde el ojo al cerebro, grabarlas en las neuronas, procesarlas y pasarle la información a este compañero inmaterial del que hablábamos al principio, falla en algún punto. Desenfoca. Percibes una realidad sesgada. La causas pueden ser varias: prejuicios, egoísmo, equidistancia práctica, relativismo moral, etc. Pero, a fin de cuentas, eres un miope mental. El futuro (como no lo ves claro) no te importa. Eres un cortoplazista. No ves más allá de tus propias narices. Sólo te importa el hoy. Que triste.

En cuanto a la catarata, la cosa es todavía peor. Todo está borroso. Incluso lo más cercano, el hoy. Esto te lleva a imaginar una realidad ficticia. La frase ahora sería: "Tú ves lo que quieres ver". El cerebro y tu compañero inmaterial son muy eficientes. Pueden crear otras realidades. Y esto también es muy triste. La primera consecuencia es el aislamiento, el vivir en una burbuja. A pesar de que habíamos establecido que la realidad es subjetiva, personal e intransferible, tu realidad ficticia se ha alejado de la media, de la "normalidad", tanto en sentido literal como estadístico. Te has convertido en un bicho raro. En un perro verde. En un cisne negro.

¿Tiene arreglo? No tengo ni idea. Incluso ignoro si estoy afectado. Pero intuyo que, en mayor o menor grado, sí. Todos lo estamos. Y como siempre, la clave está en la identificación del problema. En el reconocimiento de su existencia. En la comparación de nuestro comportamiento con el de los demás. Pero, una vez detectado, no hay cirujano que valga. Es trabajo de nuestro compañero inmaterial. Suerte.

Por lo tanto, la calidad y la excelencia de nuestra ética personal, es fuertemente dependiente de nuestra miopía y de nuestras cataratas mentales. Si no las podemos erradicar totalmente (en el plano físico, que es lo fácil, han cifrado mi visión en el 90 %), hagamos el esfuerzo de minimizarlas.

"La realidad es simplemente una ilusión, aunque una muy persistente." (Albert Einstein)

Y yo añado: Sólo falta que esta ilusión, además esté borrosa.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Entendimiento y Comprensión

Tras el obligado paréntesis motivado por mi incapacidad temporal de relacionarme con el teclado y la pantalla, retomamos la publicación con un tema recurrente en mi imaginario, catalizado por unos hechos recientes que no describiré y que, podríamos decir, han representado la gota que colma el vaso.

A los efectos de asentar conceptos generales, empezaremos con una obviedad: en una publicación anterior planteo que no somos nada (no existimos) si no nos relacionamos con nuestro entorno. Es más, acuño una variante del clásico de Descartes que proclama: "Actúo, luego existo". A partir de este supuesto, resulta evidente que el pre-requisito indispensable para que nuestra relación con el entorno sea adecuada consiste en una comunicación fiable y de calidad. Esto, por descontado, es una condición necesaria, aunque no suficiente. Pero si no establecemos comunicación, no nos relacionamos. Y, por si fuera poco, dado que la comunicación debe ser bidireccional, su inadecuación puede devolvernos información del entorno absolutamente sesgada y, en el peor de los casos, errónea.

Entender y comprender no siempre es fácil.
Y aquí aparece el título. Entendimiento y Comprensión son dos conceptos estrechamente ligados a la comunicación. Para conseguir una adecuada comunicación, es absolutamente necesario entender y comprender al interlocutor (una adecuada entrada de información, no controlada por nosotros) y esforzarte en hacer entender y comprender tus planteamientos (una adecuada salida de información, sobre la que tenemos todo el control).

Empecemos, como siempre, dejando claro el significado, en mi humilde opinión, de ambos términos. Mal iría desarrollar todo un artículo dedicado al entendimiento y la comprensión sin saber de qué puñetas estamos hablando (1).

Deberíamos tener bastante claro que no es lo mismo "entender" que "comprender". Porque, supongo que entiendes lo que escribo, pero... ¿lo comprendes?

"Entender" es percibir el significado de algo, aunque no se comprenda, mientras que "Comprender" es hacer propio lo que se entiende y asumirlo, lo que te permite actuar de forma coherente y congruente con ello. La diferencia entre "entender" y "comprender" se puede apreciar en los siguientes ejemplos:
  1. Se puede "entender" un idioma y "no entender" otro. Además, una frase en el primer idioma (el que se entiende) se puede o no "comprender". En cambio, una frase en el segundo idioma (el que no se entiende) resultará siempre imposible de "comprender".
  2. Por lo tanto, es posible "entender" una frase pero no "comprender" lo que significa. Por ejemplo: “lo obvio es invisible” (esto es incomprensible, aunque muy bien podría formar parte del paródico artículo de Alan Sokal "Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica").
  3. Es distinto "entender" que fumar perjudica la salud de uno mismo y de quienes nos rodean, que "comprenderlo", pues éste es el primer paso para dejar de fumar.
  4. En una conversación, no es lo mismo que te respondan “te entiendo, pero…” (no te comprendo) que “te comprendo” (si "se comprende" no hay “pero” alguno detrás).
  5. Entendemos que en el mundo miles de personas mueren diariamente debido a malnutrición o víctimas de guerras, ¿pero lo comprendemos?
Pues bien, aclarado el significado, volvemos a reiterar la necesidad de que nos entiendan y comprendan (aunque no estén de acuerdo con nuestros planteamientos) y que entendamos y comprendamos los planteamientos de nuestro interlocutor (aunque no estemos de acuerdo con ellos). Esto podrá parecer reiterativo, pero, por su extrema importancia, creemos que es absolutamente recomendable incorporar esta preocupación, en forma de compromiso, a nuestra ética personal.

Por lo tanto, en primer lugar, entendimiento. Si nuestro interlocutor no está a nuestra altura cultural o intelectual, intentemos nivelarnos. Si su nivel es más bajo, nos debería resultar fácil (viene al pelo la frase de Aristóteles: "las enseñanzas orales deben acomodarse a los hábitos de los oyentes"). Si su nivel es más alto, no nos duelan prendas de manifestar nuestra incapacidad para entenderle y solicitar un léxico menos formal o "erudito". Y si no conseguimos establecer en la comunicación un nivel aceptable de entendimiento, no vale la pena seguir.

En segundo lugar, una vez entendido el mensaje, pasamos a la comprensión. En este caso, debe quedar claro que, en este artículo, estamos hablando de comunicación, no de proselitismo ni de adoctrinamiento, conceptos que, no necesariamente precisan comprensión. Puede ser suficiente con un adecuado "lavado de cerebro".

Por lo tanto, debemos intentar (esforzarnos en) comprender y que nos comprendan, con total independencia de compartir o no los planteamientos mutuos. Sin comprensión, tampoco hay comunicación. Y si, tras repetidos esfuerzos, la comprensión no es posible, será porque el mensaje (en uno, otro o ambos sentidos), mal que nos pese, es incomprensible. Entonces, mejor dejarlo ("De lo que no se puede hablar, mejor callarse", Wittgenstein).

Por último, resumiremos los principales enemigos de la comunicación y, consecuentemente, de nuestra relación con el entorno:
  1. Falta de entendimiento por errores gramaticales o de sintaxis o por la utilización de terminología no explicada o demasiado erudita,
  2. Falta de entendimiento por ausencia de esfuerzo de nivelar las partes,
  3. Falta de comprensión por la utilización de conceptos inusuales o novedosos en extremo a los que, por definición, no tiene acceso la otra parte,
  4. Falta de comprensión por ausencia de esfuerzo en explicar lo inexplicable o incomprensible para la otra parte.
A estos cuatro habría que sumar la dificultad inherente (y omnipresente) de exponer nuestros pensamientos mediante el lenguaje oral o escrito (en este caso, menor, por cuanto nos permite la reflexión y la corrección del texto) el cual, a fin de cuentas, no es más que una convención simbólica. Aunque, a pesar de su capital importancia, este tema, objeto de gran atención filosófica, queda fuera del alcance de este artículo.

Por lo tanto, si deseamos una relación adecuada, enriquecedora y mutuamente beneficiosa con nuestro entorno, desterremos de nuestra conducta los cuatro enemigos anteriores e incorporemos a nuestra ética personal las buenas prácticas de una comunicación bidireccional oral o escrita de calidad y excelencia.

"Ayúdame a comprender lo que os digo y os lo explicaré mejor" (Antonio Machado)

"Los hombres son siempre más propensos a creer lo que no entienden, y las cosas oscuras y misteriosas tienen más atractivo a sus ojos que las claras y fáciles de comprender" (Cayo Cornelio Tácito)

"Nada comprende el que una parte no comprende" (Séneca)

1 - La falta de preocupación por clarificar el significado de la terminología o de los conceptos objeto de diálogo o debate (incluso de publicación) es, a mi modo de ver, una de las mayores lacras del discurso filosófico y la causa principal de la deficiente comunicación en cualquier disciplina.